Requena (09/08/18)LA BITÁCORA/JCPG
Los tiempos gloriosos del pastoreo están directamente relacionados con el universo de la dehesa, aquel espacio cuidado precisamente por sus ventajas a la hora de proporcionar pastos y otros beneficios a la comunidad. En la foto, la antigua dehesa de la Sevilluela.
El nervio de una tradición pastoril.
Dos tierras, pero un mismo universo. Cuenca es, ha sido, una tierra propicia a los ganados. También nuestra comarca, que ha dispuesto de dehesas para pasto desde hace siglos. A lo largo de los siglos bajomedievales y de la modernidad, la tierra conquense ha catapultado hacia el éxito a la riqueza ganadera.
Aquellas grandes familias conquenses del siglo XVI y XVII tenían a los ganados como los pilares más sólidos de su potencial. Los Alcalá, los Montemayor, edificaron su fuerza a base de ganado. Cierto que sus antepasados habían sido judíos y ellos hacían ahora méritos para formar parte de la comunidad cristiana, pero eran prohombres hechos a base de ovejas. El Tribunal de la Inquisición no pudo con ellos, a pesar del empeño y odio desplegados por el inquisidor Antonio del Corro.
Rastrojar. Una de las dedicaciones anuales del ganado. Una función extremadamente ecológica.
Una larguísima tradición ganadera es lo que tiene Cuenca, aunque también nuestra propia tierra. El caso es que, como en tantos otros tiempos, personas de Cuenca hicieron el trayecto que les condujo hasta nuestra tierra. Un inmenso trasiego de gente de un lado a otro, buscando el pan de cada día. Cirilo y Rafael Ochando necesitaban pastor para cuidar a su ganado. El tío Cayo y su mujer llegaron de la hermana Cuenca para trabajar en Los Ruices.
Cayo. Resonancias latinas; esto es lo que inmediatamente encontramos tras este nombre propio. César, he aquí el inmediato recalar de nuestra mente histórica; otros no verán más que un nombre ya caduco, fuera de las costumbres instauradas en este país en las últimas décadas. Un hombre no muy alto, pero corpulento. Un hombre entrado en años y un niño de poca edad. Dos polos de la vida humana cara a cara. Era cotidiano encontrar al tío Cayo cada tarde, cuando volvía con su ganado. Preguntaba por mí si no me veía. Era un hombre al que admiraba, seguramente por su calidez humana, por la atención que prestaba a un crío pequeño que no sabía más que jugar. Hoy constituye uno de los recuerdos más gratos que me anclan a la vida en mi tierra, aunque aquel hombre haya muerto.
Existió una época en que la tierra estaba destinada principalmente a los aprovechamientos ganaderos. Un paraíso para el ganado. El mapa fue elaborado en su día por el profesor Juan Piqueras, tras un estudio profundo de la cuestión.
La sociedad pastoril ante el cambio.
Entre los historiadores, ha proliferado la identificación entre lo pastoril y el inmovilismo. Para que nos entendamos, se asimila el dominio del pastoreo con la presencia de una sociedad que no hace sino reproducirse a sí misma sin describir cambios apreciables.
El tío Cayo era pastor, pero pertenecía a una sociedad agro-ganadera sometida a profundas transformaciones. El comercio estaba revolucionando por dentro a la pequeña sociedad de agricultores que complementaban ingresos con algunos ganados. Cuánto metió la pata Aristóteles al colocar la pereza como una de las cualidades de los antiguos pastores. Y se ha asociado al pastor el sambenito de la rudeza.
Pero el pastor ha sido símbolo de la pureza y la inocencia. Por eso participan en un lugar privilegiado en el proceso de invención de lugares santos en el cristianismo. Pastor, árbol o fuente, aparición de la Virgen, afluencia de los primeros peregrinos. Sin hablar de que el pastor y su rebaño alcanzan cotas de significación religiosa suprema en la religión cristiana. Los pastores fueron los primeros en recibirla noticia de la Natividad.
Inmovilismo. Cualquier cosa se puede decir desde la perspectiva de un mundo que ha dado la espalda a la naturaleza y no hace sino sojuzgarla día tras día. El pastor era un producto de la relación equilibrada del hombre con el medio. Quedan ganaderos. Pero aún es posible ver pastores en tierras del Cabriel, por ejemplo en Carboneras de Guadazaón, rastrojando las siembras recién segadas de su fértil campiña.
