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LA BITÁCORA /JCPG

 Requena (11-01/18) 

El invierno tiene su particular personalidad en esta tierra. Días fríos, pero a los que se puede sacar partido. Son días rentables especialmente cuando el sol está fuera y los lomos se te caldean un poco con los rayos del sol invernal, tímido, poco calorífico –ciertamente-, pero agradable y hogareño. El gris, el verde oscuro y los tonos terrosos lo impregnan todo. Algunas siembras te permiten mezclar en la paleta que quizás son tus ojos el verdoso y el marrón. Son esas siembras que están empezando a brotar, no pueden esperar más bajo tierra. Y eso que no ha llovido. El monte y las tierras de cultivo acusan la falta de agua. Se nota mucha fragilidad en las plantas, precisamente por esa necesidad de agua.

Una fragilidad que se transmuta en fortaleza cuando uno se acerca al río Cabriel. Discurre sin discusión, endiosado por su poder, convertido en rey de la tierra. En los miradores, en esas atalayas que nos asoman a su cauce uno percibe su grandeza, el poderío de unas aguas permenentemente reforzadas por manantiales. Manantiales que se hermanan con aquella guardia del rey de Reyes, los Inmortales, siempre preparados para relevar a los caídos en el combate. Al acercarnos al cauce, en el Puente de Hierro, a pocos kilómetros de Víllora y a apenas tres de Cardenete, es posible percibir algo la sequía, pero la fortaleza divina del Cabriel se sigue sintiendo gracias a esa multitud de manantiales que lo van alimentando a lo largo del curso. El Puente Hierro es una zona de baño veraniega; en los últimos años quizás algo saturada de bañistas, y esto se percibe en un cierto deterioro de los alrededores.

En este tramo del curso, el río no puede remontarse mucho, pero en otro paraje superior, a unos cuantos kilómetros, la naturaleza y la huella humana han dejado suficientes testimonios de su amor a la tierra. Quien no entienda las evidencias de que el paisaje es la emana ción constante del diálogo de la naturaleza y el ser humano, es mejor que no se acerque por aquí. Las barracas, en las que en tiempos no lejanos se alojaron ovejas, cabras y seres humanos, edificios construidos toscamente en los que incluso las mujeres de otro tiempo alumbraron a sus hijos, están poblando todos los espacios. Los rentos, esas casas aisladas, con sus corrales y sus dependencias para los animales, están marcando el pasado agro-ganadero de las riberas del gran río. El rento de la Hilaria, Villa del Hierro, resuenan como recuerdos de un pasado que hoy se percibe en las ruinas. Edificios arruinados y tierras de cultuivo también en ruinas, iriazos donde los chopos y los matorrales han vuelto a arraigar con fuerza. Familias hubo que echaron raíces en estos rentos, que criaron a su prole para luego verla marchar a pueblos y ciudades en busca de otro futuro.

Los ríos, en sentido braudeliano, se configuraron históricamente como rutas nutricias, canales de distribución para los seres humanos. Esos gigantescos machones de la Puente la Haba reflejan el papel de conexión que las sociedades tejieron históricamente en torno a los ríos. Las pinturas rupestres, emparentadas naturalmente con las de Selva Pascuala, testimonian el remoto pasado del Cabriel, cuna de una riquísima fauna que alimentó generaciones de nuestros antepasados. Aquellos cazadores prehistóricos, con su armamento primitivo, con su aguda astucia, tienen hoy su continuación en los cazadores modernos que, ávidamente, salen cada temporada a la caza, por ejemplo, del gorrino. Estos animales tienen su paraíso en los quebrados terrenos que el majestuoso río ha construido durante milenios.

La huella de la historia. Los propios lugareños son conscientes de que son un gozne más en una enorme cadena de la historia, aunque hayan existido momentos recientes en que la sensibilidad por ese pasado haya sido escaso. Un hilo invisible, marcado físicamente por algunos monumentos los ata a una historia de la que es imposible sustraerse. Así al menos me lo parece cuando emerjo del valle y remonto los caminos hacia la ermita de San Antonio. Hasta ahora he estado en el Valle, así, tal como se lee, con mayúsculas. Es importante consignarlo así. Las gentes de Cardenete tienen una relación especialísima con ese territorio. Nuevamente la historia. Nuevamente la interacción ser humano-naturaleza. Hasta las desamortizaciones, las revoluciones agrarias del liberalismo decimonónico, el Valle era una propiedad del municipio, y, en consecuencia, un bien de aprovechamiento colectivo. Colmenas (los colmeneros de Requena también se prodigaban por la zona), setas, leña, pastos, quién podría resistirse a las mieles que el gran río proporcionaba en su Valle. Hasta que la desamortización de Madoz, en el bienio progresista (1854-56), inició su privatización. Madoz, qué tremendo error. Privó a la gente humilde de un sostén para su vida que era vital. Por eso luego habrían de surgir aquellos villanos y bandoleros de leyenda, el producto manufacturado de una sociedad liberal que no pensaba más que en ningún instante pensó en la la puesta de la economía al servicio de los ciudadanos: la famosa economía moral.

Aunque el paisaje se nos pegue en los pies, aunque el pisarlo nos canse, hay que percibirlo y analizarlo a cada paso que damos. Remontamos el Valle y subimos hacia la ermita de San Antonio de Padua. Es un edificio del siglo XVIII, de una arquitectura rural, tosaca, austera y recia; una edificación pequeña, contundente y honesta que está enclavada en la carretera de Cardenete a Villar del Humo, a cinco kilómetros escasos de la primera población. Como tantos otros santuarios, no sería nada extraño que existiera un viejo lugar de culto previo. Esto es lo que sucede en multitud de santuarios; una superposición de cultos en las mismas zonas consideradas casi sagradas. Y, no cabe duda, que un aire sagrado recorre el área. Aunque los incendios de hace unos años han disminuido la belleza del paraje, el lugar de edificación ha sido adecuadamente elegido. San Antonio se enseñorea del Valle, del valle del Cabriel. El dios natural del Cabriel se hermana aquí con la santidad católica del de Padua. Su alma reside en este Valle; no puede ser en otro sitio, por más que los padovanos se empeñen en reivindicarlo con una gigantesca basílica y con el condottiero Gattamelata custodiando el edificio. Las huestes del condotiero no podrían doblegar tanta belleza.

Al terminar esta visita, sigo percibiendo la falta de lluvia como una emergencia. El inmisericorde cielo de Castilla no se apiada de una naturaleza que precisa agua con urgencia. La nevada del fin de semana de Reyes calmará la sed más inmediata, pero la tierra, los manantiales, el dios Cabriel demandan más. La deformación profesional me inclina hacia interrogantes relacionados con la profesión: ¿saben los chavales de nuestros institutos la pletórica alegría de los días de lluvia?, ¿no debemos hacerles valorar el carácter positivo de la misma?, ¿acaso no ha llegado la hora de hablar de un día malo cuando reiteradamente reina el sol?

En Los Ruices, a 10 de enero de 2018.

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