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LA BITÁCORA//JCPG

¿Cuál es la relación entre el burro y el potaje blanco? Absolutamente ninguna. Aunque bien podría decirse que el animal y el plato de nuestra gastronomía están unidos mediante la pertenencia a un mundo rural arcaico. El burro fue la gran bestia de carga de la Antigüedad, en particular en el Egipto faraónico. En los años ochenta era una reliquia de otro tiempo, y algunos mayores lo tenían porque les facilitaba el transporte diario.

Estas tardes de los inicios de la primavera igual nos sorprenden con un sol radiante y esplendoroso, un sol deseado después del largo invierno, que nos ofrecen la bendición con un aguacero capaz de calar hasta los huesos del más bravo. Con un poco de suerte el feo nubarrón que asoma a la derecha de La Ceja, será empujado por los vientos al hilo del río, el Cabriel, y desplazado a otros lugares. El problema llega cuando al viento Solano le da por soplar con fuerza y decisión, penetrando en los cuerpos y helando hasta las entrañas.

En los mientras tantos, es posible disfrutar de la larga y amplia extensión de viñas que la vista puede divisar. Entre la Casa de Cuadra y el Perrenchín, entre la mencionada Ceja y la Casa Sancho. Un paisaje en la antesala de su inmediato esplendor. Cuando se acerquen los calores estivales, el fulgor de los pámpanos, el verdor intenso se extenderá por doquier, para extender un manto de color que ansía un pintor capaz de estar a la altura de la Naturaleza. Pero no sé si será capaz de captar entonces los saltos del saltamontes de sarmiento a sarmiento, de captar el tejer de la araña en las mañanas frescas, de embriagarse con el aire limpio de un medio natural sobre el que el hombre ha escrito sus mejores páginas.

Tierra de campesinos y ganaderos. La historia de la agricultura tiene a los pequeños agricultores y jornaleros como elementos puramente míticos. Se les ha atribuido genuinas virtudes de independencia, austeridad, laboriosidad. Gentes acostumbradas exclusivamente a depender de sí mismos; acostumbradas a esperar poco de los poderes. Renan, imbuido de ese espíritu nacionalista que atraviesa todo el siglo XIX, pensó que eran los campesinos de Normandía los que condensaban las grandes virtudes humanas y, por supuesto, las grandes virtudes de Francia.

Campesinos hechos a la privación, a vivir con poco e incluso con casi nada. La cosecha del año pasado era la vida del año siguiente. Los pequeños campesinos han soportado a los poderes que se han establecido. A veces se han revuelto, como en aquella Fuenteovejuna de 1476, entregada por Enrique IV a la orden de Calatrava. Seguramente es una de las más famosas porque inspiró la obra de Lope de Vega.

En esta tierra campesina, existe un plato singular en esta tierra, un plato propio de esta Santa Semana, aunque nuestra reclusión obligada nos impida procesionar. Al parecer, este plato es de estirpe albaceteña, mancheguista. Mi abuela y mi madre siempre lo han atribuido a la cocina practicada por mi bisabuela Estebana, natural de Casas de Ves, una tierra casi en el epicentro del arcaico Estado de Jorquera, un sector de territorio que se enclavó durante siglos en el marquesado de Villena. Es curioso, pero una faceta del universo cultural de nuestras tierras es esa conexión energética, fluida, recia y constante con el área manchega, saltando el Cabriel. Es un lazo que no debemos perder nunca, pese a los esfuerzos que la construcción de determinados corrales autonómicos buscan. Relaciones a través de la gastronomía. No es el único vector relacionista, pero los otros los dejamos para otras ocasiones.

No tengo dudas que Jorquera no sería tal ni contendría ni una pizca de belleza, si no tuviera al Cabriel como el que la abraza. Una estrechisima relación histórica entre La Manchuela y la Meseta de Requena y Utiel ha sido la prevalente hasta hoy. Gentes, costumbres, hábitos, culturas se han mezclado constantemente.

Una parte significativa de las familias aldeanas tenían su origen en las tierras del otro lado del Cabriel. Hablaremos de algunos de ellos.

