Primavera recién estrenada en la campiña de Requena-Utiel. El paso por el equinoccio anuncia el alargamiento continuo de los días. Y aunque aún no han acabado las jornadas de frío intenso, no raras por aquí durante el mes de abril, un nuevo soplo de aire tibio se va instalando en la comarca.
Marzo llega a su fin, y un cierto cambio se nota ya en el ambiente. El despertar de la naturaleza es inminente. Los baldíos se van tornando coloridos por la irrupción de flores de todas las tonalidades. Los árboles de las riberas empiezan a despuntar sus ramilletes de hojas. El campo se va animando con la presencia de decenas de invertebrados que se despiertan de su largo letargo invernal.
Muchas de las aves que eran habituales por los campos de cultivo se van hacia las lejanas tierras del norte. Otras de origen africano, sin embargo, van haciendo acto de aparición ocupando los nichos ecológicos que quedan vacíos. No hay fecha que más impresión cause al naturalista que la de los cambios estacionales. Es un vaivén continuo para esos singulares actores en un escenario muy especial: la Naturaleza.
Formas, colores y comportamientos. La vida en continuo cambio; en continua progresión. Por el día, y también por la noche.
Silbidos en la noche. Un sonido nuevo, se hace eco en la campiña. Tiuut, tiuut, tiuut. Rítmicamente, con una precisión muy ajustada, una flauta se hace oír en el soto fluvial, en la huerta cercana o incluso en el parque del pueblo. Desde hace unos días, justo al ponerse el sol, un misterioso silbido llena de sonido las frescas noches primaverales. Tiuut, tiuut, tiuut. ¿Quién anda ahí?
La sorpresa se hace mayúscula cuando el profano en la ornitología descubre, seguramente por casualidad, al autor de ese monótono canto. Se trata de un búho. Sí, un búho; pero uno, desde luego, muy especial. El autillo, la rapaz nocturna más menuda de la península ibérica.
El autillo, Otus scops; de un tamaño similar al de un tordo y con un plumaje grisáceo o pardusco densamente salpicado de motas tanto oscuras como claras. Es muy difícil detectar su críptica figura cuando descansa durante el día al refugio de las ramas de un viejo árbol. Para hacerse más invisible, los pinceles de plumas que típicamente sobresalen de su cabeza, rompen la silueta cefálica, y no es sino un repentino movimiento del ave quién delata su presencia en la inmediata cercanía. Una vez vuela, sus largas alas (que confieren al autillo una envergadura de cerca de medio metro) contrastan con el modesto cuerpecillo. El autillo, un búho muy peculiar.
Recién llegado de las planicies del África tropical el autillo hace acto de aparición en nuestras arboledas donde ya lo oímos en las temporadas pasadas. Llega exhausto a nuestros derroteros tras un viaje muy duro en el que ha tenido que atravesar tanto fértiles sabanas, su habitual cuartel de invernada, como improductivos y extensos arenales del gran desierto del Sáhara, donde prácticamente no puede reponer fuerzas. Por si ello fuera poco, aún ha tenido que enfrentarse a otro peligro, tal y como lo vienen haciendo año tras año sus antepasados en su larga historia evolutiva: el cruce por el estrecho de Gibraltar. Apenas un brazo de mar de 14 kilómetros de longitud por el punto más corto pero lleno de dificultades por los fuertes vientos reinantes que hacen abortar el trayecto si tiran al agua al protagonista alado del ensayo de hoy.
Nada más llegar los autillos a los lugares de cría emiten sus característicos reclamos con los que delimitan los territorios reproductores. Allí, los machos de manera incansable y con una cadencia rítmica de unos dos o tres segundos silban típicamente para comunicar a las hembras que él está disponible para ellas y para advertir a otros machos que ese feudo ya está ocupado. Las hembras, también se hacen notar sonoramente, pero su silbido tiene un tono algo más agudo y que facilita su diferenciación por el curioso oyente que se siente atraído por tal comportamiento de celo.
Y así de entretenidos van pasando los días, o mejor dicho las noches en los campos y en los mosaicos agroforestales de Requena-Utiel. Así hasta que la hembra deposite sus huevos en el nido, en que las emisiones sonoras decrecen notoriamente. Esto viene a ocurrir, más o menos, a partir de mediados de abril y hasta mediados de mayo.
Los nidos suelen ser simples oquedades de árboles añosos y de cierta envergadura, aunque no es raro que llegue a utilizar otros agujeros disponibles en la zona como orificios hechos por pájaros carpinteros, huecos en paredes, ribazos o en edificios deshabitados, o incluso nidos abandonados de urracas, tan frecuentes en nuestro entorno. En ellos depositan de tres a seis huevos de color blanco que la hembra se encarga de incubar por periodo de 24 a 25 días.
Mientras la hembra cuida de los huevos, y luego de los pollos, es el macho el que se encarga de cazar y alimentar a su familia, aunque cuando los hijos ya cuentan con unas tres semanas de edad, y debido a la necesidad de incrementar las cebas, la hembra también se suma a la suerte venatoria.
