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LA HISTORIA EN PÍLDORAS/ Ignacio Latorre Zacarés
Hace casi un año les amenacé con escribir otra “píldora” sobre las costumbres y sucesos de semanas santas pasadas. Hablamos en las anteriores píldoras de los antiguos flagelantes, empalados y disciplinantes que procesionaban en Requena; de ese enigmático acto denominado el “parapeto humano” que tanto me recuerda a las turbas conquenses; el barullo que se formaba la noche de tinieblas; el acto del “Desenclavamiento del Señor” que se prohibió por las transgresiones que provocaba o los célebres “judas”. Todo ello y alguna cosa más aparecía en http://requena.revistalocal.es/de-empalados-y-tinieblas-i/ y http://requena.revistalocal.es/de-empalados-y-tinieblas-ii/. Cerraremos el círculo con la “píldora” prometida ahora que ya tenemos ahí la intensa Semana Santa requenense.

Quizás lo que más impresione en las procesiones es el silencio, circunspección y recogimiento de los cofrades y nazarenos que desfilan parsimoniosos con sus hábitos y capirotes. Frente al ruido habitual de nuestras poblaciones, los desfiles procesionales suponen un paréntesis donde todo el mundo participa de la quietud de la atmósfera y mutismo de los cofrades y donde se admira la impresión estética que producen las tallas artísticas de los pasos. Pero… ¿Siempre los nazarenos han cubierto su faz con esos capirotes que tan honda impresión causan? ¿Qué luminarias se utilizaban antiguamente? Vamos a por ello.

La Semana Santa no puede escapar al cambio de los tiempos. En la actualidad, como consecuencia de la secularización de la vida, la esfera religiosa e íntima está separada de la política, pero esto tampoco fue siempre así. Desde el s. XVI es constatable el intervencionismo del antiguo Concejo de Requena en la Cuaresma y Semana Santa. Era el propio Concejo o Ayuntamiento quien se encargaba de buscar y pagar 3.000 maravedíes al predicador de la Cuaresma; elección no exenta de protestas por parte del clero local cuando algunas veces recaía en frailes del Monasterio de Tejeda o de Valencia en vez de en los sacerdotes requenenses.

Esta injerencia de lo político en el ámbito religioso o viceversa podía llegar a sus máximas consecuencias, como así paso en el convulso s. XIX. En 1824, en plena restauración absolutista de Fernando VII, una vez finiquitado el trienio liberal (1820-1823), retornó con renovadas energías la doctrina política del “trono y el altar”, una herencia del pensamiento tradicionalista y anti-ilustrado gestado entre 1790 y 1808 que otra vez tomaba auge. Su base era la defensa de la monarquía absoluta de origen divino y la sumisión incondicional a ella de toda la sociedad. Suponía la defensa del orden político feudal basado en el privilegio y la religión desde su lado más integrista. Evidentemente, su objetivo en 1824 era acabar con toda la labor reformista de la Constitución de Cádiz.

En la Requena de la época también se reflejó esta tensión política que estuvo muy presente en la Semana Santa de 1824. Ya en la época de Cuaresma, los curas se quejaron de forma vehemente de las representaciones teatrales que se estaban realizando en el Teatro de Comedias. Se acogieron a decretos prohibitorios expedidos por los emperadores romanos Teodosio y Valentiniano (“ná menos”) para impedir estas “profanas diversiones” durante la época de Cuaresma que eran causa de escándalo para las personas “juiciosas y timoratas”.

En este contexto, los sacerdotes requenenses lanzaron un órdago vía carta al Ayuntamiento advirtiendo: Si los penitentes procesionaban con las caras cubiertas y con capirotes en la cabeza, los curas no sacarían las cruces de las parroquias, lo que, obviamente, impediría la procesión. Llegaron a decir: “El que se cubran los rostros para hacer dereconocidas las personas es dar margen a desórdenes, irreverencias, improperios y otros escándalos…” y expusieron al Ayuntamiento “una justa oposición a que salgan los penitentes tapadas las caras y cubiertas sus cabezas con los capuces que además de formar una visión ridícula, sirve de máscara que oculta la persona hasta hacerla desconocida”. El motivo aludido por el clero local era que el gran clima de exaltación entre liberales y conservadores podía provocar: “que hombres enmascarados entren en las Iglesias, se mezclen con la multitud, paseen las calles y plazas donde prevalidos de la confusión les será fácil cometer cuantos atentados les dicte una depravada intención”.

