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La Bitácora // JCPG

Intento recuperar algo del tiempo perdido. Inclinaciones personales. Voy y vengo. De la realidad que nos atropella a los manjares del paseo. Nada como sentir la tierra bajo los pies. Para una mejor conexión, me he puestos albarcas, de las tradicionales. Espero que la tierra circule dentro de ellas y los entrededos se llenen de sus granos. Es una manera de sentir, una manera de conectar, creo que intensa; además, muy pertinente cuando uno lleva tanto tiempo sin sentirla. Aquí están ausentes las querellas de nuestro tiempo, porque el cardo o la ruca poco entienden de eso; son más de sol, de primavera y de aguas.

Imposible sustraerse a la vibración de las realidades cotidianas. Las trifulcas políticas son tan sonoras y tan poco edificantes que muestran a las claras lo que somos. Las que se montan nuestros padres de la patria son un fiel reflejo de una sociedad que parece vivir a gusto en el guerra-civilismo. Afortunadamente, después te encuentras el anuncio de la fortaleza subsiguiente. Es decir, la milonga de que salimos de ésta, pero fortalecidos. Serán algunos. Quizás algunos mandamases que se han convertido, de resultas de una ley democrática, en seres casi todopoderosos. La verdad es que espero que todo se reconduzca y el futuro no pinte tan negro como se nos está dibujando en el horizonte. Nunca esperamos el futuro; se nos cae encima. Lo soñamos, intentamos diseñarnos uno a nuestra medida. Vanos intentos de ingenuidad humana.

Hugo Simberg, El jardín de la muerte. Simberg, encuadrado generalmente en el simbolismo, no debió de ser la alegría de la huerta, porque tenía predilección por el tema macabro. Me he topado con su obra de casualidad y, con esfuerzo, le he encontrado su gracia. Una obra marcada por los estragos de la tecnología aplicada a fondo en la Primera Guerra Mundial. Cuánta razón tenía Mumford cuando escribió aquello de que en medio de los vagabundeos inquietos del hombre paleolítico, los muertos fueron los primeros en tener una vivienda permanente: una caverna, un montículo marcado por un mojón, una carretilla colectiva. Estos fueron hitos a los que los vivos probablemente regresaron a intervalos, para comunicarse o aplacar a los espíritus ancestrales. La ciudad de los muertos es anterior a la que construyen los vivos. Puede leerse La ciudad en la historia. Pepitas de Calabaza ha recuperado la edición de una trayectoria muy relevante en el siglo XX; publicándola en un solo volumen (1200 páginas), en tanto otras ediciones anteriores fueron en dos tomos.

 

 

 

 

 

 

 

Sociólogo, historiador, filósofo. Una obra que vale la pena repasar, por su densidad, por el pensamiento pletórico de clarividentes ideas.

 

Demasiados casos de rumbos inusitados en la historia de los pueblos. Uno entre tantos. Terminaba el siglo V antes de Cristo, y Atenas, la gran polis democrática de Grecia, había presenciado el paso de las grandes figura de su historia, desde Sócrates, a Platón, al artista Fidias y a los políticos Pericles y Temístocles. Pero se llevaba ya tiempo de guerra civil con Esparta, la otra poderosa polis, en este caso, aristocrática, elitista y guerrera. Las guerras del Peloponeso. Aristófanes estrenaba sus comedias en los teatros atenienses e incluía también fuertes críticas a los políticos del tiempo y a la sociedad que los estaba soportando. Un tiempo tan atribulado que los propios atenienses iban a hacer desembocar en una votación democrática para liquidar, precisamente, la democracia.

