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Requena (04/04/19. LA BITÁCORA /JCPG

¿Qué es el paisaje? Cale preguntárselo. Ahora, aquí sentado, me asalta este interrogante. Tras dar un paseo me he sentado en la antigua hera de Peña Horadá. Si tengo que responder de inmediato, no dudaría en atribuir la paternidad del paisaje que está ante mis ojos a la luz, una luz primaveral que lo inunda todo. He paseado por estos lugares, entre almendros, entre viñas, con el corazón completamente encogido por lo espectacular de la visión. ¿Cómo es posible que esta tierra contenga todavía retazos de belleza tan extraordinarios? ¿Cómo es que no nos hemos dado cuenta antes de la inmensa riqueza que existe en este cuadro? Una evidente manifestación de incultura para cualquier país es la que se pone de manifiesto en la incapacidad de sus ciudadanos para disfrutar con el paisaje. El paisaje parece un gran libro que está perdiendo lectores.

Escribo unas horas después de la gran manifestación en Madrid. El tema es el de los últimos meses: el ahogamiento de una España rural sacrificada en el altar de la modernidad, y condenada al vacío. Despoblación. Desierto humano y geográfico. Espero que haya un antes y un después de Madrid 31 de marzo 2019. Aunque también hay que advertir ciertos detalles que son relevantes. Unas elecciones cercanas convierten a cualquier partido en un elemento sensible cuando hay votos de por medio. Predicar. Dar trigo. Ahí reside la diferencia. He advertido que los tertulianos del día, los que opinan todos los días de las componendas de la política, también –vaya por Dios- son capaces de opinar sobre la España vaciada. Parecen saberlo todo.

Se gritó alto en Madrid. Nada de susurros. La tierra reclama gritos, pero también recibió lluvia, la ansiada lluvia, una bendición celestial. Gritos y agua. No fue mal día.

En una sociedad que cree casi únicamente en lo que aparece en las redes, y que tiene como miras el último fantoche urbano, el mundo rural sobrevive a duras penas. Ahora el susurro de décadas de abandono se ha convertido en grito. Ya era hora.

Al haber vivido en una sociedad rural postergada, dejada al albur de los mercados, mucha gente ha hecho cicatriz de los golpes asestados por la estrechez económica y el gigantesco esfuerzo para poner en funcionamiento la tierra y llevar comida diariamente a sus hijos. Nació entonces el gran fantasma: “mejor que no se dedique a la tierra”. Esto implicaba salir del pueblo y abrazar otras realidades. Era el fruto de la dureza de la vida diaria en este campo. No hay que culpar a padres y abuelos.

Existe una anécdota mil veces repetida en Los Ruices. Mis padres la repiten, y antes la oí en la Placetilla a la gente mayor. Cuando se construyó el cementerio, cuando el campo santo estaba realmente despoblado, el alcalde de Requena, que, acudió a su inauguración, dijo aquellas famosas palabras: en realidad, el campo santo será innecesario porque todos vosotros, declaró, vendréis a vivir a Requena. La gran Requena, tan dadivosa siempre con sus aldeas. Glotona, dotada de un enorme estómago, la ciudad de Requena siempre vivió de las aldeas, de una forma u otra. Pero, en el siglo XXI, hay que plantear una tremenda cuestión: ¿y ahora qué?

Décadas atrás, los comunistas del mundo se aplicaron a neutralizar al mundo rural. Empezaron los bolcheviques rusos; tan claro lo tenían que ejercitaron hasta el exterminio físico de las sociedades campesinas con tal de imponer su designio. Los comunistas tercermundistas aprendieron bien de Lenin: la condición de posibilidad de una revolución comunista era la aniquilación del mundo campesino, de sus imaginarios, sus costumbres y tradiciones. ¡Qué bien aprendió Mao Tse Tung! Tanto esfuerzo, tanta sangre derramada para contemplar cómo el capitalismo de la postguerra consigue vaciar el mundo rural sin verter ni una gota de sangre. Ironías.

El sistema social ha conseguido concretar físicamente al “hombre urbano”, pero sacrificando la liquidación de la coraza que significaba la vida rural. Ha conseguido vender la imagen de lo rural como sistema de vida primitivo y atrasado. Todos hemos mamado en la escuela una leche hecha con los mismos ingredientes: la sociedad urbana está calificada positivamente, pues de su lado cae, nada más y nada menos, que el progreso, la prosperidad, las redes, las masas de gentes, la industria. En cambio, el mundo rural parece destinado a disculparse por seguir vivo. El campo es sinónimo de esfuerzo baldío y excesivo, de soledad. En realidad, la soledad es inherente a la vida urbana, en la que abundan los extraños y escasean las amistades verdaderas y la familia. Mucho de todo esto está delineado en la descripción de la tiranía que realizó Orwell. Tenía razón al plantear el fenómeno totalitario desde la tendencia humana a renunciar a la libertad individual a cambio de protección. ¡Hay que joderse con el vaticinio que representa 1984!

Ante las tapias de Peña Horadá se siente más intensamente el aroma de la primavera. El gorriote, la golondrina, el tordo juguetón, las perdices correteando. Pensar que estos placeres deben trocarse por el tiempo del centro comercial, por el consumo de ropa, gofres y por el paseo en esas atmósferas artificiales creadas a mayor gloria de la sociedad consumista, es realmente una tortura.

