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La Bitácora /JCPG

Perderse en la rambla, para autoafirmarse. Las sinuosidades del curso de agua intermitente (cada vez más intermitente en las últimas décadas) es una metáfora de las vida humana. Hacer curvas, porque la vida estrictamente derecha es un ideal casi imposible de alcanzar. El problema de las sinuosidades es que las murallas autoconstruidas pueden ser arrolladas por una riada. Jorge Manuel sabía de riadas.

Se instaló en una vieja casa de la aldea. Estaba algo destartalada, pero no era cosa que le incomodara; pensaba, con frecuencia, que después de todo, había abandonado la ciudad, con todas sus comodidades, con el fin de entrar en una nueva época vital, enraizando en el mundo rural. Como estaba en un pequeño montículo, en uno de los extremos de la aldea, la casa se desplegaba en diferentes niveles, a los que se accedía mediante escalones. Eran escalones realizados con yeso, un material cercano y que antiguamente había proporcionado el pan a algunas familias aldeanas. El tejado conservaba un viejo cañizo y unas vetustas vigas de madera de proporciones nada desdeñables. El hogar era sencillo y poseía una monumental chimenea; monumental por las proporciones, mas absolutamente sencilla. Una casa campesina, en definitiva. Era lo que deseaba.

Esta austeridad le agradaba. Su vida no había sido la de uno de esos pijos urbanos que jamás han tenido problemas económicos. Su familia no era rica, pero sí acomodada. Cuando empezaron a hablar de la nueva normalidad, estaba recordando mientras ponía su mirada sobre las enormes proporciones de la chimenea, nunca pensé que fuera esto. Es asombroso que haya vuelto por aquí, cuando mis padres habían casi olvidado la aldea.

Conforme se internaba en el cauce construido por las aguas, iban desapareciendo las señales de la civilización rural. Se entraba en lo salvaje. Pensaba en qué ideas tenía del mundo natural. En el fondo, era casi una religión, una fe. Al imaginar la naturaleza, pensamos en algo grandioso, duro, dramático y hermoso; en algo que, en el fondo, nos ofrece algún tipo de coherencia en su desmesura y algún tipo de belleza en su crueldad. Jorge Manuel creía volver a casa más sabio, después de haber pisado ese universo. Aunque también estaba convencido de que a la naturaleza le importaba absolutamente nada lo que esos insignificantes seres humanos esperase de ella.

“Esto” era concluir un período de su vida y empezar otro. Se sintió llamado a ello. El toque de campana que le advirtió no procedió de problemas económicos, que menudearon en aquel tiempo, pues la crisis del coronavirus fue brutal y sumió a muchos en la pobreza. En realidad, vio la luz. La luz ha sido siempre redentora, desde Pablo de Tarso, como mínimo. Simplemente el coronavirus lo llevó a la UCI, donde pareció por momentos perder toda esperanza, hasta que después de 70 días… vió la luz.

Su decisión fue drástica: cambio de vida total. Pero no quería pensar en todo eso, por lo menos ahora. Se proponía rehacer su vida, en una vieja aldea, medio despoblada, con pocos habitantes. Para esos habitantes, él era el nieto de Julián, el barbero. Pero nada tenía que ver con su abuelo: no conocía el trabajo de la tierra; nada sabía de ciclos agrarios; sólo conocía su oficio, la edición, y ahora había roto con todo lo que había sido y quería volver a lo que él mismo identificaba como la autenticidad de todo ser humano: la tierra. No era un mal programa de vida, pero era evidente que se iba a topar con múltiples obstáculos.

Para la gente de la aldea, no pasaba de ser uno de tantos advenedizos. Habían contemplado y vivido las tribulaciones de muchos elementos del mundo urbano que se aventuraban, casi de manera novelesca, en las rutinas de la vida rural aldeana. Los habían visto llegar y, a la postre, partir con los primeros hielos, casi aterrados por el frío invernal, como si el invierno no tuviera frío. Así que , para ellos, Jorge Manuel, era otro más. Algunos hasta cruzaron apuestas sobre los meses que el fino nieto de Julián, el barbero, iba a estar viviendo en la aldea. Tres meses, un año. Otros le concedían algo de ventaja y valoraban positivamente su opción por una vida más relajada en la aldea, e incluso fantaseaban con que se iniciara un nuevo renacimiento de su querido pueblo. Ante las calles desoladas, sobre todo en invierno, algunos rememoraban tiempos pasados en que la tierra se había revalorizado. Incluso la crisis del coronavirus estaba sembrando algunas esperanzas.

Jorge Manuel no era como aquel grupo pseudo-hippy que había llegado años atrás a una aldea vecina. No tenía nada que ver con esa cultura, y mucho menos con la rehabilitación que habían realizado del piojo. No se bañaría desnudo en las charcas de la rambla, ni expondría su cuerpo al sol tal como su madre lo trajo al mundo. Todo aquello, años atrás, había provocado situaciones escandalosas en la aldea. Pero fue una flor pasajera: en cuanto aparecieron los hielos invernales y el riguroso frío se enseñoreó de la tierra, aquel grupúsculo tribal desapareció como había llegado.

