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POR AMOR AL CINE. DIEGO FORTEA
Os aseguro con total certeza que no voy a contar nada que no se haya dicho ya sobre el indiscutible maestro del suspense. No obstante, a día de hoy se siguen publicando centenares de libros sobre su figura y obra. Los blogeros más avezados no dejan de enumerar toda clase de anécdotas y curiosidades tanto de su perfil profesional como de su vida personal. Hablamos de uno de los mitos más antológicos de la historia del cine, y pese a que ya se haya escrito de todo sobre él, vamos a rizar el rizo un poco más.  Nunca se sabe en qué medida se puede llegar a hablar de algo que resulta prácticamente inabarcable a lo que un tema de carácter cultural se refiere.

Si uno es un poco curioso e indaga sobre la vida del maestro, no tardará en percatarse de cuál era la posición de sus antepasados frente a la sociedad inglesa del siglo XIX. Hablamos de una época en la que una minoría adepta al catolicismo chocaba de forma radical contra una Inglaterra protestante. Pues bien, la familia Hitchcock formaba parte de esa minoría, lo que llevó muy pronto al pequeño Alfred a acarrear una infancia colmada por un fuerte sentimiento de culpabilidad.  Su padre, quien se refería a él como un ‘cordero inmaculado’, llegó a convencer a un jefe de policía para que lo encerrase en una celda durante unos minutos. ¿Cómo responde un niño ante semejante experiencia? Sin duda alguna, el maestro fue resultado de la ironía británica inmersa en el panorama estadounidense.

Podríamos definir a Hitch como a un ávido voyeur, como al vecino que espía nuestro salón desde el edifico de enfrente con unos prismáticos, reprimido, deseando ver también lo que ocurre en el resto de la casa. Todos conocéis ‘Psicosis’, una de sus películas más famosas. Cómo olvidar a Janet Leight. Sí, hablo de la rubia de la ducha. Los espectadores no sólo nos vemos atraídos hacia ella por su belleza, sino por una especie de despecho mórbido. Al principio de la película nos enteramos de que una inmobiliaria vende una casa en Lowery por 40.000 dólares. Queremos que ocurra algo emocionante. Sin tener tiempo para asimilarlo,  vemos cómo la chica -que trabaja en la inmobiliaria, encargada de hacer llegar esa transacción económica a la empresa- roba el dinero y escapa rápidamente, ya que sospecha de que haya sido denunciada a las autoridades. Es entonces cuando la vemos conduciendo su coche por la carretera. Un policía la persigue con su moto. Estamos con ella, apurados. Queremos que salga de este entuerto, pero que a su vez sea castigada. El policía desiste y deja de seguirla. De repente, sentimos cierta empatía hacia el personaje, pero al instante repudiamos su salvación. Una fuerte tormenta le impide seguir su transcurso por la carretera. Nos tememos lo peor. Las fuerzas del mal se ciernen sobre su destino. O bueno, tal vez sólo se trate de una tormenta. Nos aliviamos en cuanto detiene su coche. Pero vaya, no ha pasado nada. Me alegro por ello, pero esta chica tiene que pagar su delito con creces. Esto no puede quedar así. Pero espera… Una extraña penumbra encubre el ambiente. Presentimos un fuerte peligro. La chica está sola en un sitio donde no sabemos de otra presencia más que la del señor que regenta  el lugar, Norman Bates; un chico atormentado y timorato que está como una cabra. Angustia sorda. Ambos personajes mantienen una conversación muy larga, demasiado trivial. Nuestro temor pierde y gana contundencia a partes iguales. Por favor, que pase algo. Lo que sea.

El perturbado Norman Bates ocupa la identidad del voyeur que mencionábamos anteriormente. La secuencia en la que le vemos espiar por un agujero a la chica mientras se ducha es memorable. Todavía no sabemos que nos gustaría que ocurriese, ya que nuestros deseos como espectadores se abandonan a la confusión sin saber sobre qué objeto volcarse, disolviéndose en el acto. Son una sombra, un ectoplasma. Entonces llega la secuencia de la ducha. El perverso Hitchcock acomete dos acciones impropias del cine de la época: matar a una protagonista a mitad de la película y convertirnos  inesperadamente en testigos -y probablemente en cómplices- del mismo crimen.

Este y muchos otros elementos son los que hacen de Hitchcock un brillante hacedor de la incertidumbre y de la narrativa audiovisual. El imagina y construye a través de imágenes, las conjuga y manipula de tal modo que nos convertimos en partícipes de su vouyerismo.  Me han entrado ganas de ver ‘La ventana indiscreta’ una vez más. ¿Quién se apunta?

Diego Fortea
Actor, productor, y guionista. Director y Presentador de ‘Por Amor al Arte’ en Radio Requena

Comparte: Alfred Hitchcock: ‘lo que le pasa a los chicos malos’