¿Y qué comen estos animales? Pues la respuesta está en la lógica de su tamaño relativo. Son unos búhos diferentes al resto también en su dieta al componerla básicamente de insectos de mediano y gran tamaño. Sin embargo no desdeñan también consumir pequeños vertebrados que se puedan poner puntualmente a tiro como lagartijas, salamanquesas, pajarillos y algún micromamífero como ratones o musarañas, pero siempre como complemento a la base entomotrófica.
Ahora con el pulso primaveral recién iniciado, miríadas de pequeños seres acorazados pululan en las noches iniciando una boyante actividad vital tras el largo letargo invernal. Así escarabajos, chinches, saltamontes, grillos, polillas, escolopendras, escorpiones, tarántulas, y tantos otros artrópodos se echan al monte animados por la gran productividad trófica derivada del notable incremento de la fotosíntesis que se viene dando en este mes en los paisajes ocupados por el pequeño gran depredador que nos ocupa.
Después llegará el verano, con los pollos ya crecidos y capaces de volar. A los cincuenta días de vida los jóvenes autillos ya son capaces de cazar por ellos mismos. Poco después se independizarán de sus padres y comenzarán una fase dispersiva que les llevará a lugares relativamente distanciados de los que les vio nacer. Y ya hacia finales del verano, especialmente ya a lo largo del mes de agosto, tanto jóvenes como adultos abandonarán la península ibérica para dirigirse hacia tierras africanas donde pasarán los meses otoñales e invernales al gozar allí por esas fechas de los animales que les sirven de sustento. Para que se hagan una idea, mi última observación en la temporada pasada del autillo en uno de sus lugares habituales como es el bosquete de pino doncel Pinus pinea de El Pontón fue el 17 de septiembre, fecha ya ciertamente tardía para la especie aquí.
No obstante, hay una fracción de la población que se queda a pasar el invierno en determinadas localidades del sur y el este ibérico, especialmente en áreas costeras. Allí, al amparo de unas menos rigurosas condiciones climatológicas, y de una manera realmente muy discreta, casi sin llamar la atención, algunos autillos permanecen invisibles en parques, jardines, naranjales y otras frutaledas. No se ha cuantificado bien esa población invernante en relación a los efectivos totales, pero quizás vaya en aumento por las más que evidentes muestras de un cambio climático en los últimos tiempos.
El autillo es un ave característica de la mitad meridional de Europa, alcanzando sus mayores densidades en los países de la cuenca mediterránea como España. No en balde nuestro país aporta unos efectivos poblacionales que rondan las 30.000-35.000 parejas reproductoras (estimadas a finales de los años 90 del pasado siglo), lo que supone un alto porcentaje sobre el total continental que se calculó en un intervalo de unas 96.000 a 210.000.
Sin embargo, y a pesar de la importancia que para la especie supone el contingente nacional, el autillo muestra una tendencia demográfica a la baja en las últimas décadas que puede hacerlo desaparecer de muchas localidades ibéricas. Las razones que argumentan los estudiosos esta especie se concentran en dos tipologías: la alteración de su hábitat y el empleo de productos químicos en el campo.
La Meseta de Requena-Utiel todavía acoge una buena representación de autillos. Sin embargo los rápidos cambios producidos en nuestro paisaje rural tendentes a la simplificación de su estructura llevan consigo una afección negativa para sus poblaciones. En concreto, la pérdida de lugares de cría adecuados, con cierta disponibilidad de viejos árboles para que puedan establecer los territorios nupciales. Pero también influye la disminución notoria de sus presas debida a la escasez cada vez mayor de buenos hábitats donde alcancen las mínimas densidades que necesita el ave para establecerse. Y en este último aspecto, el uso habitual que se hace de plaguicidas para tratamientos agrícolas, acarrea una afección negativa realmente importante.
Es una pena, pero nuestros campos acaban por convertirse en extensos parajes sin personalidad, y cada vez más asépticos y carentes de vida. Y los autillos, como fieles representantes de esa fauna que se posiciona en el entramado alimentario como depredadores y controladores de las otrora boyantes poblaciones de insectos, sufren aquí también una merma de efectivos y de localidades de presencia.
El pequeño gran viajero, que salta de continentes de año en año como el que no quiere la cosa; el discreto habitante de los días, y el ornamento de las noches primaverales; el autillo, ese pequeño y grácil búho que alegra con su presencia la campiña y los sotos ribereños.
Tiuut, tiuut, tiuut; reclama enardecido por el celo. Desde la vega del Magro o desde la alameda de Utiel. Desde la chopera centenaria de Fuenterrobles o en los mosaicos cerealistas de Sinarcas o Camporrobles. Tiuut, tiuut, tiuut; con una cadencia matemática, el autillo canta a la noche venturreña, cherana o de cualquier otro municipio comarcano. Y que lo siga haciendo por mucho tiempo.
Es un deseo cargado de sentido y de sentimiento. Porque cuando no lo haga el autillo algo malo estará pasando en nuestros pueblos, en nuestro campo y en nuestro paisaje tradicional. Quizás no sean ya lo que fueron en su día.
Silbidos en la noche. Salga a escucharlos y sienta la fuerza de la naturaleza.
JAVIER ARMERO IRANZO