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LA BITÁCORA DE BRAUDEL / Por JCPG.

¿Hasta qué punto la herencia, el pasado, es respetable? ¿Qué valor posee la tradición? Este es el capítulo III del libro séptimo correspondiente a la obra de Víctor Hugo Los miserables. Este enorme libro es un pozo de reflexiones, de filosofía de la vida misma. Como los grandes libros, no pasa de moda. Lo estoy leyendo pausadamente, porque se ha publicado la edición completa, con más de 1800 páginas y sin los cortes de la censura. ¿Censura? La que sufrió está obra políticamente incorrecta (dirían hoy los finos) en el mismo siglo XIX, cuando la alumbró Hugo. Un amigo manchego, admirador de la gran literatura francesa, me la ha prestado.

Como siempre, el cine ha extendido la fama de Jean Valjant, el héroe de Víctor Hugo, y su perseguidor, el inspector Javert. Como una especie de panorama quijotesco, cualquier página es susceptible de un comentario amplio o escueto, pero en todo caso de una reflexión que es un pensar sobre la vida y lo que a los seres humanos nos sucede cada día. Da igual que el ambiente se el XIX francés; podría ser hoy mismo.

Este capítulo, breve, pero conectado con el anterior y el posterior en la temática, se adentra en la cuestión de la religión. ¿Son los principios religiosos un complejo de pensamiento y creencias válidos para el mundo moderno? Esta es, en el fondo, la cuestión que domina las páginas del capítulo. Si merecen las tradiciones sobrevivir al tiempo y a las generaciones, es un debate de todos los tiempos. Pero especialmente del tiempo del dominio de la razón. El progreso, al menos tal como lo entendemos desde la Ilustración para acá, ha convulsionado no sólo los sistemas de la vida, sino las mismas creencias.

¿Quién puede garantizar que las manifestaciones externas de la fe son realmente la expresión de una fuerte fe interna? Ahí están las procesiones de Semana Santa como expresión máxima. Incluso las procesiones de una advocación religiosa, por ejemplo en las aldeas, no se libran de la razonable duda acerca de en qué grado significan una exteriorización de la fe o una explicitación de los lazos existentes en una comunidad. Claro que lo mismo puede suceder con las ideologías políticas. Algunas parecen querer sustituir la fe religiosa de siempre por una fe en las ideas. Sucede con los totalitarismo; también con el nacionalismo. Los totalitarismos tenían su componente nacionalista. Algunos nacionalismo han busca la construcción de un sistema totalitario. Se dice que ciertos nacionalismos han sustituido los vacíos dejados por la fe religiosa arrumbada por el avance científico y la tecnología ultramoderna.

Hugo critica el monacato y lo hace con planteamientos puramente dieciochescos: produce despoblación; anquilosa las iniciativas; en una palabra: empobrece a las naciones. Como comarca, nuestra matriz cristiana difícilmente puede ser cuestionada. Harina de otro costal es llegar a convertirla en el pilar de nuestras esencias de cara al siglo XXI, inmersos como estamos en una sociedad compleja, plural; en fin, elíjase el adjetivo que se quiera para reflejar la multiplicidad de sentimientos, gentes y pensamientos que conforman nuestra sociedad.

El problema del pasado es que está siendo demasiado maleable, demasiado fácil de modificar para satisfacer unos u otros designios. Hay un desmesurado interés por instrumentalizar el pasado con fines políticos. Nadie puede discutir que el 23 de abril de 1521 los comuneros fueron derrotados por las tropas reales de Carlos I en Villalar. Sólo el hallazgo de nuevos documentos permitiría modificar una fecha. Pero nada más. Ahora bien: lo que está sujeto a posible moldeo e incluso tergiversación palmaria es el significado de la sublevación de los comuneros. Otro caso; Napoleón III, que reinó en Francia entre 1852 y 1871, por ejemplo, acabamos de conocer que no tiene parentesco sanguíneo con su insigne predecesor, el emperador Napoleón, para quien trabajó como general el padre del autor de Los miserables. Sabíamos que carecía de su perspicacia, su talento político y su genio matemático; pero tampoco tuvo suerte en las cosas de la política.

El pasado es problemático porque nunca se presenta como un bloque perfectamente definido. Ni los partidarios de la república pueden presentar el pasado republicano como una Arcadia feliz, ni los monárquicos pueden negar las maldades de ciertos reyes. Cuando las sociedades asumen un pasado neto, desprovisto de sus inherentes condiciones de pluralidad, es porque han sido bien domesticadas. Ocurrió con el franquismo y durante décadas con la restauración. Ocurre con algunos historiadores. También resulta absurdo definir la historia española bajop principios católicos, al existir como existieron planteamientos culturales y sociales bastante más diversos.
Nuevamente, hay que volver sobre Víctor Hugo. Cuán peligrosos son los individuos que creen tener la verdad absoluta y están dispuestos a imponerla. Cuando se trata de políticos, dan verdadero miedo. Ni un ápice de duda, totalmente seguros de sus ideas. Son gente incapaz de perdonar, desprovistos de la más mínima capacidad de misericordia. Su concepto de las cosas es tan claro que carecen de la capacidad para respetar al resto.

Imponer las ideas. Imponer. Palabras demasiado serias. Desconfío de las gentes que creen poseer la verdad, que no dudan de sí mismas. Dice Hugo:
“Dios comunica a los hombres sus voluntades visibles en los acontecimientos; es un texto oscuro escrito en una lengua misteriosa. Los hombres los convierten en el acto en traducciones; traducciones apresuradas, incorrectas, plagadas de faltas, de lagunas y de contrasentidos. Muy pocas mentes comprenden la lengua divina. Las más sagaces, las más serenas, las más hondas la van descifrando despacio y, cuando se presentan con su texto, la tarea lleva mucho concluida; hay ya veinte traducciones en la plaza pública. De cada traducción nace un partido; y de cada contrasentido, una facción; y todos los partidos tienen la convicción de que el suyo es el único texto verdadero; y todas las facciones se creen en posesión de la luz.

Con frecuencia, el propio poder es una facción” (página 1065).
Lectura. Víctor Hugo, Los miserables, traducción de María Teresa Gallego Urrutia, Madrid, Alianza editorial, 2013. 1838 páginas.

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