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LA BITÁCORA DE BRAUDEL. JCPG

Lo dice claramente la UNESCO: la educación es la palanca fundamental de la transformación social y del progreso. Pocas cosas nuevas, y sobre todo benéficas, surgen sin formación, sin educación. El ascenso social, la mejora de la vida cotidiana de las personas son procesos directamente relacionados con la educación. Y una de las cosas más significativas es que la educación es clave tanto en países como el nuestro, avanzado, como en los llamados pobres.

Hay que seguir pensando nuestro sistema educativo. La situación así lo manda. Y es más imperioso en estas circunstancias de transformación o crisis global del sistema de vida, de las creencias y de los fundamentos sobre los que se ha sostenido nuestra sociedad en las últimas décadas. Sí; hablo de cimientos políticos, de bases religioso-culturales, pero también de las premisas que han fundamentado nuestro sistema económico. La palabra de marras es malestar.

Malestar es una palabra que designa muchas cosas, pero sobre todo insatisfacción con el mundo y con la sociedad que nos rodea. Educación y sociedad son una pareja que anda junta, pero que muchas veces no anda acompasada. Si en los años anteriores el sistema económico proporcionó las mieles de la prosperidad a una sociedad, la española, que ya requería de tiempos de bonanza; la positiva evolución de la economía no se reflejó en un impulso del sistema educativo hacia cotas de eficiencia. En realidad, lo que sucedió es que ese malestar se fue extendiendo aún más.

La prosperidad económica aclaró más las cosas. La sociedad ofrecía oportunidades de remuneración  sustanciosa a los que dejaban el sistema educativo y se incorporaban al económico. Aquellos que elegían el camino del trabajo pronto comenzaban a incrementar su poder adquisitivo, en tanto quienes optaban por seguir en la educación persitían en la dependencia de sus padres. Un manifiesto contrasentido que exigía a los segundos un notable sacrificio.

Quienes se incorporaron al trabajo comprobaron tempranamente sobre sus carnes la incidencia de la sociedad real. En la calle salen adelante los que están dispuestos al esfuerso y el sacrificio, aquellos que hacen méritos para ascender en un sistema que sigue funcionando con principios esencialmente jerárquicos. En cambio, los chavales que permanecieron en la educación siguieron siendo las víctimas (es una palabra dura, pero es la más idónea desde mi punto de vista) de un sistema empeñado en negar la realidad. En la escuela se profundiza en los discursos políticamente correctos de la igualación de las personas.

Igualar. La educación debe igualar, pero en el sentido de proporcionar los principios republicanos de la igualdad de las personas. Esto no significa igualar las capacidades. La escuela se sigue empeñando en negar los méritos y las oportunidades que se abren a los que están dispuestos a realizar esfuerzos. Naturalmente que podemos aspirar a una sociedad estupenda, desprovistas de jerarquías, sin meritocracia alguna; pero por el momento aún es más inalcanzable que una utopía.

Se exige poco a todos. Existe una igualación tan extrema que produce la desactivación de los talentos y de las inteligencias. Los chicos con altas capacidades son anulados por un sistema educativo que no reconoce su talento para progresar más rápidamente. El discurso políticamente correcto, pedagógicamente destructivo de la proscripción de la frustración está haciendo un daño inmenso a la sociedad española. Los chicos deben estrellarse ante el error si se quiere que la educación cumpla sus objetivos de incrementar la cultura y la formación de las personas.

En Los Ruices, a 22 de octubre de 2014.

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