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LA BITÁCORA /JCPG
Requena (14/12/17)
En junio de 1985, si no he hecho mal las cuentas, terminé mi estancia en el internado de EGB. Sí, fui uno de aquellos chicos que pasaron por el sistema educativo de Villar Palasí. Después de comprar un colaget, un helado que entonces hacía furor entre muchos de nosotros (hay que decir que la inflación de helados y lindezas es algo que llegaría mucho más tarde la mano de los supermercados, lo que aumentaba considerablemente nuestra ansia), pude oir a alguno de mis profesores (llamarle maestro sería un desdoro mayúsculo para nuestra profesión) algunas palabras de desdén hacia mí, ahora convertido en un mozalbete que, por fin, para orgullo de mi familia, saltaba al instituto.

Cierto. Ahí consumíamos recreos y otros tiempos.
Eran palabras mayores. ¡Ir al instituto! Nadie en la familia había descrito esta trayectoria. Desde antaño, los hijos de los campesinos de mi familia, siempre atentos a no morir de hambre y miseria, no tuvieron más meta que la supervivencia en el campo. Por fin, uno de ellos conseguía lanzarse a los estudios medios. ¡Si el viejo Conra, Rufino, Maranchón y las abuelas levantaran la cabeza! Me despedí del que supuestamente era maestro y traspuse a casa seguro de que dejaba atrás todo un universo: el de mi pasado en la Escuela Hogar. El pasado en ocasiones regresa.
Uno nunca sabe qué es lo que puede esperarle tras una esquina. La inmensa selva urbana, en la que el más pintado puede perderse y aparecer en otros mundos, me llevó el domingo pasado a rememorar un tiempo pretérito, casi olvidado. Un domingo productivo y simpático; una amiga a punto de volar a Italia y yo esperando en la puerta del aeropuerto. Mientras contemplo el panorama de gentes que van y vienen, taxis por aquí y por allá, mientras veo a lo lejos el instituto en el que unos cuantos chavales soportan mis clases, una cara se cruza en mi visión.

El patio del Colegio Serrano Clavero, en otro tiempo Colegio Cirilo Cánovas. A la izquierda está la antigua Escuela Hogar. El piso superior era para los chicos mayores; abajo estaban las chicas. Muchos recuerdos ahí contenidos. Por ejemplo, juegos, peleas, y la visita del rey Juan Carlos, que contemplé subido a la verja. Más tarde saldríamos para ver aquello helicópteros blancos que despegaron desde el Lucio.
Me resultaba absolutamente familiar. Pensé y pensé, mas no conseguí asociarlo a nada. La intriga se mantuvo durante horas. Hasta que, por la noche, en el programa de Évole se habló de pedofilia. Entonces caí en la cuenta. Pero no precisamente porque hubiera tenido noticia de un caso de esta naturaleza, sino porque el programa en cuestión tuvo como protagonista a un internado. Era un seminario, lugar que a todas luces está adquiriendo tintes cada vez más siniestros. Un internado. Por uno pasé yo, y muchos chavales y chavalas como yo. La cara familiar del aeropuerto era uno de estos chicos del internado: uno de Chera o Sot, porque ya, absolutamente seguro, no estoy.

En el programa de Évole, las confesiones de este alumno de seminario fueron desgarradoras, pero esclarecedoras sobre la pedofilia, la actitud de muchos curas y el inaceptable silencio cómplice de la Iglesia.
Fueron tiempos de autoritarismo dócilmente indiscutido. Las autoridades educativas del régimen prescribieron qué poblaciones irían al internado. A mí, como a los de Los Ruices, me tocó. Allí nos juntamos una muestra variopinta del ruralismo de los años 1970. Desde los que procedíamos de medios más o menos avanzados y conectados al mundo, hasta otros muchos que apenas conocían algo de lo que les rodeaba, sobre todo porque algunos no tenían ni electricidad en sus casas. Un mundo complejo, diverso, conectado por una educación que pretendía ser global.
Me impactó, creo que como a todos, ver el programa de Évole. Es importante dedicar a estos programas el tiempo de que se dispone: al menos uno percibe el despliegue, siempre impresionante y aplastante, de la maldad. La maldad ejercida sobre inocentes. En la Escuela Hogar, que es el internado en el que estuve en Requena, yo no conocí nada de esto; quiero pensar que jamás se dió un caso de esta naturaleza; no es la misma relación la que existe en un seminario, aunque no dejaba de ser un internado con  chavales que no pasaban de los 14 años.
Así que me sentí cercano al hombre que, de espaldas la cámara de Jordi Évole, expuso, mediante un estremecedor relato, con pelos y señales, el día a día de unos abusos increíblemente tapados por la Iglesia. ¡Está tardando la Iglesia en entonar el mea culpa! Es escandaloso que tras las sotanas se cobijen los más brutales depredadores sexuales. Flaco favor a la fe y a las creencias religiosas de muchos está haciendo una Iglesia empeñada en proteger a criminales de esta ralea. Pero la Iglesia carece, al parecer, de reflejos, aunque esto no ha evitado su supervivencia durante 2000 años.
Me puedo declarar afortunado de no haber vivido una situación de abuso tan brutal. También creo que he sido afortunado de no haber conocido ninguna a mi alrededor, protagonizada por otras personas. De esto no había en la Escuela Hogar de Requena.

