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LA BITÁCORA DE BRAUDEL.

Las identidades se mueven, se transforman. Podríamos decir quizás que se enriquecen. Poseen ingredientes del pasado que se van mixtificando con otros incorporados en tiempos diferentes. Es imposible congelar la identidad. Por su misma naturaleza, la identidad es cambiante. Lo saben bien muchos catalanes, de aquí su presión a favor del independentismo. La fuerza de la globalización, la inmigración y la energía de la cultura española es de tal calibre que años de inmersión política (la inmersión lingüística es una política, pero sobre todo persigue fines políticos evidentes) no han desterrado el castellano de las calles y casas, y menos de las librerías y las teles.

Nosotros, yo mismo no soy el mismo ser (rata de dos patas, como diría la magnífica Paquita la del barrio) de hace años. El tiempo modela seres y naturaleza. No hay duda. La identidad también se modela mediante la actuación de diferentes grupos de factores: físicos, culturales, políticos, personales.

Siempre sentí una indudable atracción por el paisaje de mi tierra. De pequeño anduve, cavé, transité en bicicleta cada palmo. Me interné en barrancos, subí cerros y construí casutas con el grupo de gamberros. Esto es lo que se denomina asumir el paisaje, integrarlo en tus bases mentales, en tu conciencia cotidiana. No puedo evitar sentir el paisaje de las viñas, salpicados de cerros que aún conservan algo de pino y matorral, como mi medio ambiente. La ciudad no ha acabado por seducirme. Mi nivel de integración urbano es poco menos que superficial y pocas de las ofertas del medio urbano me resultan atractivas; si quitamos la disposición de grandes bibliotecas, librerías y poco más. Nunca sentí a Utiel y a Requena como ciudades. Sé que esto puede herir a más de uno, pero requiere una cierta explicación. En las aldeas se hablaban del pueblo. Era la palabra “pueblo” la que se empleaba para referirse a estas dos ciudades de la Meseta. “Vamos al pueblo”. “Los sábados y los miércoles al pueblo”. Eran expresiones habituales. Se iba al pueblo a comprar, y los días de mercado era los más apropiados. De pequeño sentía fuerte interés por ir al pueblo. Generalmente era Utiel, ciudad en la que comprábamos casi todo; para empezar, la ropa que vestíamos. Aprovecho la ocasión para decir que tantos años de idas y venidas a Utiel como Requena han significado la ausencia de cualquier preferencia por alguna de las dos; son la misma cosa, pero separadas por una docena de kilómetros.

Los marcos culturales son indudablemente importantes en la caracterización de la identidad. Los catalanes lo saben bien, estando como están hoy fragmentados en al menos dos realidades: la propiamente española, que se caracteriza por la supremacía lingüística del español, la literatura en lengua española, y la catalana; hay que reflexionar sobre esto, porque quizás buena parte de los problemas de la estructura de la España actual procedan de su carácter mestizo y no sólo por el mestizaje presente en Cataluña. Mi sangre también es mestiza, impura. Lo veo cada vez que me hago un análisis. Tranquilos, es sólo una ironía. Quiero decir que mis sentimientos culturales no son necesariamente exclusivamente castellanos. Cierto, son genuinamente españoles, y esto por lo que les voy a decir. Por obligación y devoción sigo con interés las investigaciones de los historiadores catalanes; leo sus obras, aunque en muchos de ellos late un sentimiento abiertamente antiespañol, pero trato de arrinconarlo y quedarme con lo mejor de una investigación que para mí tiene mucho de modélica en múltiples aspectos que ahora no vienen al caso. Una de estas obras es la de Genís Barnosell sobre Cambó y la monarquía de Alfonso XIII. Reconozco que esta lectura se sale un poco de mi interés cronológico principal, pero corresponde a exigencias de docencia. Aunque no entienda como un historiador de la talla de Genís pueda llegar a identificar los prejuicios de Alfonso XIII con los de España, como si el todo fuera fácilmente reducible a una sustancia básica y elemental; no dejo de reconocer que se trata de un trabajo espléndido. Sin embargo he conocido compañeros profesores que se han negado a leer determinadas obras porque estaban escritas en español, en una actitud cazurra y poco inteligente, pero desgraciadamente más frecuente de lo que muchos piensan. Va y resulta que la gente de la Meseta, rural, de pueblo, desconocedores de los parabienes de la civilización urbana e industrial es más abierta, dispuesta a aprender que los provenientes del mundo urbano. Cosas de los humanos. Existen más idiotas en el mundo docente de lo que aparenta.

Aunque la defensa de una enseñanza de la historia libre de prejuicios y ajustada a la verdad me ha conllevado ciertos rechazos e insultos, llegó a importarme poco que me llamaran fascista cuando defendí la eliminación en un Instituto que no mencionaré de un panfleto sectario de editorial Bromera sobre la Guerra de Sucesión. Todos mis esfuerzos por comprender y que comprendieran los chavales un conflicto tan complejo se fueron a la mierda cuando el nacionalista unineuronal colgó dicho papelón. A veces las causas están perdidas y pronto me percaté de que a muchos les interesaban los logaritmos, las valencias químicas y la historieta, pero poco, bastante poco el que sus alumnos pensaran sobre las realidades y la verdad de los documentos. Estas cosas también forjan una identidad, por lo menos la que se sostiene sobre la comprensión de la historia sobre base documental y con cierta prevención hacia los esquemas heredados. Naturalmente esto produce también una cierta distancia hacia los fenómenos políticos y las ideologías, cierta desconfianza hacia algunos principios ideológicos que hasta ahora estaban en pleno auge.

Basta por hoy.
En Los Ruices a 4 de marzo de 2014.

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