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Requena (10/01/19). LOS COMBATIVOS REQUENENSES – Víctor Manuel Galán Tendero.

El gran Francisco de Goya pintó con maestría a los tipos populares que cuchillo en mano cargaron contra los jinetes mamelucos aquel dos de mayo de 1808. Con su descarnado realismo, puso en el centro de la escena a tan humilde como efectiva arma blanca. Su difusión fue enorme y veces se tachó de indigno su empleo, al modo de los cuchillos cachicuernos con los que el Cid amenazó a Alfonso VI en la mítica Jura de Santa Gadea. Tan cortante arma blanca fue blandida con contundencia por los moriscos valencianos en sus disputas, si damos crédito a lo manifestado en varios procesos judiciales.

A mediados del siglo XVI, puñales y dagas formaban parte destacada del arsenal de los requenenses junto a las espadas, las lanzas y las ballestas, presentes en su emblemática fortaleza en los días de la guerra de las Comunidades. Por ello, los oficiales reales se preocuparon por su tenencia y control, junto a las armas de fuego. Hacia 1568, en vísperas de la enconada guerra de las Alpujarras moriscas, el empeño parecía gozar de cierto éxito, especialmente en comparación con el vecino reino de Valencia, donde los nobles pusieron trabas al desarme de sus vasallos moriscos en más de una ocasión entre 1563 y 1586 al menos. Entonces las socorridas y contundentes piedras ganaron importancia en las reyertas vecinales. Martín Guerrero fue condenado por dar una pedrada que le costó una multa de mil maravedíes, muy superior a la pena impuesta por pesas falsas.

Por mucho que se empeñara la autoridad regia en reducir el armamento de sus súbditos a cuchillos romos y a espadas cortas poco afiladas, lo cierto es que la realidad fue más testaruda, so capa de ciertas excepciones legales. El extenso término municipal de Requena de época de Carlos V, mayor que el actual, presentaba no escasos peligros (alimañas, salteadores de toda laya) y se acogió su gente a la disposición del reino de Granada de portar armas defensivas en campo abierto. No se libraron de más de un sobresalto, especialmente de los bien provistos bandoleros valencianos en la raya de Castilla, pero mejor era aquello que nada.

Villa con un importante tráfico de cereal entre las tierras castellanas y valencianas, Requena vio pasar a muchos arrieros, los grandes transportistas de la España interior antes del tendido de la red ferroviaria, cuya honradez alabó Wellington durante la guerra de Independencia. Personas resueltas, entraron a veces a la carrera en el Arrabal requenense y se acompañaron de buenos cuchillos y dagas en sus largos viajes. Cuando llegaban a las casas del Peso de la Harina en la vecindad del Pósito, a la entrada de la calle que todavía lleva su nombre, no se apartaban de sus armas blancas con tal de no ceder en alguna delicada disputa de tasación. Los molineros, igualmente importantes en la localidad, siguieron tal proceder, con no poco escándalo. En un tiempo tan recio como el de principios del siglo XVII, con numerosos años agrícolas críticos, los problemas y las disputas al respecto menudearon tanto que en las ordenanzas municipales de 1622 se prohibió que arrieros y molineros acudieran de tal guisa al lugar.

El arma blanca no fue solo privativa de los grupos populares, sino que también presumieron de la misma los poderosos. En 1712 el teniente de alférez mayor don Miguel Ibarra logró del rey, entre otras cosas, el poder entrar en las no siempre amigables reuniones consistoriales (los ayuntamientos) con daga en el cinto. Más allá de cierta distinción aristocrática, también pensaría que no estaba de más tener un puñal a mano.

ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA.

Juicio de residencia al corregidor Aliaga, nº 6146.

COLECCIÓN HERRERO Y MORAL.

Ordenanzas municipales de 1622, Caja 1.

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