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Requena (31/08/18) LA BITÁCORA – JCPG
Hay una suave dulzura en la naturaleza que rodea poblaciones como Cardenete y Villar del Humo. Es la dulzura que brota de la naturaleza sin tocar, la naturaleza que ha recibido pocos golpes por parte del ser humano. La dulzura de rodearse de los arroyos, los árboles y las plantas no transformadas por el ser humano.

Cosmas Iudicoplenstes situó el Paraíso terrenal en algún lugar del Océano de Oriente. Cosmas era un mercader de la Alejandría egipcia y pudo recorrer el Próximo Oriente; alcanzó el subcontinente indio y la isla de Trapoban, que hoy todos conocemos como Ceilán. Esta isla fue durante siglos una escala para comerciantes y marinos antes de internarse en el área de influjo de la civilización china.

El sueño de Cosmas, encontrar el Paraíso, era un objeto destinado al fracaso. Como cualquier otra cruzada. El sueño, la cruzada, acaba fracasando, porque apenas tiene que ver con la realidad, porque son simplificaciones enormes. La realidad es el cuerpo de la complejidad. Y también es realidad el hecho de que cada uno de nosotros se construye sus propios paraísos. Si tenemos paraísos particulares, también tenemos nuestros propios infiernos.

Me he levantado frío, con los hombros y la espalda rígida, casi petrificada. Es lo que tiene tener contracturas musculares y estar sometido durante horas a la acción del aire acondicionado, en una ciudad calurosa y masificada. Aire acondicionado, ciudad, quizás un paraíso para algún congénere mío. Paraíso e infierno, dos rotros.

Unas cosas traen otras, como unidas por hilos invisibles de contenido banal e intrascendente. Los farallones del Cabriel, los lomos pétreos de aquel animal mitológico que quizás un día se asomó a los cortados del río. Cuando era niño no reparaba en estas cosas; ahora que los días, los meses y los años pasan más rápido que nunca me detengo en parajes, anécdotas y cosas que me permiten dibujar mi propio paraíso.

En este paraíso particular está también el paseo fluvial que Villar del Humo ha acondicionado en el río Vencherque, un afluente del Cabriel que se une a él aguas abajo, cerca del paraje conocido con el nombre de La Malena. En este caso no es un nombre de tango.
 
El Cabriel, el río omnipresente. El río más limpio. El hombre prehistórico ya reconoció su enorme valor vital y allí situó sus reales. Lo atestiguan conjuntos pictóricos excepcionales y otros más pequeños esparcidos en las rocas que mecen el río. Nadie puede decir que nuestros antepasados no tuvieran maña para elegir el entorno.

Este paseo fluvial nos sumerge en una naturaleza esplendorosa e increíblemente hermosa. Discurriendo por camino de tierra o por tramos elevados de camino de madera, adentrándose por el interior del río, casi tocando el agua, uno vive experiencias muy especiales. Verdes, marrones, negros y hasta colores rosáceos. ¿Alguien puede pedir más?
 

Los rigores del caluroso mes de julio son menos rigurosos en estos entornos. Prácticamente puede decirse que ciertos tramos gozan de una sombra permanente. En la segunda parte del tramo los lugareños se han permitido el cultivo de huertos, que ahora están en todo su esplendor. La bajoquilla, la tomatera, están en pleno crecimiento, disfrutando de un suministro de agua abundante.

Ruido de pájaros. Escarabajos que andan a su tarea. Piedra modeladas al estilo de lo que conocemos en otros parajes emblemáticos, hablo de la Ciudad Encantada, selva Pascuala, etc. Un paisaje excepcional. Un paisaje que conoce todavía pocos visitantes, y esto le colma aún más el encanto.

A la tarde se ha convocado una reunión vecinal importante. En este caso es en Cardenete. El tema empieza ser ya bastante común en los pueblos de este pórtico de Castilla: las macrogranjas de gorrinos. Explotaciones con 4000 o 5000 animales, funcionando a pleno rendimiento, dotadas de una elevadísima tecnificación y que producen carne para los supermercados de las grandes ciudades en cantidades ingentes. Nada que ver con las viejas explotaciones de años atrás. La tecnología es un virus que todo lo transforma.

 El asedio del paraíso. Un borrón dentro de tanto esplendor. Con razón, los vecinos andan inquietos. Aquí los pareceres andan encontrados, como es natural. Para unos, son un fenómeno peligroso, capaz de trastocar el precario equilibrio ambiental e incluso socioeconómico en que viven estos pueblos.