Iba subido en su burro. Y si no era así, porque ya era un hombre mayor y no siempre se iba a las viñas, veíamos el burro solazarse en El Pinar, sobre la verde hierba de algunos rincones. Es que el tío Miguel ya tenía muchos años, pero no había perdido el gusto por la belleza del cuerpo femenino, pues no se perdía ninguno de los espectáculos que, para las fiestas, el pueblo se permitía anualmente. Durante unos años, estos espectáculos, que tal vez podríamos enmarcar en aquello que un día se denominó varietés, tenían lugar en el bar dela cooperativa. Era un lugar amplio y adecuado. Cuando se realizó la ampliación de la propia bodega de la cooperativa, se realizaron algunos años allí. Y allí era donde el tío Miguel se encaminaba, antes que , para situarse en primera fila. El tío Miguel y su burro eran reliquias de un mundo que estaba a punto de extinguirse, si es que no lo había hecho ya y se había olvidado de los dos. A aquel anciano al que se le encendían los ojos como a un jovenzuelo cuando veía las piernas de las actrices, el mundo le había pasado ya mientras seguía apegado a sus ancestrales costumbres. El anciano tío Miguel murió un día como otros y también su burro. No hubo un Ginés de Pasamonte que le robara el animal, como sí que hizo este personaje con el burro de Sancho, el de Don Quijote.

Isidro, un mozo viejo de la aldea, al que todos llamaban Sidro, era harina de otro costal. Tempranamente viudo, trabajaba sus cuatro palmos de tierra con el macho. Era un hombre tacaño y huraño, dos palabras que comparten muchas letras pero que tienen un significado diferente. Se decía que penetrar en su casa, dotada como tantas otras de un amplio corral, era casi hazaña de bandolero. Los amigos de lo novelesco afirmaban que tenía presta la escopeta para responder a cualquier ataque de desconocidos que desearan saltar la barda del corral. La soledad, las miserias de la postguerra –ese fenómeno tan largo y cruel que, por el contrario a lo que pareciere, no terminó en los años 1960- y, tal vez, cierta inclinación personal, lo convirtieron en un ser extraño. Y lo era, como mínimo, para un chaval como yo, al que le atraía el tono misterioso que despedía un viejo aislado, enemistado con su familia y apenas amigable con unos pocos. Uno de esos pocos era mi abuelo. Sidro, que no tenía teléfono en casa, venía, hay que reconocer que muy pocas veces, a mi casa a llamar; es lo que tenía el tener la central. No puedo recordar a quién llamaba, pero en contadas ocasiones veía entrar en casa aquel cuerpo seco y estirado.

Después, llevado por la casquera se entretenía casi encima de la estufa con mi abuelo. Físicamente poco los diferenciaba. Eran altos y enjutos. Allí junto a la estufa, el resplandor de los tarugos ardiendo les iluminaba las caras, casi de color ceniza, como la que llevan los santos de El Greco, esos que pintó en su Toledo del alma como para significar su paulatino ascender a los cielos. El gris de mi abuelo siempre he pensado que provenía de su empecinamiento en el fumar; con aquellos Sombras que iban y venían, y un nieto, o sea yo mismo, que iba y venía al bar, a comprarle el tabaco. Mi abuelo parecía haber asimilado el humo del tabaco y retenido bajo la piel.

Este hombre hambriento, con dos chiquillos a su resguardo, a su sombra, es la viva imagen de la España de postguerra. Cuando vi por primera vez esta fotografía, hace ya muchos años, siempre he entrado cierto estremecimiento en mi interior. Algo de esa cara, de esa flaqueza tenían tanto Sidro como mi abuelo. Dos pequeños campesinos modestísimos que compartieron un pasado en la guerra y en la terrible postguerra.

Lo de Sidro era la propia naturaleza. Su rostro enflaquecido no era el fruto de una inclinación ascética, como esa tendencia de los personajes del pintor cretense afincado en Toledo; era su naturaleza y, según se decía, su roñoso temperamento. Los rumores sobre él eran numerosos: se le atribuían orzas llenas de aceite, perniles curados; todo ello en el terrao, convenientemente a resguardo de intrusos. Allí estaban los dos, flacos y gastados por los años. Mi abuelo, como era costumbre en él, apenas comería; Sidro, en cambio, parecía, por momento, hambriento como el que acaba de salir de un tiempo de grandes privaciones. Pasado el tiempo, parecían dos viejas reliquias de una época en la que las tempestades y los vientos los habían agitado constantemente, sometiéndolos a mil penurias, manteniéndolos en una precaria situación. Eran cuerpos acostumbrados a las inseguridades.