Desencanto político. Una enfermedad que hace tiempo me (nos) va minando. Sigo caminando a pesar de ella, y puedo encontrar la felicidad de los instantes. Esas pinadas que se extienden hacia el Norte. Aquí los caminos siguen siendo estrechos, no han sido ampliados en los últimos años. A veces, un reguero producido por las lluvias de este invierno de enclaustramiento, interrumpe el caminar e introduce una cierta incomodidad al andar con albarcas. Aún sobreviven por aquí viñas en vaso; cierto que algunas están ya abandonadas; el tributo al cambio, al paso del tiempo, al sacrificio ante la modernidad. Hormas viejas, pues actuales ya no han de ser, bordean una parte del camino. Han perdido el ripio consolidador, y los dueños se han despreocupado de ellas. Pero siguen ahí en su labor de contención; hasta que el cuerpo aguante. O hasta que las raíces de la olivera que hay sobre ellas acabe por reventarlas. Están esplendorosas las oliveras, y toda la tierra en general, con las aguas de las últimas semanas. Un pulso de viejas. Porque las raíces seguramente lo son tanto como la horma.

El anuncio de la felicidad a la vuelta de la esquina, cocinado por el gobierno, estimula todo lo contrario. Uno tiene que preguntarse si necesitamos algo así. ¿Se puede ser feliz a la fuerza? ¿Puede imponer el gobierno la felicidad? Cuesta digerir la tragedia. Olvidar, pasar página, va a costar tiempo y quizás algo más. Los padres de la patria que diseñaron la nueva España que iba a ser la de la Constitución de Cádiz, en 1812, sí que formularon aquellas bellas palabras que proclamaban como objetivo del gobierno la felicidad de la nación. Hoy, como entonces, sospecho que la felicidad que me quieren vender, quizás sea la de la nación, pero no me entra en el traje que yo me he diseñado. Tiene gracia: la propaganda de nuevo; millones se invertirán en discursos estériles que difunden televisiones, radios y reflejan periódicos, en papel y digitales. Alimentar a la prensa; de paso, incidir en los ciudadanos. No preciso tales anuncios para subir la moral. Más bien me molestan. Lo colectivo se estrella contra el perfil subjetivo del gozo.

La palabra gozo es más rica que felicidad. Será quizás porque ésta, en el tiempo del hedonismo, ha sido desvirtuada de tan manida. Gozo es ancestral, remite a los placeres sencillos, pero sugerentes y plenos. Me retrotrae a la infancia, a los días de bici, Al tiempo en que el tiempo era inmenso y los gozos eran extensos. Felicidad es singular y, en consecuencia, adolece de enorme simplicidad. Quizás por esto es tan difícil de hallar.

La verdad es que pasear entre estas cepas es una experiencia extraordinaria. Es zambullirse en lo fugaz, en lo pasajero, porque en pocos meses habrá pasado este esplendor y las uvas darán lugar a un vino de aspiraciones superlativas. Sentirse frágil; eso es lo que uno acaba por sentir. Pero, aún así, el gozo te sobrepone.

Llego al Carrascalejo. Apenas existe algún testigo del carrascal que fue. Salvo los cerros, a los que vislumbro y pienso subir, todo son viñas. De un verdor alucinante. Con este aire suave que sopla, bien parece el paisaje idóneo para hacer las delicias de un pintor impresionista. Hace falta talento para captar la precisión de los variadisimos colores que la retina puede percibir. Viñas impresionantes. El agua ha hecho su papel de manera inmejorable. Admirar aquello ante lo que no podemos ser indiferentes. Hay hierba por todas parte, tan verde como las cepas, pues aún ha de sufrir bajo los inclementes rayos del sol del verano.

Miedo. La gran fuerza revolucionaria del mundo contemporáneo es el miedo. Agitándolo, todo un país recluido, cabizbajo, sumiso. Hay miedo a vivir en la intemperie. Existe un pasaje de Tucídides que registra una de las consecuencias sociales de la plaga vivida en la guerra del Peloponeso:

“Ni el miedo a los dioses ni el respeto de las leyes humanas contenía a ningún hombre, y no se hacía caso ni de la piedad ni de la impiedad, a partir de que se veía morir indistintamente a todo el mundo. Además nadie creía que viviría suficiente tiempo como para tener que rendir cuentas de las faltas cometidas. Lo que más les importaba a todos, era esa enorme calamidad ya presente y amenazadora en contra de ellos, así que pensaban que antes de sucumbir a ella, lo mejor era tratar de obtener dela vida los gozos que aún fuesen posibles”. (La guerra del Peloponeso, LIII). Atenas, asolada por la plaga. Ha desaparecido la ley. Predominan los instintos más elementales. El miedo de hoy trabaja junto a la ley.

