Presentación del evento Burbujas Solidarias en el Mercado de Colón
Leer más
El Ayuntamiento de Requena avanza en la reparación de caminos rurales tras la DANA
Leer más
Cariñena es elegida Ciudad Europea del Vino 2025
Leer más

LA HISTORIA EN PÍLDORAS/ Ignacio Latorre Zacarés
El que esto escribe ya sabe que el empacho de langostinos y turrones no invita a leer una columna con el título que hemos sugerido más arriba y, aún más, se le advierte al improbable lector que algo de lo que se escriba en estas líneas pudiera importunar la digestión de la ingesta navideña. Pero les dije que el tema de la peste daba para mucho y no me he resistido a hablarles de los extraños remedios médicos que se aplicaron ante el “mal contagioso”.

Lo primero era disponer de médico, tal como indica la propia palabra griega “epidemía” que etimológicamente significaba la visita del médico al paciente o viceversa. No era fácil que residiera un galeno, al menos en Requena, pues el dinero que se disponía para pagarle era harto escaso, dado que el rey no concedía licencia para aumentar la cantidad destinada a médicos tal como el Concejo de Requena quería y requería.

Y no sólo era problemático disponer de médico, sino retenerlo, ya que cuando la peste hacía su aparición muchos doctores en el arte de curar ponían pies en polvorosa con Sebastopol como destino más cercano. Y desengañados no iban los doctores, pues en la epidemia de Zaragoza de 1652 murieron 290 de las 300 personas que atendían enfermos y de ahí la copla recogida por José Simón: “… Y como vieron huyr / y los médicos entrellos / los demás que yvan quedando / procuren hacer lo mesmo.” Curiosamente, cuando Requena concertó en 1530 los servicios del doctor médico Cristóbal por 15.000 maravedíes al año, se le obligó a residir por un año en la Villa, excepto en caso de pestilencia en que no estaba obligado a vivir en la ciudad, pero sí en sus términos. En 1593, al médico Núñez se le despidió por las muchas quejas y notables desacuerdos con él y por haber dejado enfermos yéndose muchas veces a Valencia y Madrid sin el permiso oportuno. ¿Para qué un médico si cuando vienen las enfermedades se van?

En 1593, el Concejo consiguió que viniera a Requena un médico natural de la villa que era famoso en Madrid, donde trabajaba, por su experiencia y ciencia: el doctor García Rullo. Rullo, para los amigos y las actas, se quedó ya en Requena, estuvo presente en las periódicas epidemias (y en alguna le temblaron las piernas) y acabó como regidor perpetuo de la Villa. Pero un médico era poco en tiempos recios y el Ayuntamiento intentaba como fuera que estuviera auxiliado por otros médicos. Con la peste a las puertas, se ofreció trabajar con el doctor Rullo en Requena en 1599 al médico vecino de Utiel, Diranzo; al año siguiente el ofrecimiento fue al doctor Hernández que curaba en Jorquera; un año después se buscaba médico en Valladolid y Madrid y también en Valencia, concretamente al médico Vicente Bosque. Pero el rey sólo autorizaba pagar 150 ducados anuales y con tal salario no se podía costear a más de un doctor.

Los médicos tenían la obligación de visitar a los enfermos pobres y en época de epidemias a los que se llevaban al hospital que estaba en la ermita de Nuestra Señora de Gracia, actual Convento de San Francisco.

Pero cuando venía el “mal”, poco podían hacer los médicos, a pesar de que para la época se habían ya escrito muchos tratados loimológicos (los lomológicos se los dejaban a los carniceros), todos basados en el saber de los antiguos Avicena y Galeno. En principio, la génesis de la peste la atribuían a causas celestes como el influjo de los diferentes planetas, los signos zodiacales y cometas; a las que se adherían causas terrestres como exhalaciones telúricas o hídricas. Así, los “aeristas” defendían la difusión de la peste a través del aire corrompido (las “miasmas”) y no creían en el contagio; mientras los “contagionistas” limitaban los medios de propagación de la peste al contagio interpersonal o a través de bienes. El galeno Sánchez de Oropesa, tras su experiencia en la epidemia de 1581, dijo que el mal no era contagioso, pero posteriormente murió por contagio de peste de un criado suyo (quedó demostrado empíricamente su error médico, aunque no lo pudiera apuntar en sus investigaciones). Otros médicos más cautos se vestían con esa máscara aterradora anticontagio que les mostramos en ilustraciones y que supongo que provocarían pavor a los pacientes que vieran acercarse de esta guisa al galeno. Por cierto, el atuendo se vende por internet por si quieren dar un buen susto a algún incomodo vecino o familiar.

El vademécum de remedios médicos ineficaces para la peste era descomunal. Una gran profusión terapéutica de recomendaciones y remedios médicos que enmascaraban la impotencia absoluta médica frente a la peste. En abril de 1600 ante la amenaza de peste, se acordó cobrar las rentas del molino del Concejo y del puente de Pajazo para que el boticario requenense fuera a Valencia a comprar medicamentos extraordinarios contra la epidemia.

Los remedios iban desde las sangrías derivativas (aplicadas cerca de las sesiones), sajar la lesión y sacar la ponzoña, purgas y especialmente la triaca. Ésta última, la triaca, era un preparado polifármaco compuesto por hasta setenta ingredientes diferentes, entre otros, carne de víbora, jengibre, iris de Florencia, valeriana, ruibarbo, madera de aloe, canela de Ceylán, mejorana de Creta, azafrán, champiñón de París, zumo de regaliz, extracto de acacia, goma arábiga, mirra (ya que estamos en Navidad), betún de Judea o sulfato de hierro. Pero lo que tenía sobre todo la triaca era opio y ¡claro! eso lo curaba todo (en Fuenterrobles saben algo de eso). Marsilio de Ficino afirmaba que la peste era “un dragón con cuerpo de aire que soplando lança veneno contra los hombre y el atriaca es un purgatorio que purgan aquel veneno y doma el dragón”.

