LA BITÁCORA DE BRAUDEL / JCPG
Días bombardeados por el estudio de la Organización Mundial de la Salud. Relaciona el cáncer, así, en general, con el consumo de carnes y embutidos. Algo serio se se trata de cáncer. Con esto no se juega. Se me ponen los pelos de punta solo de oír la dichosa palabrita. Suena a apocalipsis que nos digan que es malo comer embutidos. ¿Estar sin comer longaniza? ¿Qué decir de las tajadas de tocino? Aunque si quieren hablamos del pernil. Me parece increíble. Privarse de estos manjares es, al menos para mí, imposible. No consumo demasiada carne roja. No es que no me guste, sino que por tradición familiar no he adquirido el gusto de comerla. Reconozco que un buen churrasco, una buena chuleta de buey, son manjares extraordinarios. pero a mí lo que me duele es que me priven del gorrino (de nuestro chino); esto sí que me llega al alma. Porque son generaciones de antepasados los que deben haber dejado su estela en mi ADN, hasta tal punto que cuando veo torrarse la panceta en la lumbre de sarmientos se me saltan las lágrimas mientras la boca se hace literalmente agua.
Algunas voces se han alzado contra la OMS. Le espetan en la cara que en otro tiempo, no tan lejano, cargó contra el aceite de oliva y delicias diversas. Yo recuerdo cómo nuestro aceite era atacado mientras se promocionaba el de girasol. Bueno; al final pasar la vida comiendo longaniza no resulta tan interesante, sobre todo si uno piensa en otros manjares tan deliciosos como el pescado, los guisos de toda índole y las hortalizas que tenemos a nuestra disposición. Pero nuestros ancestros comieron mucho gorrino. No vivían muchos años. ¿Quizás por las carnes? Los que morían de gripe, enfriamientos y males menores hoy en día, desmienten la realidad. Probablemente ninguno pretendía vivir cien años.
Le retiemblan las carnes al sector cárnico. Sólo de pensar en las consecuencias de un estudio como el de la OMS los carniceros deben estar en guardia. Cualquiera con dos dedos de frente sabe que el exceso es pernicioso y en el equilibrio reside la virtud. Esto, que parece casi algo teológico, es tan viejo como el género humano. Este mismo equilibrio debería imperar en el sector de la carne, sobre todo a la hora de incorporar a la carne aditivos que, aunque estén autorizados, no resultan sino añadidos que pervierten en cierta forma el producto final. Quizás en tales aditivos está el problema, y no tanto en la carne misma.
Por mi parte, sigo soñando con la careta, el morro y la oreja. Con las matanzas aldeanas, con la lumbre y los lebrillos a rebosar de la carne con especias, dispuesta para ser incorporada en las tripas. El embutido de siempre: longaniza, morcilla, güeña, perro… Pero, mientras, se me hace la boca agua, también.
Iba a proceder a un giro sencillo al tiempo que cutre: relacionar la carne que comemos con la que disfrutamos, la que nos proporciona placer. Ejercicio fácilón, pero que ha perdido vigor (entiéndase en el buen sentido) después que la gente de Playboy haya decidido casi cerrar el chiringuito y en programas de la tele los tíos y las tías luzcan libremente sus atributos sin que la cámara sufra un arrebato de vergüenza al enfocarlos. Por cierto, el colmo del mundo al revés es contemplar a los miembros de la especie humana en pelotas recitando versos. La carne y la poesía.