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PVH-5/9/2020

Aquí estamos, ya en setiembre y retomando la nueva normalidad que nos regaló la pandemia justo antes del verano, en aquel año del coronavirus (este año) que asoló España entre marzo y junio (entre marzo y …) y que sorprendentemente parece quedar muy lejos, cuando en realidad hace apenas cinco meses que nos obligaron a permanecer en casa durante dos largos meses para no contagiarnos y saturar la atención sanitaria, aquella considerada un baluarte, la niña bonita, el estandarte y la envidia de todas las sanidades públicas, y que resultó herida de muerte a las mínimas de cambio.

Las vacaciones y el buen tiempo lo han relajado todo y parece ser que era necesario anteponer el riesgo a la prevención, como si no hubiera pasado nada. Vacaciones, por cierto, que nos han hecho extrañar aquellos tiempos en los que las familias eran familias y pasaban juntas los días de asueto, más allá de caprichos personales y grandes viajes, disfrutando en compañía de los seres cercanos (las burbujas), en playas y pueblos de España, a precios más asequibles, sin retenciones en las carreteras, sin atascos en las ciudades y sin colas en el supermercado. Qué maravilla. Vamos, que te preguntas si no debería haber sido siempre así, sin tanto turista de por medio, y en qué momento nos robaron la cartera.

Pero a lo que vamos. Lo que hemos recuperado es, salvando algunas diferencias, la libertad que teníamos justo antes de que, por obra del Espíritu Santo (o de algún laboratorio secreto, vaya usted a saber …), apareciese en nuestras vidas el virus para llevarse al 0’1 por ciento de la población española (cincuenta mil) que, como nosotros, vivían felices, después de ayudar a crear la sociedad del bienestar que les protegería (pensaban …) de cualquier mal venidero.

Me explico. Sin entrar en lo que ha hecho o no ha hecho (hace o no hace) quien manda para prevenir esta crisis sanitaria, lo cierto es que, para enjaular al sicópata asesino, se creó un protocolo con una serie de normas a seguir, muy convenientes, con las que protegerse y proteger a los demás del bicho (mascarillas, guantes, gel, distancia, prudencia). Pero por desgracia, lo que no parece haber es un protocolo de concienciación, una actitud más allá de las normas, un pensamiento que debería ser inoculado a la ciudadanía por aquellos que tienen en sus manos los medios y la autoridad prestada para hacerlo. Los responsables de los ciudadanos deberían responsabilizarse de esta cuestión en vez de responsabilizar a los ciudadanos.

Sigo explicándome. Son las ocho de la mañana y salgo por la puerta de casa. Entro en el ascensor y pienso en ese pequeño espacio compartido por más de sesenta personas de mi finca tantas veces al día y me recorre un escalofrío. Al salir a la calle miro a derecha (barra de bar a la calle) y la izquierda (terraza de bar con mesas y sillas altas). La acera es de un metro y pico de anchura y en ambas direcciones se amontonan personas sin mascarilla tomando café, hablando y fumando, por lo que decido cruzar y andar hasta el coche por la calzada. De camino al trabajo, observo coches llenos de personas con una actitud relajada, desprovistos de mascarillas e incluso fumando y otro escalofrío me recorre el espinazo. Me abruma tanta socialización en estos tiempos de pandemia. Recuerdo las imágenes en la tele de personas colapsando playas, paseos, estaciones, el metro y de fiestas de jóvenes y botellones y se entremezclan con las de los cadáveres en morgues y los rostros de desesperación en hospitales y residencias que llevo manejando en la redacción desde hace meses y que me resulta casi imposible olvidar y todo estalla. Es cuando caigo en la cuenta (otra vez) de que no hay conciencia social. Sí que se tiene un mínimo de atención al protocolo para evitar que te miren mal o que no te claven una multa. Pero nada que no sea una justificación.

Y es que es más fácil obedecer que pensar, lo sé. Pero ponerse una mascarilla, como permanecer en casa en cuarentena, es una actitud responsable y no tiene la finalidad de que no nos sancionen. Entender algo tan sencillo como esto debería ser tan obligatorio como hacerlo. Conocer el objeto de un acto es lo que podría resolver, en buena parte, las consecuencias del enorme problema que tenemos encima y que, por desgracia, se nos avecina otra vez. Distinguir. Un puente al conocimiento. Un discernimiento entre lo que está bien y lo que está mal hecho. Como dijo D. Camilo José Cela: “No es lo mismo estar dormido que estar durmiendo, de la misma manera que no es lo mismo estar jodido que estar jodiendo”.

 

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