Otros remedios eran la utilización de piedras preciosas como los jacintos, esmeraldas, ámbar, zafiros, topacios y rubíes o un cosmético como el solimán que recomendaban ponérselo bajo el sobaco. Y si se tiene a mano se recurre a cuerno o hueso de corazón de ciervo, unicornio, hueso de elefante…

Pero, y ahora sí que se le pueden atragantar los turrones, también se aplicaba lo que se ha dado en llamar la botica repugnante o de las inmundicias (agárrense que viene curva). Unos médicos recomendaban la ingestión de seda cruda molida (¡glups!); otros colocar pollos sobre los bubones abiertos hasta que morían las gallináceas y esta práctica lo complicaba más el médico de Enrique III, el converso Alonso Chirino, que prefería que fueran cachorros de perros abiertos en caliente (¡Ahhh!). Manardi como antídoto prefería orina de un muchacho sano con salvia bebida junto con la triaca antedicha (a su salud).

Pues todo esto eran minucias comparado con los “Remedios curativos y preservativos de la peste” que el médico del “Rey Sol” Luis XIV, Jean Favre, recetó en 1652. Atiendan y encojan el estómago. Seleccionen el sapo más gordo que puedan, lo atan por las ancas y lo ponen boca abajo a la lumbre, recojan con una escudilla honda de cera los pequeños gusanos y moscas que vomite el batracio en cuestión. Por otra parte, el cuerpo del sapo se pone a fuego lento al horno hasta que se reduzca a polvo que será cuando sea mezclado con lo vomitado. Con ello se confeccionan pastillitas de cera amarilla y se llevan sobre el corazón y con tal sencillo remedio uno se preserva e incluso se cura de la peste. Miren qué bien.

La letalidad de la peste era elevadísima porque como se imaginarán los remedios no se podían calificar de muy eficaces.

La causa de la peste fue descubierta muy tardíamente, así que dentro de esa concepción antigua de que los males venían por pecados cometidos y eran castigos divinos, la rabia colectiva podía ir dirigida contra los judíos que eran acusados falsamente de infectar las aguas, generándose incontrolados progromos antisemitas, principalmente en el siglo XIV, y otras veces la ira popular se dirigía a los sodomitas como sucedió en Valencia en 1519 con las predicaciones de fray Lluís de Castelloli que dio la culpa de los males de la ciudad como la peste y riadas a las prácticas homosexuales.

Y dentro de esa cosmovisión cristiana se imploraba la capacidad taumatúrgica de los santos protectores preferidos de la peste: San Sebastián y San Roque. Quizás la bella ermita artesonada de San Sebastián de Requena pudo tener origen su advocación en una peste, pues en los gozos que se cantan en su fiesta anual se dice: “En la peste y su dolencia / sed nuestro libertador”. También la peste de 1509 según el historiador Bernabéu conllevó la institución de la fiesta de San Roque en Requena que sigue recibiendo culto en la Iglesia del Carmen de Requena. En sus gozos se le canta: “Tanta fue la santidad / de vos Roque y excelencia / que os fue dada potestad / de sanar su pestilencia”. En Mira en 1532 erigieron la ermita de San Roque y juraron celebrar su fiesta “por neçesidad de las pestilençias pasadas”. Lo mismo que pasó en Utiel en 1561 con la fundación de la ermita de San Roque que estuvo directamente vinculada con el periodo de peste de 1557-1559.

En Requena, Campo Arcís y San Antonio se realizaba y realiza el acto de correr la bandera en el que el abanderado en un bello y complejo ritual hace varias bendiciones en forma de cruz a cada uno de los puntos cardinales con el fin de purificar todos los aires contra las pestes.

Pero ni aún así, a pesar de que todos los médicos creían en la causalidad divina como origen primero del mal y Laguna recomendaba una confesión general ante la peste. Así que lo más efectivo era huir y eso sólo lo podían hacer los más acomodados. En la catedral de Málaga los canónigos poseían el “estatuto de la peste” que les permitía huir de la ciudad. El médico Martínez de Leyva lo indicaba bien clarito que lo mejor era: “tomar las de Villadiego y acogerse con tres píldoras, compuestas de tres llamados cito, longe y tarde, que en resolución quieren dezir presto, vete a lejos tierras y vuelve tarde a la que apestada dexaste”.

Y eso parece que es lo que hicieron nuestros próceres requenenses cuando la llamada “peste atlántica” llegó a las puertas de Requena en el verano de 1601. Tras dos años con muchos acuerdos referidos a información y cautelas a tomar por el “mal contagioso”, llega la peste y las actas dejan de redactarse y sólo en septiembre de 1601 se indica un lacónico “hiciéronse ziertos acuerdos tocantes a la peste, pósito y con esto se acavó el dicho Ayuntamiento” y nada más dice el escribano porque seguramente la citada reunión ni ocurrió, ya que en tiempos de mal los regidores acomodados huían a las partidas rurales.

Y al igual que ellos hace el que esto escribe que toma “las de Venta del Moro” para celebrar estos días navideños, esperando que los lectores de píldoras gocen de un 2017 venturoso, inquieto y pleno de curiosidad y cultura que no es útil remedio contra la peste, pero sí contra ciertas iniquidades de este mundo que nos empeñamos en construir/destruir. Vale.

Comparte: Tomar las de Villadiego o la Botica Repugnante