El caso es que Sidro se apuntó al banquete. El plato, una reliquia albaceteña: el potaje blanco. Un hilo recio conecta esta tierra con la querida Manchuela vecina; y uno de esos hilos es este potaje blanco. Blanco y sencillo. Blanco, pero no precisamente ligero, sino recio y calórico, como los manjares antiguos, elaborados para gentes esforzadas y hechas al trabajo duro. El plato en cuestión es una suculenta cazuela de patata, huevos cocidos y bajocas blancas; con el imprescindible bacalao. El ajo se elabora separadamente y se añade al final. El ajo remata la reciedumbre de los ingredientes de un plato de titanes. Es un plato que no puede entenderse más que en estos paisajes de la Meseta, donde los seres humanos han sido esculpidos por el clima, la tierra y sus aguas. Duros años de trabajo en laderas, de talar montes, de criar cepas donde antes había cereales y carrascas. El paisaje como hechura misma de la existencia. El potaje blanco como la expresión de unos seres recios, debilitados por la edad, pero ligados a un proceso de construcción del paisaje que se perdía en multitud de anécdotas, esfuerzos, desvelos y triunfos.

Los modos antiguos de vida y trabajo nada tienen que ver con los procesos mecánicos de la agricultura actual. Sidro aún labraba con su mulo, mientras los tractores habían establecido su dominio prácticamente absoluto. Sus métodos eran una reliquia, un testigo casi solitario de una época.

Un plato contundente, capaz de anclar a cualquiera a la silla o al sofá. Pero un plato diseñado para los rudos trabajos campesinos de otros tiempos. Como aquel revuelto de sesos de cordero con huevos que mi abuela elaboraba para el famélico de mi abuelo, que, pertrechado en una mano de un buen pedazo de pan, se apresuraba a meterle mano al plato. Recuerdo que se los cocinaba los sábados por la mañana para almorzar. A mi abuelo se le hacía la boca agua con aquello, pero siempre fue mal comedor.

Con la estufa a pleno rendimiento, consumiendo los tarugos de las oliveras arrancadas meses atrás, con un plato recio y poderoso, las bajocas, el ajo y las patatas se dejaban sentir, con unos pedacitos de bacalao despizcados. En otro tiempo, aquellos dos ancianos habrían cogido el hato y se habrían encaminado a injertar o a cavar cepas. Ahora, la contundente densidad de la comida y el peso de la edad les impedían moverse. Cerca estaba la estufa para proseguir la charla y rematar la tarde como Dios manda.

Aún entra el sol por el ventanuco, un sol primaveral que barrunta un cercano tiempo de calores. Al fondo, La Muela, en la cumbre de los cerros, con pinos viejos que dejan ver su gruesa silueta. Las viñas están brotando ya; los agricultores se aprestan a injertar las parras, repasando en las viñas viejas las faltas. Hacer el hoyo, despejar de tierra el tronco de la parra, sacar la navaja y preparar las púas; injertar, al fin y atar el injerto con esparto. Unas tareas ya dejadas atrás, pero consecuentes con un potaje blanco, capaz de llenar el estómago de aquellos cuerpos enflaquecidos y desvencijados por los años que, por momentos, parecen querer abrazarse a la estufa.

El potaje blanco, el gazpacho, tantos otros platos de nuestra gastronomía nos han construido, nos hemos construido con ellos. En particular en las aldeas. Más tarde, la televisión, la publicidad y la llegada de novedades han redefinido nuestra personalidad. Porque nos autoconstruimos mediante muchos medios, de manera incesante a lo largo de la vida. Lo hacemos con nuestra formación, con nuestra forma de hablar, con nuestra manera de comer, nuestros gestos, nuestra forma de vestir, nuestra apariencia física. Incluso nos hemos ido definiendo con la comida. Un plato como el potaje blanco nos define culturalmente. Aquella advertencia de Montaigne sobre la dificultad de definir nítidamente, no puedo dejar de pasarla por alto: ¿dónde reside exactamente el lindero de la autoconstrucción y empieza el teatro, la ficción de nosotros mismos que queremos lanzar al mundo? Mi abuelo, Sidro y el tío Miguel no engañaban a nadie, no simulaban lo que no eran. Hoy es quizás el que pone más esmero en sus mentiras y su hipocresía el que más se conoce en las redes.

Aquel mundo aldeano, en el fondo pequeño, de una comunidad de intereses, una comunidad moral también, y, por supuesto, de enfrentamientos y tensiones, es hoy una reliquia. Aunque hoy he decidido elaborar un potaje blanco para rememorar esta Semana Santa que no lo parece y con ello retomar mis lazos imperecederos con mi abuelo y con el pasado campesino que atraviesa mi alma.

En Los Ruices, a 15 de abril de 2020.

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