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LA BITÁCORA DE BRAUDEL /JCPG

En la situación actual de nuestro país, pocos elementos invitan al optimismo. Todo parece estar a punto de estallar; a veces me asalta la sensación de vivir sobre una olla a presión cuyo vapor no tiene escapatoria y parece dispuesto a hacer estallar todo el recipiente en un momento u otro.

Tanta corrupción y tanta inacción de la política ante el fenómeno están engendran una desconfianza tan vasta hacia lo político que parece extenderse el principio de primero yo, y después yo también. Algunos piensan que esto es un proceso pasajero; las golondrinas se fueron en septiembre y volverán de nuevo al alborear la primavera. Yo no estoy tan seguro de que esto vaya a ser así.

Sobre todo porque hay un consolidado principio de desconfianza en el progreso. Sobre este asunto se ha escrito tanto que casi es ocioso volver sobre estos lares. Pero es interesante, porque aunque sabemos de lo inexorable del progreso, desconfiamos como nunca de él. Evidentemente dentro de 20 años el trabajo de las viñas tendrá muy poco que ver con nuestra manera de trabajarla actualmente. Pero una cosa es la seguridad y modernidad, junto a la comodidad, que supone la tecnología, que es la cara más evidente del progreso, y harina de otro costal es la confianza en que en el futuro, nuestra sociedad estará mejor situada cara al futuro.

En realidad, el desprecio hacia lo político es una cuestión aparente de la crisis del mundo democrático. Probablemente existe más implicación política de los ciudadanos en la política que nunca. Especialmente porque hay una gran desconfianza hacia lo político. El ciudadano contemporáneo se conforma cada vez menos con otorgar periódicamente su confianza en el momento de votar. Ahora pone a prueba a sus gobernantes. Esta actitud se ha transformado en una característica esencial de la vida democrática actual. Para ello, ejerce antes que nada una acción de vigilancia. El hombre moderno sabe que el espacio común se construye día a día y que debe estar atento al riesgo de corrupción del proceso democrático. Bien lo sabemos en España.

La segunda función de la desconfianza es la actitud crítica: el ciudadano analiza la distancia que separa la acción de las instituciones del ideal comunitario. Esa crítica impide que la sociedad se duerma sobre una idea de la democracia sólo concebida como el menor de los males. El ideal de la ciudadanía debe ser, en efecto, organizar el bien común. Así como los viejos comuneros castellanos de 1520 se levantaron bajo la bandera del bien común, el bien común es y debe ser el objetivo de la acción política.

El buen ciudadano está siempre vigilante, y desconfía. Benjamín Constant, el pensador franco-suizo (1767-1830) padre del denominado “liberalismo doctrinario”, afirmaba que “toda buena Constitución debe ser un acto de desconfianza”. Constant estaba pensando en el monarca absoluto; da igual, traslademos su argumento al político de turno actual.

La sociedad ha abierto el abanico de acciones políticas: manifestaciones, ONG, asociaciones, partidos nuevos, firma de peticiones, manifiestos. Los nuevos movimientos sociales no buscan tener adherentes (aunque tengan algunos). Son instituciones que lanzan alertas, que plantean cuestiones importantes, que construyen la atención pública como una cualidad democrática. Lo único que puede controlar a esos movimientos es el pluralismo. Es decir, si uno de ellos quisiera apropiarse de una cuestión precisa, por ejemplo de la exclusión social, otros aparecerían para disputarle el monopolio de la representación o de su defensa.

El problema es que la diferencia entre estos movimientos y el populismo es muy frágil. En una situación de quiebra social como la actual es fácil que cualquier movimiento tenga ribetes de nihilismo. El ciudadano debe comprender que, más allá de las formas individuales de desconfianza que todos conocemos, es posible lograr formas de confrontación y de construcción coherentes. La prensa y los medios en general tienen su papel en ese esfuerzo: el de lograr que los procesos sean inteligibles. Y, sobre todo, es urgente que los políticos respondan a esa expectativa, en vez de focalizarse en la construcción de sus imágenes o, incluso, de sus programas.

¿Qué sentido tiene aparecer en la tele leyendo un simple papel? ¿Esto es lo único que puede dar de sí la clase política española? Si así es, los ciudadanos deben estar en pie para vigilar y defender el interés común. La conversación de café que destripa verbal y figuradamente al último corrupto es un desahogo, pero no produce nada productivo.

En Los Ruices, a 12 de noviembre de 2014.

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