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LA HISTORIA EN PÍLDORAS /Ignacio Latorre Zacarés
Requena, 07 febrero 2017 
Llegan los finales de enero y a uno todo le huele a carne. La chispa la enciende la hoguera de la víspera de San Antonio, ya que entre familia y amigos el que esto escribe se despacha

siempre un buen embutido a las brasas (incluidas las longanizas mejores del mundo –las de Angelita-). Pero, poquito después, también hay que festejar a San Sebastián y San Julián “el Cestero” con sus buenas hogueras de vísperas junto con el tocinete, oreja y demás delicias a la brasa, además de la ritual cesta vieja consumiéndose. Y se asoma febrero y ¿qué viene? Sí señores: la Muestra del Embutido Artesano y de Calidad de Requena y el consiguiente encargo de los carniceros para que les escriba algo (a falta de damas que te lo soliciten…).

Sin duda, cuando uno repasa la no siempre tan árida documentación impositiva, le sorprende la enorme cantidad de impuestos que recaían tanto en los ganaderos como en la carne que se vendía: peajes, pontajes, pasajes, travesío, montazgo, borra, asadura, sisas… ¿Cómo un ganado podía ser rentable cuando había que pagar por pasar un puente, por pastar en una dehesa, por cruzar un puerto seco, etc., etc.? Pero en esta discreta píldora nos vamos a fijar sólo en la importancia de los impuestos que recaían en las carnes que se vendían al público como medio de generar ingresos para las exhaustas arcas municipales y, de paso, las del rey. Y de ahí viene el título de la píldora (si alguien esperaba otra cosa ya puede desconectar).

Si el pan y el vino eran los aportes ineludibles para el ser humano de la época medieval y moderna, en una menor escala, pero también importante, era el aporte cárnico con lo que formaba una trinidad no santa, pero vital. Carne bien procedente de la venta en las tablas municipales de las carnicerías (macho y carnero), de la abundante caza por estos pagos que incluso se vendía al Reino de Valencia (conejos, perdices, francolines, venados…) o de la crianza familiar de cerdos y aves de corral.

La documentación refleja como ya desde el siglo XV, al menos, el Concejo de Requena recurrió muchas veces a poner arbitrios sobre la carne para poder pagar las onerosas obligaciones que le impuso, especialmente, la defensa y expansión del Imperio que no dejó de sangrar al pechero castellano. En bastantes ocasiones, fue el recurso que más dinero aportaba para tales fines, ya que además podía ser controlado por medio de los arrendadores de las carnicerías.

Algunas veces, la contribución de la carne repercutía directamente en la Requena de la época. Fue el caso de 1476 cuando unos primerizos Reyes Católicos concedieron 3.000 maravedíes de juro de heredad procedentes de las rentas de las alcabalas de las carnicerías para el reparo de la arquitectura militar de la ciudad. Reparo necesario en tiempos inestables, cuando Isabel y Fernando aún no habían conseguido domeñar a la intrigante y belicosa nobleza castellana.

Pero como habíamos ya sugerido, gran parte de las “sisas” de la carne (y de aquí el actual “sisar”), iban a parar a las arcas monárquicas para su inversión en guerras en pro del Imperio y de la fe católica. La sisa era un impuesto indirecto de carácter extraordinario sobre un producto de consumo. Sin embargo, de tanto imponer sisas, se convirtió casi en un arbitrio usual, lo que no es nada extraordinario en la España pretérita y actual.

Quizás el asunto más peliagudo que tuvo el Concejo de Requena durante el reinado de Carlos I fue intentar pagar la onerosísima contribución del llamado servicio ordinario que, para más inri, en ocasiones se le añadía el extraordinario. Los desvelos y esfuerzos del Concejo por ver de dónde sacar dinero consumen muchas de las actas de la época y de los esfuerzos de los regidores. La receta que se aplicaba solía ser la misma: pedir préstamos, hacer dehesas para arrendarlas a los ganaderos y, finalmente, imponer o bien una derrama sobre los pecheros o una sisa sobre la carne y, en ocasiones, sobre otros productos.

En 1522 ya se vieron muy mal para pagar el servicio ordinario, una vez sofocadas las Comunidades, y se decidió para completar el pago (más de la mitad que les faltaba) imponer la sisa de la carne. Esto fue frecuente en toda la década, a veces incorporándole la sisa del tocino, aceite, harina y pescados. Pero la carne se llevaba la peor parte. Tan débiles estaban las arcas requenenses a finales de 1529 que acordaron poner sisa a todo lo que oliera a carne: a las carnicerías, tocino, vaca, buey, etc. Y en 1530 y 1531 se siguieron imponiendo sisas de la carne para pagar las deudas del servicio real.

