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LA BITÁCORA DE BRAUDEL./ JCPG

Al pasear, al salir al supermercado, observamos en nuestra tierra un cambio social que está ante nosotros como cualquier fenómeno cotidiano, familiar. Estamos habituados a tener cerca a los inmigrantes, sean norteafricanos, chinos, sudamericanos, o de cualesquiera otras partes del mundo. Muchos son ya ciudadanos con plenos derechos.

No tengo ni idea de cuántos musulmanes o cuántos judíos pueblan nuestra tierra. La lógica de las cosas lleva a pensar que serán más los primeros que los segundos. En todo caso serán pocos los que no sientan una cierta afinidad hacia lo que está sucediendo en el Próximo Oriente.

Ahogáronse las desmedidas esperanzas de un Occidente mediático que lanza las campanas al vuelo con proclamas y titulares tan amplificados como los del estallido de la primavera árabe. Con lo de la primavera sucedió que los medios occidentales colocaron el titular sobre unas revueltas a las que, como reflejando sus propias ansias de cambio y transformación, les dieron más vuelo del que realmente alcanzaron. Los medios ocasionalmente transmiten realidades modificadas parcialmente, incluso sin pretender buscar este efecto.

Y es que buena parte de la responsabilidad de estas transformaciones pequeñas de las realidades recae, en cierto modo, sobre un hecho que es bastante claro desde 1800: Occidente cree poseer la auténtica verdad. La verdad en este caso es el modelo social y político de las libertades al estilo europeo y americano, acompañado por su modelo de funcionamiento económico. Un descomunal deseo de que la democracia aniquile las tendencias autoritarias y los integrismos y permita una confluencia israelo-palestina en el territorio democrático. Un sueño muy grande, quizás demasiado.

La cosa sería posible sólo en el caso de que se dieran cita muchos factores. No tengo ánimo para agotar el tema en estos renglones. Me centraré simplemente en el lado israelita.

Es conocido que el pueblo judío, bajo su misma religión, se adjudica el favor divino que proporciona ser el pueblo elegido. La Torah, texto base del judaísmo, entre otros aspectos, tiene una trascendencia de gran calibre al desbordar el terreno de lo propiamente religioso. Así, incluso para los judíos secularizados y agnósticos, la relación con la Torah es difícil de cortar siquiera porque permite sustentar las pretensiones de Israel a ocupar la tierra sobre la que se asienta su estado. En otras palabras, si el solar del pueblo judío es el actual Israel es porque esta ya fue la promesa entregada por Dios a Abraham. Un designio divino ancestral, por tanto.

Aquí está precisamente la matriz del nacionalismo hebreo, israelita, capaz de aplastar a los palestinos, de defender los derechos de los judíos y no los derechos de los ciudadanos que viven en el mismo Israel. Los mitos nacionales, que galopan de nuevo en muchos lugares, son en Israel el pan cotidiano. Aunque es cierto que una nueva generación de historiadores, periodistas, ingenieros y escritores ya no tiene en su lenguaje intelectual los términos habituales del tradicional nacionalismo hebreo (“el pueblo judío”, “la tierra ancestral”, “Eretz Israel”, “la diáspora”, “la tierra de salvación”, etc), el mundo político israelita sigue hegemonizado por unos principios profundamente nacionalistas.

Este nacionalismo llega al extremo de negar la igualdad de derechos a los grupos que habitan Israel y no son de religión judía. En tiempos de paz, la democracia israelita, con todas sus imperfecciones, funciona razonablemente bien. En tiempos de guerra, el nacionalismo provoca un reagrupamiento en posiciones tradicionales de confrontación.

Así que, durante años se han apoyado dictaduras en los países musulmanes con el semioculto objetivo de guardar las fuentes de la prosperidad del primer mundo: los hidrocarburos. Se ha protegido a Israel presentándolo entre la opinión occidental como un Estado plenamente democrático. Cuando cayó Mubarak en Egipto, se agitó por la prensa occidental la bandera de la democracia; es hora también de proclamar que Israel no será una democracia completa hasta que no defienda los intereses de sus habitantes, en lugar de defender los intereses únicamente de los que son judíos.

Israel ha invadido Gaza con sus carros y el Tsahal se está empleando a fondo sobre los terroristas de Hamás. Pero los llamados efectos colaterales son insostenibles: niños muertos, inocentes caídos en una sangría sin fin. Incluso Estados Unidos, tradicional protector del Estado judío, parece estar ausente del área. Tampoco estaría de más que, llegados a nuestra España, le preguntásemos a esa mayoría que reprocha tantas cosas a Israel, por qué no hace lo mismo con los Hamás, que está lanzando cohetes constantemente sobre Israel. Israel pretende destruir Palestina; esto es evidente. Pero ¿es que pretende otra cosa Hamás con sus cohetes?

Un sefaradita puede hoy sentirse protegido por diferentes estados. Para empezar, puede solicitar la nacionalidad española; pero también se sentirá israelita, sentirá que ese es su país. Y, sin embargo, un musulmán que viva en Tel Aviv no se sentirá israelita.

Musulmanes y judíos. Un enfrentamiento con demasiados años a sus espaldas. Sefaraditas. En el futuro, ¿los moriscos también alcanzarán la ciudadanía española? Esto me parece más difícil. La sociedad española es plural y compleja, pero los viejos prejuicios ante el Islam siguen vigentes; y desde luego, el fundamentalismo violento no ayuda a transformar los viejos esquemas mentales. En todo caso, el Islam está en nuestras puertas, como no puede ser de otra manera en un país democrático.

En Los Ruices, a 14 de julio de 2014.

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