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La Bitácora // JCPG

Fue cuando podíamos movernos con libertad; fue cuando nos animaron a salir porque habíamos ganado; ya se atisbaban vientos sombríos y tomábamos, sin embargo, muchas precauciones. Pero estos tiempos convulsos que habitamos no nos tienen que impedir gozar de momentos, de días, incluso de instantes de placer. Porque el ruido de los noticieros es tan fuerte que nos condiciona mentalmente. Es casi una hazaña lograr librarse de la influencia de las noticias sobre la pandemia. Es muy laborioso desprenderse de las costras que nos va colocando esta propaganda acerca de la pandemia. La alternativa, una de ellas, es sumergirse en el medio natural, aun cuando sólo pueda efectuar la inmersión durante unas horas. Se obtiene un efecto de limpieza mental extraordinario.

Quién sabe si no hay algo de barbarie en los seres humanos incapaces de encontrar un instante de disfrute en el paisaje. Encaminarse por esos andurriales, cercanos a nuestros lugares de habitación, entrar en el dominio de las viñas casi dejadas perder, enrrojecidas por el tiempo otoñal; pasear entre los almendros; arañarse las piernas con las aliagas; respirar el fino aire mañanero de estos días entre pinos y carrascas;… Estas delicias, casi propias de la pastelería, necesitan cierta paciencia y una mente abierta para apreciar olores, para saborear los colores impresionantes de este otoño. Incluso en un día como hoy, en el que el cielo está repleto de nubes. Es así como la primera parte del otoño se mueve entre su querencia al verano y las tentaciones por imponer el frío.

Estamos en tierras del Cabriel, el gran río que nace en el Sistema Ibérico. Los tramos del río que pertenecen a Villar del Humo y a Cardenete son de una belleza singular: curvas, encajamientos, miradores rocosos de vistas espléndidas. Pero en un momento determinado, las condiciones generales cambian y el río se transforma y saca su rostro de hereje. El río exige al mundo entero que reconozca su señorío, su derecho exclusivo a señorear la tierra. Las Chorreras son el lugar en que la voluntad violenta del río más espectacularmente se manifiesta. No sospechó este maravilloso curso de agua que, pertrechados de una técnica moderna, los hombres habrían de domarlo mediante la construcción de presas.

En una sociedad como la nuestra, día tras día cada vez más crispada, gracias al esfuerzo que muchos ponen en ello, el escape natural, la salida al campo constituye un mecanismo de defensa enérgico y que nos reconcilia con lo que somos. Estas carrascas centenarias que nos rodean, estos pinos recios y poderosos; esto, simplemente, no se improvisa, responde al plan de la naturaleza, a una planificación concienzuda, pormenorizada y eficiente que ha tenido por desembocadura el increíble paisaje del Cabriel, de este Cabriel nuestro, vivificador, intenso, casi salvífico. Cuando el mariscal Louis Lyautey (1854-1934) estaba en África, le pidió a su jardinero que plantara un árbol cuya copa le parecía especialmente majestuosa y atractiva. El jardinero le informó de que un árbol de ese tipo tardaba doscientos años en alcanzar su madurez. «En ese caso, le dijo el mariscal, no hay tiempo que perder. Plántalo hoy mismo». Este paisaje ha necesitado centenares de años para forjarse. No hay problema alguno; la prisa no es algo que preocupe a la naturaleza; ella lleva su marcha. Son una maravilla estos árboles buscando el equilibrio aéreo. El ser humano que se pierde por estos senderos llega a la certeza absolutamente evidente de ser un habitante privilegiado del mejor de los mundos posibles. La lógica se ha convertido en paisaje, en río, en pino, en carrasca. En estos días siente uno la libertad total para ser, incluso, un cursi.

Se pasea con serenidad, por senderos estrechos, que te obligan a agacharte, echar el culo a tierra y otras proezas por el estilo. Empaparse de las heriocas actuaciones del río Cabriel así lo demanda. Hemos elegido una vía distinta a la que hacen habitualmente las masas. Rechazar lo masivo: ese es nuestro principio. Buscamos otro punto de vista. Tiempos como los que corren exigen este tipo de decisiones. Hay más. Las masas incordiantes dificultan los goces de la naturaleza. En otras palabras, estás más pendiente de la evolución de lo que hace la gente que de las maravillas de la propia naturaleza. ¿Acaso puede uno no reparar en las características de un suelo forjado a base de la metabolización de tantas plantas, raíces y animales?

