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LA BITÁCORA // JCPG

Mi abuelo, mi tío y la gente “de antes” calzaban albarcas. Yo mismo las he llevado para ir a trabajar en las viñas. Hay una diferencia entre ellos y yo; no se trata sólo de pertenecer a diferentes generaciones, con las mochilas añadidas de las diferentes mentalidades; se trata de que ellos calzaban la albarca incluso en los momentos de fiesta, cuando se vestían con sus mejores galas. Así aparecen en aquellas añejas fotos en blanco y negro, orgullosamente vestidos con su traje y las albarcas. Tan orgullosos están trajeados y con sus albarcas.

Huellas que son algo más que viejas fotos. Son recuerdos y afectos, cariños perdidos en el tiempo, carantoñas flotando en algún momento de la historia. Los cambio acaecidos hasta hoy han sido vertiginosos, incluso diríase que han sido transformaciones que nos dan cierto mareo. Hemos llegado a un punto en que el cambio es, casi, el único móvil de la sociedad.

Trabajos y días. Esfuerzo cotidiano. Mucho esfuerzo. Animales y hombres a una. Pocas cosas habían cambiado en siglos. En el fondo, ¿había profundas diferencias con los campesinos del antiguo Egipto?

Los cambios de hoy en día asustarían a nuestros antepasados. Estaban acostumbrados a un cierto inmovilismo; el tiempo pasaba lentamente y la vida no cambiaba sustancialmente de una generación a otra.

Los antiguos arrendatarios, llegados a la aldea de la mano del conde, procedentes de la Casa de la Sima o de otros lugares, seguían trabajando la tierra como sus padres. El macho, los aperos de labranza y la azada seguían siendo los mismos. Para ser justos, algo cambió hacia los años veinte y treinta del siglo pasado: los grandes propietarios comenzaron a vender sus tierras en pequeños lotes. Era la oportunidad de los arrendatarios: el viejo sueño del acceso a la propiedad. No existe campesino-agricultor que no tenga este sueño. Realizar ese viejo sueño ha sido un gran factor de desarrollo agrario. Aquí como en la China.

Un libro extraordinario. Una invitación a reflexionar sobre lo que somos y sobre el futuro. ¿Un historiador metido a adivino?

Cuando leo a Harari, percibo cómo estamos en el epicentro de las transformaciones. Harari es un medievalista, uno de esos historiadores volcados en la Edad Media; para afinar un poco más, habría que definirlo como un historiador de la guerra medieval. Aunque un historiador, por mucho que se especialice, sigue siendo un historiador del todo, lo cierto es que Harari logró un nombre en este gremio a través de sus estudios sobre la guerra medieval.

La lógica nos conduce al interrogante: ¿qué camino conduce del estudio del mundo de la violencia medieval al del cambio global? Harari ha despuntado en el mundo cultural del hoy a través de varios libros, convertidos en grandes éxitos de ventas.

No es frecuente que un historiador israelita salga del estrecho marco del mundo intelectual hebreo para alcanzar ambiciones globales. Conocemos obras señeras de historiadores de Israel, pero generalmente se refieren a asuntos, temas, épocas y tribulaciones de los judíos a lo largo de la historia. Incluso de los judíos españoles.

Harari, sin embargo, ha traspasado la barrera y se ha proyectado como un agudo analista de la evolución de la sociedad humana e incluso un fino escrutador de las repercusiones inmediatas y hasta futuras del mundo tecnológico que estamos diseñando. Se le ha tachado de ser un verdadero provocador.

Provocar. Provocar con el análisis de la evolución del ser humano. Provocar con vaticinios. No cabe duda que el cambio evolutivo de las sociedades humanas es impresionante. Asunto de otro tipo es llegar a comportarse como un adivino. La afirmación que más polvareda y preocupación produce es su afirmación de que, pronto, muchos de nosotros seremos prescindibles, nos convertiremos en inútiles. Entendiendo la inutilidad como el hecho de que nuestro trabajo será desempeñado por máquinas. La máquina, señora del mundo.

No me cabe duda que esto sucederá. No sé cuando. Hacia esto vamos evolucionando. No sé qué perfiles poseerá ese futuro; tengo dudas de que sea positivo; pero desde el mundo rural comprendemos muy bien que el cambio tiene lugar de forma rápida. A cualquiera de nuestros agricultores de hace unos cuarenta años le extrañaría la vendimiadora y los sistemas de rigeo, por no hablar de los grandes tractores que entran en las viñas donde antiguamente sólo lo hacían los mulos y los hombres.

¿Estamos por ello mejor preparados para entender el cambio? Si no es así, al menos estamos dispuestos a asumirlo, sobre todo por su inevitabilidad. En otro tiempo, el mundo rural era casi sinónimo de quietud y cambios sumamente lentos. Ahora las cosas son bien diferentes.

El mundo rural también fue un ámbito en el que la religiosidad y la religión estaban más fuertemente arraigados. El siglo XXI está arrinconando el mundo de las creencias religiosas. Por ejemplo, Harari no se siente atraído por el estudio de la religión. ¿Quizás porque la nueva religión es la ciencia, madre del cambio permanente?

El cambio por el cambio, sin más, no es deseable. El cambio para obtener mejoras, sí es una alternativa. El problema es cuando el cambio insufla oxígeno al cambio y se entra en una espiral de transformaciones complejas. Lo estamos viviendo en nuestra tierra. El emparrado se combina con un grado mayor de mecanización. El inmediato correlato es la creación de grandes propiedades. La tendencia al acaparamiento de la tierra en pocas manos es eso: una tendencia. ¿Adónde llegará? ¿Se reproducirá la situación de 1900, en que unas cuantas familias ostentaban la propiedad de la comarca entera? Por efecto de este proceso, ¿nos convertiremos en servidores de las máquinas? ¿Se llegará, a través del algoritmo a lo que Harari llama dictadura cibernética?

El robot ya sabemos que sustituye al ser humano. Y con más eficiencia y menos costes, como es natural. El futuro es imposible de adivinar. Las huellas de las albarcas siguen ahí, aunque muchos parajes de esta tierra algo de irreconocible para generaciones pasadas. De momento, las cosas están regidas por la dictadura viscosa e hiperconectada del corto plazo, y esto implica política de bajo vuelo, reyerta permanente por la absurda identidad, y reinado de unos mercados en permanente transformación.

Aquellos hombre de albarca; aquellas mujeres de sayas hasta las pantorrillas; son auténticos seres mitológicos, figuras homéricas que están en el principio de lo que somos. Desgraciadamente carecen de un Hesíodo que cante sus trabajos y sus días. Un mundo perdido que la vorágine tecnológica sepulta en el pasado.

En Los Ruices, a 2 de octubre de 2019.

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