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Requena (26/04/18). LA BITÁCORA – JCPG
No recuerdo a mi padre dejando de hacer algo que hay que hacer. El verano, ese tiempo que tantos chavales dedicaban a piscina y ocio de todo tipo, servía para rozar hierba. Aquellos hombres, hechos a sí mismos, esculpidos en las estrecheces de un tiempo marcado por lo que vino después de la guerra y una dictadura obtusa, no sabían sino trabajar, y transmitían el mismo afán a sus vástagos. Supongo que era así como pensaba, y pensaban, que me iría bien en la edad adulta. Era la forma como había que encarar los problemas: el trabajo. No es mal legado, desde luego.
Lo que no sabían es que en su labor cotidiana, en su afán de cada día por trabajar y pulir sus tierras, aquellos agricultores estaban sentando las bases de algo así como un misticismo. Era un proceso de perfeccionamiento que les llevaría al ideal, como si se tratara de un afán platónico. Alcanzar la suprema belleza, el colmo de la perfección de los cuidados agrarios. Un ideal existente fuera del mundo material era el motor de su acción. En un tiempo tecnológicamente corto, poco dotado de adelantos, esto significaba un enorme trabajo físico, un esfuerzo casi sobrehumano. Tenían el año, la vida por delante para conseguir la perfección.
Glosa Luis Ibáñez el rotundo brotar de nuestras viñas. Ya está aquí la explosión de las yemas, la predicción de un futuro que quizás sea, pero que todavía no es más que ilusión, con permiso de los azares del tiempo. Aquí la reposa la esperanza de una tierra, el sueño de tanta gente. Meses de gran esfuerzo, de cuidados, a veces tan primorosos que escasean las malas hierbas; las rucas no osan salir en determinadas viñas; es tanto el temor que tienen a los agricultores que las labran y rozan su hierba. El cardo, que se cobija en los hondos, y, al menor descuido, crece insultante en cualquier rincón, está a la espera, aguardando el mejor momento para surgir y pinchar. Las albarcas que gastábamos en verano eran espectacularmente frescas, garantizaban la ausencia de sudor, pero también las punzadas de los cardos. Las botas y zapatillas de hoy en día no permiten ya tales instantes de molestia, pero garantizan, eso sí, que el pie se llene de tierra.

 
La primavera ha empezado y ya están tardando los pájaros en construir sus nidos en los pulgares. Este espectáculo maravilloso de la cría de una nueva generación sólo puede disfrutarse estando en el entorno rural. Los zorros, que pueblan últimamente con bastante tranquilidad los barrancos y montes, están ya en la tarea. Viven hoy más tranquilos, menos acechados. Alguna ventaja tendría que tener esta terrorífica despoblación que extiende la llamada Serranía Celtibérica por amplias zonas de nuestro país. Escasean los furtivos en un mundo despoblado. La naturaleza vuelve por sus fueros.
Los zorros también comen uvas, aunque prefieran a los conejos que salen a roer los tronchos de las cepas. Como alguno se atreva, te juro que les pongo cepo, me dicen alguien cabreado con la acción cansina de los conejos cada año sobre sus viñas. Juro que me los como todos, porque la mujer no quiere ni olerlos; ahora se ha vuelto delicá: que si huelen mal, que si echan mucha olor. El signo de los tiempos: la devastación de la urbana cultura de los alimentos “ligth”.

Saben los agricultores de cierta edad -no estoy seguro que los más jóvenes los sepan, por aquello de la descristianización- que la viña tiene amplísimo recorrido en la literatura del judaísmo y el cristianismo. Me parece ocioso, a estas alturas, citar aquí el pasaje de Mateo (XXI), repleta de una carga simbólica tan poderosa que ha marcado la civilización cristiana. La viña, metáfora de la pureza; el padre, cuidador de la viña; el pecado es la mala hierba que crece en el bancal. Como los cardos que pueblan los hondos bien regados por la lluvia, o esas hierbas que se agarran con uñas y dientes y que ni los potentes arados con capaces de arrancar en las tirillas situadas bajo las gomas del riego por goteo. Resisten, se aferran a la vida y quieren desconocer las cuchillas laterales del arado, destinadas a segarles la vida.

La uva está relacionada directamente también con la lascivia. La viña es el trabajo, el esfuerzo, la mística del sacrificio del agricultor, la esperanza hecha cultivo. Caravaggio representó bien este papel en su obra más juvenil, cuando no había alcanzado la gran fama que luego consiguió. Pinta entonces seres ambiguos, seres que se esfuerzan por presentarnos unas uvas, por acercarse a ellas, por estar a punto de tomar la fruta. No es la manzana. Es la uva la fuente de la sensualidad, del pensamiento erótico.

El agricultor cuida su viña, cuida su vida. Se dijo hace tiempo que el campesino era un modelo de ser conservador, apegado a la tradición, enemigo de las aventuras revolucionarias. Desde el marxismo, y aún más con su addenda leninista, se proclamó la necesidad de hacer la revolución total al margen e incluso contra el campesino. No hará falta recordar el durísimo precio que las colectivizaciones se han cobrado a lo largo y ancho de este pícaro mundo. Pero el conservadurismo es, en cierta manera, el producto natural y lógico de la precariedad, de la exposición total de la vida a los avatares del medio ambiente.
Quizás este sacrificio ha movido históricamente a los escritores a considerar al campesino como esforzado ser poseído de cuantiosas virtudes. En 1539, fray Antonio de Guevara publicaría su “Alabanza de aldea y menosprecio de corte”, que secundariamente resaltaba el valor positivo del campesino, al subrayar y preferir la vida aldeana. La ciudad era abominable, poco recomendable para las virtudes cristianas. Hay que ver cómo han cambiado los tiempos.
La viña, virtud. La viña, pureza. La viña, paciencia. Toda una exaltación la que realizaría en 1593 Hernando de Zárate (Dicursos de la paciencia cristiana), un agustino con sólida formación teológica. Daba igual, la monarquía de los Austrias hizo poco por su agricultura, pero cabe preguntarse qué régimen ha hecho algo positivo por ella. “Limpia mucho el trabajo de pensamientos lascivos y sensuales” (tomo I, pág. 511). Imagino a Zárate ante los Bacos caravaggiescos: habría conminado a los inquisidores a actuar contra el pintor, el comitente y el poseedor de los cuadros, por inmoralidad.
Mandangas  e inventos de gente desocupada, puede pensar el agricultor que estos días labra sus viñas para tenerlas listas de cara a la primavera. No hay tiempo para un paseo por el pueblo, por la avenidas. ¿Para qué? Vaya pérdida de tiempo. Además me duelen los pies; tiene que ser ese suelo tan duro; me paso el día en la viña y tengo los pies tan bien. Como no puedo llevar las albarcas en la avenida.
Quizás se podría aplicar aquel comentario de Erasmo sobre las naciones, las comunidades. El sabio del renacimiento decía que existía una especie de amor propio entre los miembros de la comunidad, pongamos que los campesinos de la aldea, que les hace enorgullecerse de su trabajo cotidiano. Una autosatisfacción que arraiga en el esfuerzo y el trabajo. Algo místico anima el esfuerzo de los agricultores, una creencia sobrenatural en el poder del trabajo y el cuidado de la tierra. No cabe duda que peor sería el desinterés.
En Los Ruices, a 25 de abril de 2018.

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