LA BITÁCORA/ JCPG
Esto es un escándalo. Dramático y terrible. Lo que estamos haciendo con nuestros mayores no tiene nombre, al menos nombre que contenga connotaciones positivas. Me horroriza pensar que a una persona no se le admite en la UCI por el hecho, tan simple como azaroso, de tener muchos años.
Un fallo de la sociedad. ¿Qué ocurre con esta sociedad que no es capaz de ofrecer todos los recursos de que dispone para la salud, al margen de la edad que tengan las personas que los necesitan? ¿Qué ha sido del humanismo? Hay mucho de una estruendosa derrota moral de nosotros mismos, ya desde el instante en que se clasifica en función de qué vidas son útiles y cuáles no.
Demasiados interrogantes caben en esta grieta de la montaña. Se abren demasiados problemas. Tal vez es que hemos llegado a una situación en la que no nos importa a qué tenemos que renunciar para preservar eso que creemos sagrado: nuestro propio bienestar. Para muchos ya se ha demostrado nuestra capacidad de renunciar a las libertades en aras de una cierta seguridad.
¿Qué decir de nuestros políticos? Los subidos al poder, arrogantes y aparentemente seguros, nos intentaron convencer hasta el minuto anterior de que esto no era sino una gripe corriente. Los otros ahora parecen saberlo todo. Poco hay de reconfortante en unos tipos que no saben sino instrumentalizar el dolor. No parecen sentir ninguna vergüenza con lo que estamos viviendo.
¿No parecía asombroso cómo destacados periodistas, analistas y otros tipos de tertuliano, también en femenino, se referían al virus como algo de lo que no había que preocuparse mucho porque principalmente atacaba a los mayores? No se les caía la cara de vergüenza. Parece como si muchos, especialmente los jóvenes, no comprendieran que los mayores, los viejos, no son seres de otros planetas, sino su propio futuro. ¿No es inmoral que algunos medios de comunicación y muchos políticos, de todos los colores, como de todas las tendencias los medios de comunicación, se dediquen a orillar los miles de muertos, y apenas dedicar tiempo a la auténtica tragedia?
Todos estos rincones son los que habito últimamente. Preguntas que se me agolpan. Al menos, me queda el consuelo de ese pacto colectivo que hemos hecho casi sin darnos cuenta y que repetimos cada día a las 20 horas. Un aplauso, unas músicas y unos ruidos en honor a los que se sacrifican por el bienestar colectivo. Una parte de este homenaje es auto-homenaje, pues es un premio a nuestra autoestima: al sacrificio personal de una sociedad que se ha encerrado.
Una vecina, al hilo del confinamiento, me confiesa aterrada que no siente morir, que para eso ya está preparado. Me dice: “Me asusta morir en soledad, sin que mis hijos puedan verme; eso es lo que más miedo me da de este maldito virus”. Esa soledad es terrible. Quizás Picasso reflejó esa inmensa soledad de los pobres y viejos en esa etapa primigenia de su quehacer artístico: pobreza, ancianidad, enfermedad,…
El confinamiento está siendo fructífero a nivel personal. Estoy releyendo libros que ocuparon algo de mi tiempo en años mozos. Como el Martin Guerre de Zemon Davis. Analiza la vida aldeana francesa y la huida-retorno de Guerre en pos de su nombre, su esposa, unos bienes y un honor. Hay en los campesinos que por el libro van desfilando, fibras del campesino eterno, del agricultor de todos los tiempos, del campesino del mulo como del que trabaja con su tractor.
Celosos de sus tierras, dispuestos a cada momento a mejorarlas. Fueron arrendatarios y jornaleros del conde, del marqués, gente que había heredado unas propiedades extensísimas y que, quizás, nada habían hecho para merecerlas. Adinerados, crápulas, gentes laboriosas, en estas dinastías de aristócratas se habían sucedido todo tipo de especímenes. Pero el campesino, expuesto siempre al arbitrio de los elementos, tiene algo en sus venas que lo hace igual en todos los sitios.
Mientras todos estos rincones voy visitando, temo que algo me estoy perdiendo. El brotar de las primeras yemas…
En Los Ruices, a 9 de abril de 2020.