El hombre es un ser que se acostumbra a (casi) todo.
El escritor ruso Fiodor Dostoievski afirma que la mejor definición que se le puede adjudicar al ser humano es precisamente el hecho de ser capaz de adaptarse a casi todo, a circunstancias vitales adversas, muy negativas (ver Recuerdos de la casa de los muertos, Barcelona, editorial Bruguera, 1981, pág. 29). Y esto es lo que sucedió en muchos lugares y en muchas personas en los años posteriores a la guerra civil.
Las profundas y negativas repercusiones de la guerra alcanzaron cada rincón del país. Muerte, represión, miseria, hambre. Un cuarteto trágico que se enseñoreó de la realidad cotidiana de nuestra sociedad.
La Meseta no ha constituido nunca un país rico. La miseria y la privación eran algo cotidiano. También era cotidiano el abuso que los grandes infligían sobre los lomos de los modestos. Las viejas familias de la burguesía volvieron, después de 1939, a recuperar su trono y su llave maestra en la propiedad de la tierra. Algunos empezaron a orientar los negocios, las fortunas, hacia otros destinos. El marqués de Caro y el conde de Villamar iniciaron un proceso de enajenación de tierras que ya tenía precedentes en la preguerra. Los renteros, campesinos pobres instalados en las tierras de esta nobleza, empezaron a comprar tierras, primeros en pequeños lotes y después se quedaron con más a través del procedimiento de la plantación a medias.
He aquí el espíritu santo hacedor de milagros. La plantación a medias suponía que el rentero, plantador, se quedaba con una parte de la tierra, aunque el resto pasara al conde o el marqués. Campo abierto para acceder a la propiedad. Un sueño largamente acariciado por los campesinos, hechos al esfuerzo, a soportar escarchas, fríos, calores sofocantes y trabajos extenuantes. Mao Zedong nunca comprendió que los campesinos chinos no deseaban la comuna, aunque él se empeñó en la locura. Había que estrangular el deseo secular campesino de tomar la propiedad. Claro, lo pagaron los chinos con hambre y miseria.
En el escalón inferior al rentero estaban diversos sectores. Por supuesto, los jornaleros, habituados a trabajos eventuales. Pero existían los llamados “mozos”. El mozo es una figura esencial de la postguerra, y también de otras épocas. Familias pobres, numerosas, colocaban a sus elementos jóvenes como mozos o como mozas en otras casas, con otras familias. Las familias de destino no eran ricas, ni siquiera de clase media; eso sí, podían vanagloriarse de poder comer a diario y tener tierra y ganados. Había quien, por razones de enfermedad o invalidez, necesitaba mozo para sus cuatro cepas. Los mozos fueron esenciales hasta bien entrados los años sesenta; entonces, el desarrollismo acabó por absorberlos en la insípida urbe.
El mozo cumple la definición de Dostoievski. La necesidad le condujo a un proceso de adaptación: a buscarse el pan como fuera. El mozo o la moza recibían las costas y quizás un pequeño estipendio, de acuerdo con la situación de la familia y la cosecha de cada año. El tío Flores de Los Marcos acogió a un joven de una familia de Golosalvo; pero este mozo tenía varios hermanos; de esta manera, Flores trató con su cuñado Rufino, prácticamente incapaz de un esfuerzo físico, dada su invalidez como resultado de las heridas recibidas en la reciente guerra, de colocar a otro hermano. El otro hermano se instaló en la casa de Rufino y Pilar, en Los Ruices. Casas modestas, pero en las que no faltaba un plato a la mesa; y esto era importantísimo en un tiempo en que el país no estaba para derroches.
Golosalvo, los pueblos de la Serranía de Cuenca, eran aprovisionadores de esta mano de obra. Dejar su tierra y venir en busca de un mendrugo de pan. Lo que los seres humanos siguen haciendo después de milenios. En el siglo XVIII, el Catastro de Ensenada muestra también una realidad similar, con las mozas que llegan a servir a las casas de esa clase media artesana que son los tejedores; llegan para recibir poco: las costas y un pago en pañuelos.