En el libro, la estupidez humana se trasmuta a instantes en la estupidez de los historiadores, por ejemplo cuando relaciona el plomo de las tuberías de agua potable romanas con la decadencia del Imperio: el envenenamiento causó su esterilidad y su estreñimiento; consecuencia: el no poder hacer caca ni procrear engendró la quiebra imperial. Ver el capítulo “El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad media”.
El rostro familiar en las puertas del aeropuerto y el programa de Évole me han llevado a recuperar de mi biblioteca un libro de hace algunos años que trata de dar un tono semi-científico al estudio de la estupidez, la maldad y la bondad humanas. Es de un viejo historiador de la economía, Carlo M. Cipolla, un italiano de buena cabeza que hizo sus pinitos también en las universidades anglosajonas. Allegro, ma non tropo es un libro al que se le puede sacar mucha sustancia y también abundantes carcajadas. Aunque sólo fuera por este esquema y el capítulo en el que se inscribe. Pero, desde luego, vale la pena no perderse los comentarios sobre el envenenamiento de los romanos, algo que más de un historiador y arqueólogo debería leer con atención. Quizás así ciertos desaguisados se evitarían. En cualquier caso he vuelto sobre él porque hace reflexiones curiosísimas sobre la estupidez tanto como sobre el ejercicio del mal. Especialmente porque viniendo de un reputado historiador de la economía, formado en los tiempo en que los historiadores lo cuantificaban todo, hasta las emociones, que ya es decir, siempre me ha resultado un libro especial y muy divertido.

Carlo Cipolla quiso sintetizar el comportamiento humano en un gráfico. Serán cosas de la profesión: un historiador económico está acostumbrado a manifestar parte de sus relatos en gráficos de tipo económico y social. Hay que resaltar que el gráfico y los comentarios que lo acompañan tienen elevadas dosis de buen humor, o lo que es lo mismo, de inteligencia. Puede verse el gráfico en su libro Allegro ma non tropo, aunque yo lo he tomado de wikipedia. https://es.wikipedia.org/wiki/Carlo_Maria_Cipolla.
Saltar la verja es lo que queríamos. Añorábamos nuestra casa y nuestra familia. Hasta que no llegaba el viernes por la tarde no podíamos volver. La noche del domingo era siempre tremenda. No diría que traumática, pero sí triste. Apenas dormía, sabedor de que temprano tendría que levantarme para coger el autobús o irme con mi padre a Requena. Una semana más sin estar con los míos. Era duro. Para nadie fue sencillo aquello.

El bloque II del libro de Cipolla, al que vemos en esta imagen, trata sobre “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. No es cosa de consignarlas todas aquí; conformémonos con la primera: “Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo”.
No contemos, por supuesto, los paquetes de carne de membrillo entre el pan que nos ponían para merendar, tampoco el foie gras, que yo aprendía a aborrecer. Pequeñas cosas de los internados educativos. Lo del membrillo tiene tela. Supongo que era el paquete de carne de membrillo de Jaén, de la zona del Genil. ¡Poner el paquete entenero en medio del pan! ¡Cómo echaba de menos entonces aquellas rebanadas de pan de sopanvino que me tenía preparada mi abuela o mi madre en aquellas tardes ruicenses!

El maldito membrillo con pan. Nunca más lo he probado así. La foto no hace justicia al sillar de membrillo que colocaban entre el pan en la Escuela Hogar. La merienda se daba en la puerta que daba al patio y, cuando este manjar protagonizaba las tardes, bien recuerdo que ni me acercaba. Fuente: http://yofuiaegb.com/lo-que-merendabamos-en-los-70-y-80-lo-has-vuelto-a-probar/

Nunca hubo comparación posible. Esta merienda siempre la asociaré a mi casa, al hogar, a mi abuela, a mi madre, al bienestar. El mebrillo y el foie gras tienen ingratos recuerdos para mí. Desde entonces, no los puedo soportar.
La verdad es que en los años de escuela hogar, de sopanvino y membrillo apenas conocía el mundo. No conocía ni la existencia de Cipolla, y en particular de este libro extraordinario que es Allegro, ma non tropo. Quedaba mucho por conocer. La seguridad familiar, el calor, también familiar, del entorno aldeano, protector, iniciático, estaba siendo superado día a día. Aunque he de decir que, en una ocasión, con algo de perras en el bolsillo salté la verja. Buscaba la libertad, una libertad temporal, porque al final del día había que volver a cenar.. El gran objetivo era, nada menos, que conocer por mí mismo Requena, que, en aquella época, era para mí una urbe ignota, poco comprensible y casi selvática por la cantidad de peligros que había oído contar de ella…

En Los Ruices, a 12 de diciembre de 2017.

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