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Requena (13/07/18) .LA BITÁCORA / JCPG

Para la gente inteligente, el paisaje es un aspecto importante de su propia existencia. No conciben su existencia sin el paisaje. Otros mUchos, no caen en esta cuenta porque están inmersos en él y, por tanto, no están privados de una vida pintada entre las viñas y los pinos. De todas formas, se trata de mecanismos sujetos a un elevadísimo grado de subjetividad, pues existen seres urabanos hasta la médula que odian pisar tierra y no encuentran ningún aire poético en situarse en medio de un parque natural; en tanto, se sienten en su salsa entre coches aparcados, pitidos estridentes y grandes masas de automóviles que rugen en las calles.

Acercarse al hermoso mar de viñas que se extiende entre la Casa Sancho y la Ceja –el epicentro es, como no, Los Ruices- es un fenómeno espectacular. Más allá de la Ceja, se encamina uno hacia Venta del Moro, dejando a los lados las aldeas hermanas de Las Monjas y Los Marcos.

Emparrados. Pocas aldeas pueden vanagloriarse de un espíritu de iniciativa tan fuerte y transformador como el que poseen los de Los Ruices. Poco queda ya sin emparrar. Y la tierra sin cultivar escasea. Gente laboriosa, obstinada y persistente.
En la plenitud del día, el calor puede ser insoportable. Hay que acercarse a la zona cuando despunta el día, o cuando se inicia el ocaso. Al amanecer, toda el área aparece inundada por aquel resplandor que sólo se encuentra en los límpidos cielos de las tierras alejadas del mar. He de confesar que, contemplado desde los cerros que lo bordean, aquel paisaje sublime, inmensas manchas verdes sobre el marrón de la tierra ya oculto por los sarmientos, me causa una profunda emoción. Un silencio lleno de majestad se extiende a esas horas por una llanura cortada por barrancos y ramblas.
        El tiempo, devorador de todas las cosas, ha confinado ya en un pasado poco reconocible por los más jóvenes, la época en que estos campos estaban recién segados ahora, o en proceso de realizar la siega. Los tiempos cambian y las generaciones pasan. Parafraseando a dos sabios del pueblo: cada generación ha labrado la tierra a su modo; nuestros nietos tendrán que labrarse su vida, en la tierra o fuera de ella.

Una imagen del atardecer, cundo las sombras empiezan a revolotear, aunque quede todavía muchísimo tiempo por delante hasta que la noche se haga señora del tiempo. Al fonso, puede verse el cerro de la Peladilla, auténtico núcleo de la historia legendaria de Los Ruices.

Las sorriladas del tractor entre las hilas, el emparrado en sí mismo; cuánto tienen que contar estas tierras de su secular relación con los seres humanos; estos son los renglones de un gran libro que contiene multitud de historias.
Aún puedo sentir profundamente estimulada mi imaginación histórica. Me siento en los lomos de un cerro, a mis espaldas, el camino al Violante y las Casas de Tortas; estoy enfrente del Molino del Risco, miro hacia la carretera de Albacete. Doy asiento a mis venerables huesos sobre las ruinas viejas, quizás ibéricas. Algo más allá se divisa el tajo que es la Esteruela. Entonces, percibo a lo lejos, por el camino de Iniesta, las cuadrillas de segadores que están llegando muy temprano al tajo, con las primeras luces, con la fresca, llegan cantando. Por el camino, ya discurren algunos carros llenos de piedra de yeso para el Molino.

Los pinos, empujados a los cerros circundantes, hacen las veces de un inmenso decorado para este impresionante escenario. A veces son ralos y se nota que pasan gana. En otras ocasiones, se trata de ejemplares de porte caballeresco. El Pino de la Hormiga es todo un señor.
 