Esta es una asignatura pendiente de nuestra investigación histórica. Pero hay tantas… Cómo fue posible que familias pobres, a las que cualquier pequeña oscilación climática o en la estabilidad del país, podía arrojar a los márgenes sociales, pudieran acoger a otros aún más pobres que necesitaban de este pequeño nicho de supervivencia. He aquí la gran cuestión.
Pastoreo y paisaje.
Cayo era uno de tantos, un hombre buscando el sustento para su casa. Pastorear era su trabajo. Cayo llegó ya mayor a esta tierra y conocía bien su oficio. Quién sabe cuántas reses llevaba: ¿100, 200? El tío Cayo llevaba sus ovejas por todas partes. Eran tiempos en que había menos tierras dedicadas a la viña que hoy en día; en tanto que existían muchos “piazos”, que se dedicaban a cereal. Durante mucho tiempo, la viña estuvo recluida a las orillas, no precisamente en la mejor tierra, pues en los hondos, en las áreas feraces reinaba sin discusión el cereal. Sólo La Cornudilla poseía abundantes viñas. El paisaje se transforma, el ser humano lo transforma de acuerdo a la necesidad de los tiempos.
Cayo era uno de los pastores de la aldea. Su labor era trasladarse de aquí para allá para alimentar a su ganado. El pastor conoce al dedillo el terreno que pisa. El espacio geográfico le era tan familiar como su propia casa. Cada palmo de la tierra formaba parte de sus conocimientos. Sabía los ritmos naturales y la posición de cada romero. Nada escapaba a su escrutinio cotidiano y minucioso.
Los iriazos eran la tierra que había sido abandonada. El ganado daba cuenta de la vegetación que crecía en estos espacios.
Tener unas cabras y unas ovejas no era precisamente algo extraño en esta sociedad. Claro que, probablemente, era el tío Mariano el que pastoreaba su micro-ganado de una manera más original: no tenía más que tres o cuatro cabras y algún cabrito, pero una de las cabras la llevaba atada a una tabla de tal modo que clavaba unas estacas en los ribazos y la cabra no hacía más que ir de un lado a otro de la cuerda que unía las estacas. Un método sencillo de evitar la huida de la cabra.
El pastor, una figura hoy en peligro de extinción, es una figura vital en las sociedades tradicionales, y, por si fuera poco, posee rasgos que remiten a una memoria desordenada del mundo. Como pastor, el tío Cayo era vivamente sensible a los ritmos del cambio y a las necesidades de traslación espacial en virtud de las necesidades biológicas de su ganado. Es probable que algunos agricultores desconociesen los pormenores más insignificantes de ciertos parajes; el pastor, sin embargo, atesoraba un grado de conocimiento notable.
El tío Cayo se movía en un medio geográfico siempre hábil, dispuesto a transformarse en cada estación; pleno de cerros, de planicies, de barrancos, de vallejos, una realidad geográfica que posibilita múltiples oportunidades.
Explotar las posibilidades. Esto hace todo pastor. ¿La geografía definió a esta comarca? No sé qué responder; seguramente ha sido muy importante, diría que verdaderamente decisiva en algunos momentos de la historia. No es esto una especie de determinismo, a lo Braudel. ¿Resistencias a la acción humana de los imperativos espaciales? Por supuesto, han existido.
Ahora bien, las resistencias, en forma de laderas que soportaban mal el labrado con tractores, en forma de barrancos que iban creciendo cada año, han sido hoy vencidas. Una naturaleza vencida, puesta de rodillas, es seguramente una de las señas de identidad de nuestra sociedad actual.
El tío Cayo sí que tuvo tiempo de reflexionar sobre el espacio que pateaba diariamente. Lo que es claro es que lo recorrió, tomó decisiones inmediatas sobre su funcionalidad y su papel en torno al ganado. Es probable que su visión del mundo coincidiese con la de Fernand Braudel, cuando afirma:
“El hombre es prisionero, desde hace siglos, de los climas, de las vegetaciones, de las poblaciones animales, de las culturas de un equilibrio lentamente construido del que no puede apartarse sin correr el riesgo de volver a poner todo en tela de juicio.”(La Historia y las Ciencias Sociales, Alianza Editorial, Madrid, 1970, p. 71).
