LA HISTORIA EN PÍLDORAS / Ignacio Latorre Zacarés
Cuando uno menos se lo espera aparece otro en la documentación del siglo XVI. Como un goteo. Y uno no acaba de comprender por qué cuando un señor es andaluz, gallego o catalán no se mencione su origen y, sin embargo, si procede del País Vasco se haga saber en los papeles que es “vizcaíno”. Y cuando se dice vizcaíno no se refiere sólo a los naturales de esa norteña provincia, sino por extensión a los naturales de las otras provincias vascas.
Y lo mismo hacía Cervantes que nunca llegó a escribir la palabra vasco en su “Quijote”, pero sí muchas veces “vizcaíno”, lo que ha alimentado varias tesis sobre el vizcainismo o antivizcainismo del príncipe de los ingenios. Cervantes empleó unas treinta veces en el Quijote el hipónimo vizcaíno en referencia al hiperónimo vasco que no surge ninguna vez. En la época, incluso se seguían considerando vizcaínos a los emigrados de segunda y tercera generación.
Papa ponernos en contexto, veamos lo que Sebastián de Covarrubias dijo de los vizcaínos en su Tesoro de la lengua castellana o española, escrita en 1611: «De los vizcaínos se cuenta ser gente feroz y que no viven contentos si no es teniendo guerra; y sería en aquel tiempo cuando vivían sin policía ni dotrina. Agora esto se ha reducido a valentía hidalga y noble, y los vizcaínos son grandes soldados por tierra y por mar; y en letras y en materia de gobierno y cuenta y razón, aventajados a todos los demás de España. Son muy fieles, sufridos y perseverantes en el trabajo. Gente limpísima, que no han admitido en su provincia hombres estranjeros ni mal nacidos.» Covarrubias hacía referencia a esa hidalguía casi universal de los vascos de la época. Pero lo dicho, el que era vasco era vasco y así se reflejaba en la documentación como “vizcaíno”.
Muchos de ellos estaban relacionados con la cantería y la construcción como el “vizcaíno” Miguel de Alpis que en 1484 intervino en el puente de Pajazo bajo las órdenes del maestro valenciano Francesc Martínez “Viulaigua” al que sucedió el afamado Pere Compte. Eran afamados constructores y los nombres vascos abundan entre los hacedores de la Iglesia de Utiel: un tal Juan vizcaíno (sin más apellido), ya solicitó en 1526 al Concejo de Requena cortar veinte pinos en el término para la citada Iglesia. En la misma Iglesia trabajó el vasco Juan de Aranguren que se asentó en Requena a principios del siglo XVI e hizo mucha obra. Y también Martín de Areche, Tomás de Marquina, Urquiza, Agustín del Orrio y otros, todos ellos maestros de buen nombre y habilidad según Eugenio Llaguno.
Son numerosos los vizcaínos, siempre señalados como tales, los que aparecen en las actas capitulares de Requena solicitando licencia para cortar pinos para sus obras como el maestro Martín y el maestro Ramos (sin más apellido ¿para qué si ya se les conocía como vizcaínos?); Ochoa Rois que reparó el puente de las Ollerías y también intervino en la construcción del azud y acequia del molino del Almadeque y reparó el reloj público en 1546; Pedro de Aragalo, Pedro de Aranguren (que arregló el puente del Pontón en 1542), Alonso Roiz, Pedro de la Corte o Domingo de Cabra, al que se encargó en 1553 junto a constructores locales reparar de nuevo el puente de Pajazo (parece que finalmente ejecutó las obras el activo Juan de Vidaña). Obra tan delicada como la sacristía del Carmen de Requena fue realizada por otro vizcaíno como el maestro Miguel (con el nombre sobraba) en 1593.
Uno de los más activos vizcaínos fue Pedro de Marquina que se asentó en Requena en 1538 y a quien el Concejo intentó retenerlo otorgándole un salario para que trabajara como picapedrero y calero. Le dieron el monopolio de realizar las caleras que quisiera en la Serratilla requenense (hay otra utielana y otra venturreña); además le ofrecieron cortar madera y le pagaban mil maravedíes al año para que mantuviera su casa. Su competencia fue otro vizcaíno, Martín de Urquiza, que también hacía caleras.
Y nada menos que como “maestro de presas” se le calificó a Machín de Mondragón que reparó la presa del puente de Pajazo en 1566 que había sido afectada por las maderadas que bajaban hacia el reino valenciano y que en 1593 también trabajó en la presa de los riegos de Rozaleme, imprescindible en la hortelana Requena de la época.