Hay algo especial en los paisajes de nuestra tierra. Creo que la clave reside en que son el resultado del duro y secular esculpir de generaciones de campesinos, de nuestros propios antepasados. Siento el palpitar del pasado, casi más que ante un viejo castillo o un yacimiento arqueológico. Supongo que tiene que ver con la raíz de la que vengo.

Ahí tenemos, si no, las hormas, testigos aún presentes se los sobrehumanos esfuerzos por cultivar en terrazas o por mantener la tierra de cultivo a resguardo de avenidas. Tierra para producir. Producir para colmar los platos de la casa a diario. Estas eran las condiciones y los objetivos. Como se intuye, eran metas bastantes más primarias que las del consumidor actual. Me pregunto quién hará hormas en el futuro, si alguien tomará el pico y tallará las piedras para que ofrezcan su mejor cara a la vista; me pregunto si habrá alguien que las ripie, que rellene las traseras con casquijo. Yo mismo respondo: nadie habrá; serán tareas olvidadas, viejas reliquias de otros tiempos. Cale subrayar que emplearon el material que la naturaleza les dio. Hoy se llama esto sostenibilidad, y hacemos esfuerzos por construir una sociedad sostenible, síntoma evidente del enorme océano que nos separa de la naturaleza.

Peña Horadá lleva más de medio siglo muriendo. Sus habitantes hace mucho que desaparecieron. Tendremos que dedicarles una nueva columna. Hoy es un viejo caserón borrado del mapa mental de los habitantes de esta tierra. Un cuerpo inerte es este moribundo, como tantos otros a lo largo y ancho de esta España. Sólo de pensar lo que lloran ciertas regiones y el esquelético mundo que queda en este interior del país, se me llena el corazón de rabia.

Aquí está enterrado el añejo heroísmo de la colonización campesina. Un sistema de vida pegado a la tierra era el que sostenía esta gente de Peña Horadá. Las ruinas presentan la orgullosa y altanera figura de una especie de torreón. Aún conserva sus verjas. El asedio del enemigo, armado con el poderoso cañón de la despoblación, no lo ha derribado, pero simplemente lo ha vaciado del alma que un día poseyó. No cabe duda que el asedio ha sido muy duro, porque la casa está en los huesos: deja a la vista nada menos que las paredes de tierra.

Era una casa adaptada, producto de las necesidades del tiempo. Tenía la parte habitacional, las cuadras para las caballerías, los corrales para los ganados y la bodega. Reflejaba perfectamente las condiciones materiales de los habitantes. Marcaba también la distancia que separaba a los renteros del amo, residente en Utiel.

Es curioso. Los amos vivieron primeramente en Utiel o en Requena. Buscaron las mieles de la pequeña ciudad comarcal, y con ello marcaron también su superior dignidad, su estatus elevado. Con el tiempo, sus vástagos encontraron pequeño el ambiente utielano o requenense y, especialmente, se dirigieron a la capital provincial o del país para estar más cerca de las fuentes del poder político y económico.

Algunas familias de agricultores disfrutaron de vivienda en los pueblos. Tenían su casa en la aldea, pero, al parecer, se extendió la costumbre de tener también casa en Utiel o Requena. Era probable que esta situación se concibiera como un premio al esfuerzo sostenido por la familia, una muestra de cierta situación de desahogo. Al menos, algunas familias de Los Ruices los hicieron así. Podían disfrutar de estancias en Utiel, durante las ferias, juntándose hermanos, primos y hasta amigos.

Eran los tiempos del Utiel heroico. El Utiel mercantil, marcado por el nervio de su sistema comercial. Utiel era entonces La Meca de mercaderes, el lugar al que muchos aldeanos acudían a nutrirse de multitud de productos.

Pero estamos en una España moderna y muy olvidadiza, bien entretenida con el proceso catalán, sin duda porque a algunos les interesa. Pienso que sólo a unos pocos, mientras a otros se les anestesia con el aroma de una supuesta república resplandeciente que todo lo inundará de bienestar y felicidad. Siempre hubo crédulos. Y los habrá.

Estas paredes de tierra, estos muebles viejos, esas vigas de madera que aún pueden sostener el edificio, parecen estar gritando un mensaje que lleva dentro la letra de las últimas décadas de nuestro país: suena la canción de la huida, la permanente migración física o mental a otros lugares, da la impresión que no comprendemos nuestra situación en el mundo. Andamos insatisfechos, metidos permanentemente en transición. Andamos y vamos pisoteando flores o simplemente arrojándolas a la cuneta.

Sentado en esta hera de piedra, con un corral aún en pie en la parte de atrás, puedo extender la vista hacia el hermoso paisaje que se extiende hacia el Este. Aquí hay buena tierra. También buen alimento para un pequeño ganado de ovejas y cabras.

Quizás tenía razón el viejo conservador de Chateaubriand cuando escribió: “Haced que ame, y veréis que un manzano solitario, azotado por el viento, derribado en medio de los trigales de la Beauce; una flor en un aguazal; un pequeño curso de agua en un camino; (…) todas estas pequeñas cosas, ligadas a algún recuerdo, adquirirán la fascinación de los misterios de mi felicidad o de la tristeza de mis cuitas. En definitiva, es la juventud de la vida, son las personas las que vuelven bellos los lugares.” (Chateaubriand, Memorias de ultratumba, libros XXXIV-XLII, editorial Acantilado, Barcelona, 2006, capítulo 16, página 2233).

Chateaubriand y Peña Horadá. Un binomio imprescindible.

En Los Ruices, a 1 de abril de 2019.

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