Capirotes sí, capirotes no. Estos capuces parecen tener su origen en la cubrición de caras que se realizaba a los reos de la Inquisición como tipo de humillación y penitencia. Una cuestión que ha tenido sus vaivenes en la Semana Santa requenense. La Cofradía de la Vera en 1634 ordenaba que los hermanos que asistiesen a las procesiones con hacha (vela) llevaran el rostro cubierto, a excepción de los oficiales, so pena de quitarles el hacha y expulsarles de la procesión.

El mismo día de la carta de los curas, 13 de abril de 1824, se reunió el Ayuntamiento con su corregidor, Martínez y Delgado, al frente. El propio corregidor dijo que hasta el momento las procesiones se realizaban con los penitentes vestidos con capuces que les tapaban caras y cabezas sin haber habido oposición del clero y solicitó el parecer de cada miembro del Ayuntamiento sobre prohibir los capirotes. Casi todos los regidores opinaron que los sacerdotes exageraban y el clima no estaba tan dividido, ni exaltadas las pasiones, excepto Pedro Zanón que citó pasadas alteraciones de órdenes públicos y el síndico Monsalve quien manifestó sólo reconocer a Dios y al Rey (¿y el pueblo Sr. Monsalve?). El corregidor invalidó la opinión de Pedro Zanón por estar conducida por la pasión y por ser hermano de uno de los sacerdotes demandantes (había truco pues). Finalmente, se decidió que se concediera audiencia a los curas para resolver de la forma más pertinente posible.

Al día siguiente, 14 de abril, los sacerdotes continuaron en su desacuerdo y pidieron una estricta observancia de la ley. Acto seguido, el Ayuntamiento respondió al órdago de los sacerdotes con otro mayor: manifestó que dado que el arcipreste creía amenazada la tranquilidad pública, acordaba suspender las procesiones de Jueves y Viernes Santo por las calles públicas (¡!). Se conminó a realizar dentro de las Iglesias los oficios y demás actos religiosos y ordenó que se cerraran las iglesias al toque de oración para que el pueblo no anduviera por las calles de noche a las estaciones.

Ante esta tensa situación, al día siguiente terciaron media docena de requenenses que junto al Ayuntamiento se comprometieron a velar porque no hubieran desórdenes, con lo cual se llegó a un pacto Iglesia-Ayuntamiento y se realizaron las procesiones en las calles públicas según las formalidades acostumbradas, es decir, con capirotes, que es como se venía haciendo según palabras del propio corregidor. ¿Fue Requena una isla? No. Algo muy parecido pasó en Sevilla en ese mismo año en que se prohibió la salida de nazarenos.

Pero la cuestión de los capuces retornó en 1876, cuando el alcalde requenense de la época, otra interferencia de lo político en lo religioso, prohibió que los penitentes llevaran la cara cubierta seguramente para evitar que alguien aprovechara la situación para causar disturbios, dado que se tenía aún un recuerdo muy reciente de las guerras carlistas. En la actualidad, los capirotes, tras la restauración de 1944, están en plena vigencia en nuestra Semana Santa. Con capirotes o sin ellos, la Semana Santa ha proseguido.

El alcalde de 1876 también prohibió taxativamente las hachas de pez negra. Son numerosos los testimonios de la utilización de hachas (velas de cera grandes y gruesas) por los cofrades o “hermanos de luz”. Pero estas hachas estaban perfectamente reguladas en las Constituciones Reformadas de la Vera Cruz de 1849 que establecían que las luminarias debían ser de cera pura de abeja; encarnadas las de la Vera Cruz y de la Corporación Municipal; de cera blanca las de la Hermandad de San Antonio Abad de San Nicolás. Había que evitar el sebo y la pez negra debido a su mal olor y llamarada, considerándose una irreverencia para las imágenes la utilización de este tipo de materiales que a su vez eran insalubres.

Y con los capirotes y las hachas cerramos el círculo y ya no les importuno otra Semana Santa (o quizás no sea así).

Comparte: De Empalados y Capirotes (III)