Esa nueva normalidad puede parecerse a lo que pintó Seurat en Tarde de domingo en la Grand Jatte. Pintó fantasmas, gentes estatuarias y pletóricas de frialdad. Separadas entre sí, no hay comunicación. Varios años para pintar la sociedad del aislamiento. Lo hizo con técnica puntillista, de modo que el punto fuera definiendo figuras. Esa rigurosa matemática obró el resultado: despersonalización y sonambulismo. ¿Se parecerán las playas y las piscinas de este verano a los vaticinios pictóricos de Seurat?

Subo a la cumbre del cerro. Presumo que han sido los cazadores los que han marcado con sus andares una senda por la que puedo subir con cierta comodidad. Arriba, una planicie casi absoluta. Matojos, pinos, montones de piedras de no sé qué. La visión: hasta la Casilla Caracol, hasta el Barranco de las Zorras y hasta la Casa Sancho. Vale la pena llegar hasta aquí: percibir los límites de la vista, las fronteras naturales. Incluso descubrir ciertos elementos imposibles de advertir a ras de suelo, como el testigo de antiguos trabajos realizados antaño y ahora medio sepultados por la frenética actividad de la máquina. Es lo dibujado con nuestra arrogancia maquinicista.

Algunas viñas están llenas de sierpes. Envejecimiento puro. Viñas viejas. Vinos buenos. Aún no están así de grandes las viñas del Carrascalejo, pero están acercándose. Son cepas fiadas a la tierra, pero no a su cultivador, que no ha encontrado tiempo para librada de la sierpe que le chupa la sangre. La viva imagen de la desconfianza, y al mismo tiempo de la resignación.

Desconfianza y resignación. Es lo que veo. Además de miedo. Todos pensamos que el que no es digno de confianza es el otro, al que adjudicamos el sambenito de contagiador. Por supuesto, nosotros no creemos que seamos capaces de contagiar a nadie. Si vemos a un amigo, confiamos en que no nos transmitirá el mal; las cosas cambian con el desconocido: extremamos las precauciones.

Nos pasa lo mismo con la política. No confiamos (debo decir que no confío, en singular) en los que nos dirigen. Actitud natural, después de lo que hemos vivido. De poco sirven las enrevesadas explicaciones que nos dan. Por otra parte, esta clase política tanto se dedica a tocar la lira que a incendiar la polis. La desconfianza generalizada en los políticos es una enfermedad social y también es el caldo de cultivo que puede propiciar el ascenso de los dictadorzuelos populistas. Me temo que es lo natural, lo que podemos esperar en estos tiempos. Son el producto de nuestras generaciones de hoy. Hay que compadecerse de las naciones que se creen mejor que su clase política.

Acostumbrarse a la nueva normalidad. Eufemismos nuevamente. No creo que podamos acostumbrarnos a una situación como ésta, al menos a corto plazo. En realidad, tenemos que habituarnos a vivir en plena incertidumbre, apenas con unas cuantas seguridades. Nuestros gobernantes llegaron con la idea de cambiar el mundo y ahora tienen que atender las urgencias de la vida y de la muerte. Llevar la vida a través de los raíles que hemos diseñado para ella puede ser un objetivo abortado. De momento, la felicidad no viene de un eslogan del poder, sino simplemente de un paseo en medio de la naturaleza. Ir y venir.

En Los Ruices, a 28 de mayo de 2020.

 

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