El pueblo está embargado por la polémica, porque tiene, de momento, una macrogranja y parece que vienen más; pero a poquísimos kilómetros, Yémeda también tiene otras. Ya existen en Carboneras, existirán en Cañete, en Priego, etc. En pocos años el rostro de la ganadería de Cuenca habrá cambiado. Hay quien piensa que vendrán males mayores: purines que contaminarán las tierras, olores insoportables que espantarán a un débil turismo rural.

Es también la hora de los emprendedores. Aquellos ganaderos y pequeños empresarios de la carnicería que han invertido en este negocio quieren garantizarse el futuro de su empresa y de sus ingresos. Nadie puede negar su capacidad de mirar al futuro y rehacerse a sí mismos. Nada malo quiero para mi pueblo, dijo uno de estos empresarios en Cardenete. Nadie puede dudarlo.

Lo que se ha practicado mucho es una ganadería de tipo extensivo. Todavía quedan muchos ganaderos en este territorio. Pocos pastores sobreviven ya. Mucho se ha practicado la ancestral ganadería extensiva, de ovejas y de cabras. En la imagen podemos ver a un pequeño ganado de cabras. Lo tienen fácil, porque este año la lluvia ha sido generosa y el pasto es abundante. El vallecillo del Verchenque proporciona abundante alimento a estos animales. Una reliquia ante el progreso. El progreso, al parecer, son las macrogranjas. Tradición y modernidad frente a frente. Un proceso repetido eternamente en la historia de la humanidad.

¿Qué camino tomar? La respuesta no es nada fácil. Nunca lo ha sido. Negarse al progreso parece suicida. Pero el progreso también puede perfilarse en función de los intereses de una sociedad. Habrá que preguntarse si necesitamos producir carne de esta manera.

¿El único futuro del mundo rural pasa por tragarse aquellos sistemas de producción que una gran ciudad jamás aceptaría? No quisiera ser exagerado, pero me da la impresión que estamos ante un episodio nuevo del pulso ciudad-campo. Un episodio cuyas tonalidades recuerdan a la denunciadísima relación colonial entre metrópoli y colonia. La colonia tiene que soportar aquellos métodos productivos que ya no puede soportar la pagada sociedad colonizadora. ¿Alguien se atrevería a rodear una gran ciudad con granjas de este tipo? Los lugareños no lo notarían: el olor de la gran ciudad es tan nauseabundo que el olor del purín no desentona.

Hay aquí un debate muy espinoso. Bregarán muchas opiniones y diferentes intereses. Lo que está claro es que el medio natural ha de preservarse. Arruinar la belleza con el sistema masivo de producción se ha producido ya en demasiados lugares. ¿Es posible una convivencia entre las legítimas aspiraciones al progreso y la modernidad con la preservación de la riqueza natural? Esto es lo que está en juego.

Pienso volver por el Paseo del Verchenque. Esta belleza natural es casi el único atractivo que queda en una tierra sometida al golpe durísimo de la emigración y el envejecimiento. Quizás esté incurriendo en los eternos tópicos sobre el mundo rural: la naturaleza, el pájaro, la serenidad, la paz. Es posible que así sea.

El conflicto y la polémica están ya aquí, en cada casa, en las mesas del bar y el mesón. Sin embargo, debe tenerse mucho cuidado, porque los dueños de la granja son vecinos del pueblo, es decir, personas que han intentado prosperar, una legítima aspiración de cualquiera. Traspasar lo genérico y entrar en lo personal resulta sumamente peligroso. Me temo que se está al borde de entrar en estas aguas tan peligrosas.

Hace tiempo que un sabio anciano de mi pueblo me dijo una frase que se me ha quedado marcada en el desván de mi memoria. Me dijo: sigo trabajando porque es lo que me proporciona vida, aunque sé que no viene nadie detrás de mí. Esta conciencia existe entre mucha gente de estos pueblos de la Serranía de Cuenca. Nadie existe que pueda sustituirles, porque son los últimos. Negar a determinados pueblos un acceso a la modernidad, sea mediante macrogranjas o cualquier otro sistema, puede ser un gran crimen; quizás la última puntilla. Pero el progreso ha de armonizarse con la preservación de unos valores diferenciales que atraen a alguna gente: el sosiego, el silencio, la naturaleza, el cultivo de las viejas tradiciones. Un turismo rural que se ha revelado como poco dinamizador, puede verse gravemente lesionado con la microgranjas.

Jano tiene dos caras. Así ocurre con el progreso. La naturaleza, sin embargo, sólo dispone de una.

En Los Ruices, a 28 de agosto de 2018.

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