LA BITÁCORA DE BRAUDEL /JCPG
Acabo de ver la última película de Clint Eastwood. Aparentemente es una película de guerra más. Un francotirador de élite de los Seal norteamericanos enviado a Iraq después del 11S. Un tío corriente, pero lleno de patriotismo, que es algo así como la ingenuidad de creer de manera absoluta en los valores sobre los que reposa la sociedad. Pero un patriotismo en serio, no como ese de broma que se arrojan nuestros líderes a la cara.
Habría que recordar aquí las grandes reflexiones sobre la guerra que Hollywood nos ha entregado. El sargento York, una obra de Howard Hawks, planteaba la enorme crisis moral y cívica que se apoderó de los veteranos de guerra después de vivir en sus propias carnes el horror de la Primera Guerra Mundial. Aquella guerra fue la raíz de una capital metamorfosis de la cultura y el espíritu humano, hasta el punto de marcar nuestra civilización actual. Recordemos que marcó la cultura, las mentalidades y la política misma durante décadas.
Eastwood habla a la cara a los grandes cineastas del siglo XX. Y se codea con el inmenso John Ford de El hombre que mató a Liberty Valance; aquello no era cosa de un simple bistec, bien lo sabía el soberbio John Wayne. El mundo de la frontera, que tanto fascinó a Turner, con una violencia enquistada en los límites entre culturas, entre tierras inhóspitas que clamaban por ser explotadas, una violencia entre seres desalmados, pero con especímenes nobles capaces de surgir con el objeto de construir una nación. Y aquí Ford enfrentaba a Wayne con James Steward, quien personificaba el hombre de leyes, el guardián de las virtudes cívicas.
Eastwood se ha dedicado en El francotirador a reflexionar sobre los dilemas morales de la lucha contra el Terror, precisamente cuando cada mujer, cada niño, cada ser humano, pueden ser una bomba cuya mecha es el odio. ¿Qué ocurre cuando una madre educa a su hijo para matar? Acabamos de saber que esto es así, en nuestra propia casa.
Pero Hawks había filmado una guerra que tenía un frente y una retaguardia, y Ford un mundo en el que una especie de caballero andante, un héroe siempre solitario se enfrentaba al drama casi de la misma manera en que lo habían hecho los caballeros de los tiempos medievales. La guerra de Eastwood es la del siglo XXI; en ella el frente está en una ciudad iraquí: Faluya; sí, una ciudad alejada de nuestra zona de confort, pero bien sabemos por lo que sucedió hace 11 años que ese frente de guerra puede estar en la estación de Atocha o en cualquier otro lugar de nuestras ciudades. Y en estas ciudades se encuentra entonces esa Sed de mal que pudo filmar magistralmente Orson Wells, precisamente cuando cualquier ser humano puede ser el instrumento del odio. Un mundo en el que Dios ha muerto y se le ha sustituido por el Demonio. El nuevo Dios es el demoníaco Terror, la maldad sin más.
En realidad, el francotirador norteamericano está viviendo una tragedia: tiembla, se inquieta y duda cuando en su visor de larga distancia ve una bomba transportada por un niño. Es un hombre solo, errante, sumido en una maraña que es la selva poblada de animales salvajes y depredadores. La ciudad, la vieja polis de Platón y Aristóteles, está sometida en ese momento a la incertidumbre y al dolor.
Si Million dollar baby enfrentaba al espectador ante el interrogante de la buena muerte/mala vida en la forma del derecho a la eutanasia, la visión de Eastwood sobre la guerra de Iraq supone un diálogo con nuestros propios perfiles como sociedad. ¿Guerra justa? Es más complicado que esta simplicidad.
He aquí la guerra de Iraq desde el lado americano. Esperemos que Eastwood pueda obtener algún tiempo para filmar el lado iraquí y musulmán. Ya lo hizo con su pareja de películas sobre Iwo Jima.
En Los Ruices, a 11 de marzo de 2015.