Una roca construida a base de engullir las plantas, las raíces y los animales lo viene gritando a cada paso que damos. se observa claramente en los terraplenes. Es como la osamenta interna que vertebra esta tierra. Andamos charlando, en buena compañía, con Vicen y Manolo, llegados de Carrascosa del Campo; pero también con los de la autoproclamada capital del Cabriel, Rosa, Nacho y Salomé. La capitalidad es una ambición desmesurada, inalcanzable; pura entelequia.

No obstante, lo más llamativo del paisaje que nos rodea es la progresión del Cabriel a la escala de la herejía. El gran río se transmuta aquí en un auténtico ser herético, pues discurre horadando la roca, moldeando márgenes, creando impresionantes piscinas naturales, dando a luz a increíbles paisajes. Herejía era otro camino para la fe, un camino rechazado, clandestino, perseguido por la ortodoxia. Estamos en la parte alta de Las Chorreras. En tiempos de masificación turística, se agradece la paz y soledad de estos rincones.

El río ha elegido desviarse de la ortodoxia, dejar de ser un apacible cauce. Quién puede negar que un Bartolomé Sánchez, aquel mesías cardenetero de mediados del siglo XVI no andara por estos parajes. Un hombre audaz, jornalero migrante a la búsqueda del pan, no es verosímil que no conociera los secretos de un río rápidamente transmutado a la violenta herejía de la construcción de este paisaje. Las ancestrales maderadas circulaban por aquí, precisamente en un tramo complicadísimo. El río oponía aquí muchas dificultades a aquellos cargamentos de decenas de miles de troncos que el marquesado de Moya enviaba a Alcira.

Era un tramo muy esforzado, donde los propios madereros se jugaban la vida, y tal vez muchos la perdieron con el correr de los siglos. Un día decidieron tomar el ejemplo del río. Puro aprendizaje. Excavaron túneles para poder librar los tramos más complejos. El hartazgo, el riesgo de morir, les produjo el efecto imitador. El río siempre fue un mecanismo de conexión: poner en comunicación diferentes sociedades; la valenciana con la serrana de matriz castellana. Tejer lazos, complicidades; nada como el río, incluso haciéndose hereje.

Sánchez también decidió tomar el camino de la herejía. Un buen día se enfrentó al cura de Cardenete en pleno templo, cuestionando supuestas verdades de la fe. Ahí empezó su camino en la herejía. Vidas paralelas: Sánchez, Cabriel. Dos herejes frente a frente. El río sigue ahí; Sánchez desapareció.

Pronto se da uno cuenta que hay que ampliar el objetivo de la visión. Un poco más en los márgenes: hábitat en cuevas. El rastro del ser humano. Cuevas, abrigos, algunos con su propio horno. Espacios más o menos amplios. En la memoria oral, los lugares de habitación de los trabajadores que realizaron la presa. Nuestro progreso se interpone inmediatamente en la valoración de estos primitivos rincones de vida. En las inmediaciones, sin duda, tierras que un día fueron cultivadas. Un sistema de vida hoy superado, pero inmejorable lección sobre lo que nuestra sociedad ha caminado.

Pero estamos en otoño. No se nos ha olvidado, y se nota en el ambiente. Tampoco olvidamos a Rafael Cansinos; y con su poesía nos vamos:

Esta tarde de otoño parece primavera.

El aire es dulce y tibio

y hay un sordo rumor germinal en la tierra.

Dijérase que van a florecer las rosas

y a cantar en los nidos los pajarillos nuevos,

y a recobrar su antiguo color desvanecido

nuestros blancos cabellos…

Hay en el aire una promesa venturosa.

La sangre en nuestras venas palpita con ardor,

nos sentimos capaces de un gran amor inédito,

diríase que despierta de un sueño el corazón…

Mas de pronto, cruel, un viento frío se alza

y cual pájaros muertos caen al suelo las hojas,

y con ellas se entierra toda nuestra esperanza.

Rafael Cansinos Asens

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