Y debemos recordar que el infatigable investigador serrano Mariano López en un revelador artículo nos describió a los vascos como especialistas domeñadores de la fuerza del agua y responsables en nuestros ríos serranos de sustituir las herrerías de montes (no sin problemas sociales) por herrerías hidráulicas de mazos y muelles en el Alto Tajo, Gallo, Cabriel, Ojos de Moya y otros. Eran los “arozas” (herreros y carpinteros en euskera) como los Zúñiga, Zubire, Chabarrías, Machín Donate, Igne, Ortineri distribuidos por Salvacañete y Landete entre otras localidades. Según recoge Beatriz López Mínguez en “Leyendas, hechos y dichos de la Serranía Baja de Cuenca”, los arotzas (“arotz” en euskera es herrero) eran recordados por llevar el torso desnudo, los pies descalzos y diferir en las costumbres culinarias de los castellanos ya que se comían primero la carne y después el caldo y las patatas (ya me dirán). Y D. Mariano señala como en la Serranía aún persiste la expresión ”eres un aroza” cuando eres desaliñado en el vestir y un tanto desorganizado en el trabajo. El negocio de las herrerías de Salvacañete lo controlaba el asentista navarro Francisco de Mendinueta, caballero de la Orden de Santiago.
Como expertos en la construcción de madera y piedra que eran se les enviaba a alguna misión del Concejo como contabilizar la madera cortada tal como nos narra un acuerdo de 1542 que simplemente dice que enviaron a un “vizcaíno” a contar la madera cortada en el término y el vasco contabilizó casi 5.000 pinos entre un señor de Gandía y otro local. El también vasco Juan de Ratia fue utilizado como tasador por el Concejo. Muchas veces eran los vizcaínos los encargados de señalar los pinos permitidos por el Concejo para su posterior tala. En diciembre de 1527 enviaron a tres o cuatro vizcaínos para señalizar las carrascas a cortar en el carrascal de San Antón, pero éstos se negaron sin que sepamos bien el por qué.
Una de las especialidades de estos vascos era la construcción de trullos, en la época llamados cubos (lo mismo pasaba en el Alto Palancia). Prácticamente todos ellos trabajaron en estas construcciones especiales para elaborar vino que aún podemos observar en las antiguas casas de la Villa. Tal era su buen hacer y fama, que en 1537 los regidores requenenses acordaron que nadie pagara las obras de los cuberos vizcaínos por los elevados precios que llevaban. Su habilidad había convertido la actividad en prácticamente un monopolio con salarios razonables que no agradaban a los oligarcas.
Algunos vizcaínos tuvieron que rendir cuentas ante el “Santo Tribunal” y así fue encausado por la Inquisición Pedro Pérez de Arta, más conocido por “Pedro el vizcaíno” y eso que era natural ya de Requena (de segunda generación sospechamos), acusado en 1627 de pasar moneda de vellón de Valencia a Castilla. Francisco de Velasco, cubero de Udalla (Santander), también fue acusado en Utiel de bigamia 1694 tal como nos recuerda el insigne Alabau en su nunca suficientemente bien ponderado libro “Inquisición y frontera”.
Pero además de en los oficios especializados manuales y mecánicos, los vascos también fueron buenos hombres de letras como ocurrió a Sancho Panza cuando nombrado gobernador (¡por fin!) de la Ínsula Barataria preguntó: “—¿Quién es aquí mi secretario? —Yo, señor, porque sé leer y escribir, y soy vizcaíno. —Con esa añadidura —dijo Sancho—, bien podéis ser secretario del mismo emperador.” Fue notable la nómina de vizcaínos que ejercieron como secretarios de poderosos ahí donde había españoles (Flandes, Italia…) y algunos también desempeñaron sus funciones en la comarca como el teniente de corregidor en Requena Juan de Landaçuri (que si no era vasco, era muy “apaecío”) en 1521.
Curiosamente, en el libro de defunciones del Salvador de Requena se suele referenciar los traspasados a la otra vida con su nombre y apellido, pero en 1590 inscriben a “Urrutia” sin más datos (ninguno más habría en Requena con ese apellido norteño) e incluso en 1591 literalmente a “un hijo de la vizcayna” sin más datos del niño, ni de la vizcaína en cuestión, ya que con el gentilicio bastaba.
Pero subsiste la pregunta ¿por qué la documentación se empeña en señalarlos como “vizcaínos” y no lo hace con un señor de Astorga?