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Requena, 26 enero 2017/LA BITÁCORA/ JCPG

“Teniendo a Dios delante de mis ojos…” Con tal solemnidad empieza un documento impresionante. Una sentencia de muerte. Fue dictada en 1540 y sigue impresionando a pesar del paso de los siglos. La verdad es que a lo largo de la historia hemos conocido muchas formas de aplicar la pena de muerte: desde las más terribles y vengativas a las que tratan de dulcificar el hecho mismo de la extinción de la vida a la fuerza mediante sustancias de distinto tipo.

Siempre he pensado en la enorme incongruencia y el carácter simplemente absurdo de contemplar los asuntos históricos bajo los prismas de nuestro mundo de hoy. De este tipo de perspectivas derivan muchísimas distorsiones e interpretaciones fuera de lugar. El proceso, el acontecimiento histórico alcanza la plenitud de su significado en un contexto determinado, en una atmósfera concreta. Sólo así es posible comprender realmente la historia, enfocándola en la perspectiva de su entorno coetáneo.

Los modos de hacer cumplir una sentencia de muerte han sido siempre muy diferentes. Y el ser humano ha ido refinando esta pena constantemente.


 Ahogamiento de los anabaptistas Heini Reimann y Jakob Falk, el 5 de septiembre de 1528, por sentencia de las autoridades de Zúrich. Tomado de Wikipedia.
El Juicio de Nüremberg llevó al patíbulo a un grupo de jerifaltes nazis. Puede que no tantos como merecían la pena capital. El caso del verdugo Pierre Point, verdugo inglés, llevado expresamente por Gran Bretaña para realizar los ahorcamientos de los nazis, es famoso por la escrupulosidad de sus trabajos y la enorme capacidad de comprensión hacia la situación de cada ser humano a la hora de afrontar la pena capital. Existe al respecto una película interesante.

En nuestra historia, existen sobradas imágenes sobrecogedoras al respecto. Goya, profundamente impactado por lo que su propia sociedad era capaz de producir nos dejó terribles imágenes al respecto, como El Agarrotado, un grabado tremendo que nos pone ante la muerte por garrote vil. Con su lengua fuera y su estremecedora soledad en el cadalso, el hombre recién muerto nos deja con la emoción en la garganta.
 
Queda claro que a Goya no le agrava este tipo de muerte. No sé si estaba en contra o a favor de esta pena; igual ni siquiera hay que planteárselo porque en su tiempo esta cuestión simplemente ni se planteaba como una encrujida. Pero cuando uno se topa con una sentencia de muerte, entre los papeles de archivo le asaltan dos emociones diferentes. De una parte, la de conocer cómo se mataba entonces, para contrastarlo con nuestro tiempo y con sociedad de la época. Pero también hay un sentimiento de compasión, aunque el condenado fuera culpable a su vez de una crimen.

El culpable, que asesinó en la calle Somera y salió pitando por la Puerta de Alcalá, fue condenado a morir colgado en la picota, pero antes debía ser paseado por la villa, en un recorrido que era el acostumbrado, como dicen los papeles, atado de pies  y manos en un serón. El serón poseía aquí una potente carga simbólica. Objeto rural y campesino, venía a simbolizar patentemente cómo un mundo rural hacía justicia con aquellos que violaban sus leyes. En 1540, sin embargo, ya no era la justicia local la que actuaba, sino la justicia de la Corona; algo verdaderamente significativo en el proceso que lleva a afirmarse a la autoridad estatal.

El reo pudo tener suerte. Tenía la raya cerca. Pasó a mejor vida en el Reino de Valencia, donde ya tenía ciertos intereses previos.

En Los Ruices, a 19 enero de 2017.

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