Una historia a partir de un instante.
Esquilar. ¡Qué labor tan extraordinaria! Se esquilaba en la puerta de Cirilo y Rafael. Una labor prodigiosa, rápida y efectiva; el objeto: limpiar al animal de su lana y disponerlo para los rigores veraniegos. El vellón era apartado para venderlo al mejor postor. El comercio siempre estaba de por medio. La posibilidad de obtener beneficio.
Porque había también otro tipo de ganadería. Por ejemplo, aquellos hombres que llegaban con su piara de chinos para venderlos en las aldeas. Traían los cerdos a pie. Buen deporte llevaban los chinos. En la casa de la tía Petra se alojaban. Esto era de por sí una hazaña: la casa siempre fue muy pequeña.
Trataban de vender los gorrinos. Era un mercado habitual. La despensa del campesino se nutría del corral, algo del huerto y el chino. El chino era fundamental, como todos sabemos, pues llenaba orzas, proporcionaba jamones y mucha alegría y felicidad en las casas que lo tenían asegurado.
El fantasma de la emigración.
Cayo se trasladó finalmente a Utiel. Fue una pena que un hombre que derrochaba cariño con un crío desapareciera de la aldea. Mucho se fue con él. Permanece en mi retina todavía cuando enfilaba la calle del olmo arriba, después de pasar el día con su ganado.
Nadie tenía por detrás que siguiera su estela; probablemente no deseó que su prole continuara; tuvo hijas. Sus dos hijas, Reme y Carmen, se casaron en Los Ruices y en la Venta del Moro. Nunca quiso una dura vida de pastor para su prole, habiendo sufrido los rigores del sacrificio pastoril.
En el fondo, el tío Cayo pertenecía a un mundo que empezaba a ser arrinconado por nuevos métodos. Cayo vivía en una sociedad agro-ganadera, pero la nueva España que iba a enfilar el carril europeo iba desprendiéndose de las viejas costras del mundo tradicional.
Ya no hay ganados en los alrededores. No existen los pastores. Hay ganaderos. Son ganaderos de granja. No pastorean sus ganados. La industria ha invadido el viejo territorio de la ganadería tradicional. El viejo río urbano se ha desbordado y ha conseguido llevarse un componente más de las sociedades rurales: el pastor. Ahora se edifican esas tremendas macrogranjas de cerdos, capaces de criar varios miles de cabezas, con mecanismos totalmente automáticos que convierten al ganadero, realmente, en un operario fabril.
Volver a Braudel. Decía el viejo historiador francés que, en definitiva, las civilizaciones están vertebradas por la continuidad. Cierto que vivimos aún en el floreado de la Ilustración del siglo XVIII. No sé si esta tecnificación que llega hasta pormenores secundarios, responsable de tantas transformaciones, puede asimilarse a eso que benévolamente llamamos progreso.
Han pasado los tiempos en que los pastores tenían una relevancia crucial en la sociedad. Antes de constituir el Israel antiguo, los israelitas pasaron siglos pastoreando sus ganados en las montañas. Los ganados de la Mesta fueron importantísimos durante varios siglos de la historia de España. En la Suecia del siglo XVIII, la figura del pastor tenía el privilegio de abrir el baile con la novia durante las bodas rurales, era también el que trinchaba la carne en el convite y hasta prestaba muchas veces su ropa al novio para que se casara. A veces eran seguramente envidiados por muchos campesinos, ya que gozaban de mayor libertad, aunque las autoridades religiosas los mirasen con cierta desconfianza. Incluso se les adjudicaba en algunos lugares de Europa determinados poderes mágicos, relacionados con el conocimiento de los astros.
Fueron esas oleadas del progreso las que destrozaron a los pastores de antaño. La antigua novela pastoril alardeaba de pastores que iban por los montes y caminos cantando y tocando diferentes instrumentos musicales. Cayo nada tenía que ver con este tipo de pastor, que en realidad era pura fábula. Cayo tenía más en común con aquellos pastores trashumantes que sostuvieron durante siglos la economía de Castilla.
En homenaje al tío Cayo.
En Los Ruices, a 7 de agosto de 2018.