Imagínense ustedes el esfuerzo que suponía al consumidor de la época pagar estos impuestos tan injustos. ¿Injustos? Sí. Porque no pagaban todos. Atiendan: en 1538 el Concejo de Requena estaba metido en un sinfín de pleitos (“sociedad litigante”), algunos vitales para la comunidad como unos determinados derechos que poseían los locales sobre el paso por la aduana del pan y los ganados o las muchas querellas entabladas con la recién segregada Mira (1537). Así pues, el Ayuntamiento acuerda que como eran en “defensa de las libertades de la Villa” pagasen no sólo los exhaustos pecheros habituales, sino también los caballeros, hidalgos, frailes y clérigos. ¿Qué has dicho? ¿Pagar los privilegiados, los exentos? Los primeros en poner el grito en el cielo fueron nuestros religiosos que amenazaron con un pleito y que en menos de un mes consiguieron que se les diera carne sin pagar la sisa. Un mes después son los caballeros de la nómina y los hidalgos los que se sienten agraviados y protestan de que no se respetaba sus libertades y exenciones. Así que el corregidor les eximió nuevamente de pagar la sisa de la carne, ante la protesta del Ayuntamiento que decidió enviar al escribano a la Corte para pedir una provisión real que obligara a pagar a todos los vecinos. Por cierto, en 1538 la sisa de la carne se extendió sobre Camporrobles y todas las ventas del término. Como ejemplo, en 1541, de los 48.085 maravedíes que se debían de pagar, 21.000 fue con la sisa de la carne.

Con Felipe II no cambió el asunto y aún empeoró tras la catástrofe de la Armada ¿Invencible? y los conflictos mantenidos con Inglaterra, los Países Bajos y Francia. Víctor Manuel Galán (que en el apellido lleva el calificativo) nos recuerda que entre 1590 y 1596 Felipe II impuso el servicio de los “millones”, así llamados porque se trataba de recaudar ¡ocho millones de ducados! a los compungidos castellanos. Remedio: la imposición de una sisa de seis maravedíes por arrelde de carne despachado en las carnicerías y cuatro maravedíes por arroba de vino.

Y las guerras siguieron con Felipe III, Felipe IV; y con las guerras los “millones” o impuestos indirectos sobre los productos de consumo y también las protestas de los curas cuando se las intentaban cobrar. Por ejemplo, en 1647 la movilización de los seis soldados requenenses se pudo costear por el arbitrio de dos maravedíes sobre la libra de carnero. Por estas razones, un 24 de abril de 1726 se amotinaron los requenenses ante la movilización de soldados y recargos sobre la carne.

Pero no sólo las imposiciones sobre las carnes se consumían en esfuerzos bélicos. Las reparaciones de infraestructura que era una de las competencias municipales se sufragaba en ocasiones recurriendo a las carnes (que magras debían estar). Los 3.000 maravedíes del reparo del puente requenense de Santa Cruz o de las Ollerías en 1590 debían de recaudarse de las sisas de las carnes al igual que pasó en 1746 con la composición de la carretera a Madrid.

El referido y estudioso Víctor Manuel Galán señala como era práctica que algunos vecinos para evitar las sisas consumían la carne fuera de la Villa y que, además, los religiosos consiguieron del papa la autorización para disponer de una carnicería propia, aunque finalmente se avinieron a razones y acudieron a la carnicería municipal allá por 1691.

Y no sólo infraestructura y guerras se financiaban con la carne, sino que hasta la enigmática Fiesta del Rey Pájaro que se seguía realizando en el siglo XVI en Requena se costeaba gracias al pago de la borra y asadura de los ganados forasteros que herbajaban por el término. Iniesta y Mira pleitearon contra Requena alegando lo injusto de pagar un tributo para costear una fiesta que ellos percibían como grosera y anacrónica (los iniestenses y mireños no eran conscientes de lo que quedaba por venir y ver).

Todo podía ser motivo para imponer una contribución extraordinaria sobre la carne como por ejemplo cuando en 1832 se decidió que de esta forma se pagaran los uniformes de los voluntarios realistas absolutistas fernandinos. Otras veces fueron las calamidades públicas y epidemias como la del cólera de 1854 cuando de los 20.000 reales que se necesitaban más del 25% se consiguieron con recargos sobre la carne, incluida la de porcino, lo que agravaba la ya delicada situación de las clases populares.

Si la sisa fue impopular, aún más fueron los terribles consumos que cargaron los liberales en el siglo XIX sobre carnes, tocino, jabón, aguardiente, vino, aceite, harina… y así hasta cuarenta y dos productos de consumo diferentes. Pero eso ya se los conté en la píldora “¡Abajo los consumos!” donde ya vimos como algún recaudador de impuestos se las vio peor que aquel que se tragó las “tiebles”.

Por último, recordemos que el Ayuntamiento también ingresaba de la subasta del arbitrio de la conducción de carnes con el simpático “carrito de la carne” que aún hay quien se acuerda de él y que se lo traigo a colación en una fotografía.

Recordar las obligaciones fiscales pagadas y por pagar sé que no es lo más divertido que se puede hacer un domingo por la tarde cuando esto se escribe, pero desquítense acudiendo a la Muestra del Embutido, manden a freír espárragos (por algún día) a la Organización Mundial de la Salud e impónganse entre pecho y espalda un buen embutido comarcano generosamente regado con vino de la tierra. Yo sí lo pienso hacer. Salud.

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