Bien se nota por donde discurre la rambla. Chopos, pinos recios, todo tipo de vegetación. Un núcleo de vegetación natural ante un medio domesticado por los siglos.
El rigor de la memoria y el poder de la imaginación traen otros cuadros, pálidos y enflaquecidos. Son las formas fantasmales que brillan por un momento para desvanecerse después. El tono grisáceo y verdoso de las oliveras, hoy ya completamente desaparecidas. El humo de los hornos de cocer el yeso, en la zona de Los Yesares, que está junto a la rambla de los Calabachos. Me imagino al Risco recibiendo los carros de los pequeños campesinos, que aprovisionaban su molino de yeso en piedra. Me imagino aquel horno que sobresalía por los tejados de los hoy fantasmagóricos edificios de su molino, todo una enorme chimenea que debió de consumir mucha madera y mucha piedra, aunque más tarde acabó por tirar con fuel. Era un verdadero sistema industrial el que estaba forjándose sobre la materia prima de la piedra del yeso. El yeso hecho con fuel al principio se nos cortaba, y los albañiles no lo querían. Ernesto cuenta su experiencia juvenil en el trabajo del yeso en el ingenio del Risco. La cementera de Buñol acabó con el papel del yeso.

La rambla del Calabacho es un personaje curioso. Auténtico pulmón en algunos momentos de su curso, revela en su trayecto cierta juventud. En algunos tramos, aún pueden verse las hormas que la cortaban, entre una orilla y otra. Signo ineludible de la presencia humana, de su activa participación en la ordenación del terruño y testigo de que en otro tiempo la rambla apenas existía, es decir, era una cañada. La cantera, dedicada a la extracción de arena, ha transformado demasiado el paisaje de una rambla que conocía instantes espectaculares en el momento de las riadas: cambiaba el cauce, tiraba terraplenes. Aún es posible encontrar las plantas de la liga para cazar pájaros que acuden a comer a los tramos que lleva agua. En el Prado pueden contemplarse los manantiales que la alimentan.

Viejas albarcas. Especie en extinción. Útiles para evitar la tierra y los cantos, eran, sin embargo, el mejor objetivo de los cardos.
Se dice que frente al Molino del Risco aparecía una laguna en tiempos de lluvias. Hoy lo que fue un piazo, es también viña. Los nietos de Flores trabajan hoy su tierra. El tío Flores tuvo un yesar al otro lado de la rambla; con la imaginación puedo dibujar la humareda sobresalir por las copas de los pinos.
El camino de Iniesta, casi una ruta legendaria, lleva a aquellos húngaros que esta noche harán la función en el zaguán de la tía Basilia. Los chicos del cine ambulante irán a casa del tío Emilio, en el bar que regenta el tío Julián. La siega ha sido decente y los pequeños agricultores de Los Ruices tienen derecho a gastar algunas perras en diversión. La casa de Cirilo acogerá, pero ya cuando se haya vendimiado y vendido el líquido que atesoran los trullos, la compañía de variedades que dirige Patiño. Se dice que la estrella de la compañía es una mujer de buen ver, una tal Inés, a la que los hombres del lugar reclaman constantemente en las tablas.

Esta matuja es el símbolo de la obstinación. Es una metáfora contundente del ejercicio de la paciencia y de la búsqueda de un objetivo. Sobrevivir. Doy fe que lleva así al menos 50 años.
Después, la visión se termina. Las viñas han creado un esplendor fantástico, pero el Molino está en ruinas. Y esto es lo que queda para nosotros: ruinas. El sol se había levantado cuando decidí descender de este cerro repleto de historia. Delante de mí, en mi propia imaginación, aún permanecían las fantasmales siluetas de aquellas gentes. Quedé ante el sol ardiente, en el momento en que esas siluetas se desvanecieron. El verdor de las cepas alcanzaba su culminación, proporcionando una atmósfera de alegría a todo, una promesa de los días venturosos que llegarán con la vendimia.

Si contemplar las ruinas de una antigua ciudad, proporciona el marco adecuado para que broten las historias, este fértil territorio proporciona el enorme placer de la contemplación y hasta de la meditación. Uno puede aquí proceder a examinarse a fondo y encontrar su hogar entre los pámpanos. Todo ello mientras cae en la cuenta de la inversión gigantesca de esfuerzo que las generaciones de campesinos han ido realizando para transformar el Carrascal en este feraz territorio que produce hoy uva. Un productivo territorio, y no sólo de uva; la propia imaginación siente la feracidad del lugar.

En Los Ruices, a 10 de julio de 2018.

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