Lo primero que tuvo que hacer era averiguar dónde estaban las viejas propiedades que le habían llegado desde el abuelo Julián y la abuela Carmen. Tenía los viejos papeles familiares y recuerdos muy borrosos de las visitas a esas tierras con los abuelos. Eran imágenes infantiles alojadas en su cerebro que, ahora, se esforzaba por rescatar del archivo mental. Ni siquiera sabía en qué lugar estaban. Tenía previsto que Vicente, un hombre ya entrado en años, le acompañara para ver esas parcelas. Ya le había advertido que había algunas cosas que no le gustarían y que la mayor parte era tierra de casi imposible cultivo, salvo que se realizara una fuerte inversión económica. Como Jorge Manuel no era un ignorante, se dio cuenta que Vicente trataba de prepararlo, y también sabía que, dado que hacía demasiado años que nadie de su familia había pisado la aldea, ni se había preocupado de las viejas tierras, algunos vecinos quizás se estaban beneficiando de ellas.

Algunos días de verano los dedicó a pisar la tierra, durante largas caminatas que le conducían, desde antes de la salida del sol, hasta el mediodía. Uno de sus lugares predilectos eran los Calabachos. El lugar donde la naturaleza se mostraba con todo su carácter indómito, salvaje. Un lugar donde recargar las pilas de las convicciones y luego afrontar las dificultades.

El abuelo también solía ir por la rambla. Con otros objetivos, claro. Coger piedras para las hormas. Cazar. Pero cuando iba con él siempre le llamaron la atención estas pareces llenas de estratos sinuosos. Un rastro del pasado. Quizás el cerebro humano conserve el pasado de esta forma, en estratos curvilíneos.

Estaba entrando leña, porque empezado septiembre, en esta tierra hay que prepararse para el frío. Había conseguido algo de madera de olivera y algunas cepas para la lumbre. Provenían de los trabajos de limpieza que algunos vecinos habían realizado en sus tierras. Ya le habían advertido que debía conseguir más y, especialmente, cambiar la vieja estufa, casi consumida por los años y el calor producido, por otra más productiva. La palabra productiva le condujo, de improviso, a su pasado urbano.

En su pensamiento, lo productivo había tenido inmediata relación con el vil metal. Ahora, estaba más del lado de quienes trataban de defender un sistema de vida más cercano a lo natural, sin renunciar a los avances científicos o técnicos, pero atento a los disfrutes de la naturaleza, del paisaje, de la tierra. En el fondo, por eso estaba en la aldea. Si se paraba a pensarlo el cambio que estaba protagonizando era de vértigo. Un cambio radical en su vida. Si se ponía en plan filosófico, atribuía a su estirpe una especie de permanente atracción por el límite, por lo fronterizo, como si en el alma de cada una de las generaciones hubiera una pregunta a la que el mundo urbano no podía responder con exactitud. Y, entonces, se ponía a repasar la cantidad de negocios, oficios y otros menesteres desempeñados desde los abuelos hasta él mismo. Casi se sentía un pionero, repleto de sueños que colmar. Vivir de la tierra, aunque fuera con modestia. Este era el sueño. No se tenía por un ecologista, de esos que tan de moda hace años que se pusieron. Después de todo, ¿no puede decirse que la ecología es una especie de piedad, casi religiosa, sobre la naturaleza?

Pero había huido del nihilismo urbano hastiado de tanta superficialidad. Trabajo y casa. Trabajo y terraza, entre gente de alma vacía, sólo preocupada por ganar más dinero, volcada al alcoholismo de fin de semana. Gentes que no habían visto una salida de sol en condiciones. Que ni siquiera sabían cuándo salía y cuándo se ponía. Gentes que aborrecían el invierno porque … porque hacía frío. ¿Pues qué otra cosa se puede esperar del invierno? El mañana era sinónimo de vacaciones playeras, apartamento y consumo de apariencias insulsas, pero resultonas ante un auditorio poco exigente.

Sentirse en los bordes. Estos árboles sí lo sienten. Están a expensas de la rambla, al borde mismo del inicio de su destrucción. Es asombroso, pero las ramblas parecen condensar todo lo que la naturaleza tiene de brutal.

Sabía perfectamente que se estaba enfrentando a sus propios límites. Pero sus convicciones se imponían siempre. Se había intentado preparar para aquellos momentos en que todas las creencias, convicciones y sueños se hundieran, se confrontaran con una realidad tozuda e inmisericorde que los convirtieran en polvo. Conocía perfectamente esos momentos en que, cuando todo se desmorona, parece que uno no tiene un refugio alternativo al que poder acudir; esos instantes de inseguridad en que todos nos descubrimos como seres desorientados, confusos y sometidos a las inclemencias de la intemperie, siempre tan dura y poco amiga de matices.

En relidad, había reflexionado mucho. Ya tenía una edad. No estaba para chiquilladas. Había pensado contra sí mismo, pero siempre se imponía el mismo resultado: retorno a la tierra.

En Los Ruices, a 25 de junio de 2020.

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