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LA HISTORIA EN PÍLDORAS /Ignacio Latorre Zacarés
Enfangado sigo en pestes, obligado por el encargo de un amigo. Así que la píldora de la quincena la dedico a este asunto que me está procurando no pocos desvelos, pero que aún más desvelaba a nuestros ancestros. Y es que si existía algo terrible en el imaginario colectivo medieval o de la Europa moderna era la peste o “muerte negra”. Desde que en 1348 diezmó Europa, se convirtió en una verdadera pesadilla que no respetaba fronteras y que no detenía los fracasados intentos de combatirla con medidas y remedios varios.

La comarca, debido a su ubicación, estaba entre la espada y la pared, pues el “mal contagioso” o la “pestilencia”, tal como se le denominaba, podía venir desde Valencia o de Castilla. “Líbrete Dios de la enfermedad que baja de Castilla y del hambre que sube de Andalucía” proclamaba el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán en 1599.

Las actas del Concejo de Requena revelan como uno de los mecanismos preventivos que generó la epidemia fue establecer un sistema de alertas para la rápida adopción de medidas que, dicho sea de paso, muchas veces eran inútiles y es que, a pesar de todas las medidas profilácticas, el mal se desarrollaba siempre.

Lo primero era poseer los medios de información y alarma para saber en qué lugares había problemas de peste. Era frecuente que en las entradas de las poblaciones se pusieran unas tablillas prohibiendo la entrada a caminantes o mercancías que arribaran desde lugares infestados. En la comarca no tenemos referencias de estas tablillas, pero las actas del concejo de Requena nos desvelan como nuestra gente estaba bien informada de por dónde avanzaba el mal. En abril de 1530 llegaron noticias de muerte por peste y modorra en la ciudad de Valencia, Alacuás, Ruzafa, Quart y con carácter general del Reino de Aragón y Cataluña. En febrero de 1558, otra vez la peste o tabardillo avanzaba desde el Reino de Valencia donde estaba en franca progresión, prohibiendo que nadie fuera o viniera de Valencia ciudad o a su Reino. En el mismo acuerdo, también se prohibía entrar cualquier tipo de género textil, lo cual no era broma, porque era mucho el textil que circulaba por la aduana requenense y, aunque ellos no lo supieran, la peste bubónica la portaba la pulga de la rata negra que entraba desde los puertos y uno de sus medios de transporte era el trasiego de ropas. Otra medida higiénica era quemar las mudas de los apestados. Pero como en todo hay clases, en 1598 ordenaron que según fuera la calidad de las personas que violaran la orden de prohibición de entrada a Requena se quemarían o no sus vestimentas.

La última gran peste del interior castellano fue la de 1596-1602 que entró desde el Cantábrico con un foco arrasador ubicado en Santander desde donde fue

descendiendo por la vieja Castilla. Y de ello también fueron informados nuestros paisanos, pues en julio de 1598 el alcalde mayor de Requena advirtió de la necesidad de guardarse del “mal contagioso de peste”, especialmente de los venidos de la Puebla de Montalbán, donde verdaderamente causaba estragos, y también de Laredo y “otras partes de aquella marítima” en referencia a la Cornisa Cantábrica. Como de Castilla venía la peste, decidieron echar la llave a la puerta de Castilla que estaba en el Portal de la Villa.

Pero la peste no se detenía y en junio de 1599, Requena estaba atemorizada porque los infectados eran ya legión en Almansa, a sólo doce leguas, y se acordó prohibir el paso de gente venida de Sevilla, Lisboa, Alcalá de Henares, Almansa y de alguna localidad de Cataluña.

Y aún se amplió el frente pestilente, pues en marzo de 1600, Requena ya sabía que el mal avanzaba ahora también por Xàtiva y otros lugares valencianos. En agosto de 1600, Francisco March escribió a Requena diciendo que por orden de la ciudad de Valencia estaba guardándose de la peste en la venta de Buñol y avisaba de que Requena debía estar apercibida (¡qué viene, qué viene!). Los que estaban mosqueados en ese mismo tiempo eran los de Villanueva de la Jara que solicitaron a los de Requena que certificaran a Valencia que su pueblo estaba libre de la peste, ya que los del “cap i casal” les habían puesto “mal nombre”.

En mayo de 1601 era la propia ciudad de Valencia la que escribía a Requena para que se guardara de la gente y mercancías venidas desde Sevilla y en general de Andalucía. . En agosto de 1602, los requenenses prohibían la entrada de vecinos procedentes de Granada, bajo pena de 3.000 maravedíes y quemar su hato. Lo dicho, los requenenses estaban avisados de por dónde venía la peste.

Entre las medidas adoptadas sobresalen las cuarentenarias y aislacionistas. Lo primero era aderezar las puertas para poder cerrarlas y colocar a guardas, a veces pagados y a veces de obligado cumplimiento. En octubre de 1600, el rey no había dado licencia a Requena para pagar a los que guardasen puerta, el Concejo acordó que nombraría a vecinos para tal fin. Éstos no podían ausentarse más que en la hora de comer y ello dejando una persona de su calidad (bromas pocas).

Se cerraban y tapiaban las puertas, calles, postigos y albollones. En julio de 1599, en Requena, atemorizados con la peste que subía de Valencia, además de las medidas habituales, se preocuparon de la entrada del camino de Valencia y construyeron una nueva puerta en la fuente de los Frailes con tapias de tierra y también cal y canto y, además, reforzada con una torre homenaje de madera.

Había pillos que intentaban entrar por arriba de la tapia o por debajo de la puerta o incluso rompían los postigos. En 1600 se les apercibió que serían castigados con diez días de cárcel y seis reales para el vecino, pero si eras forastero te llevabas además unos buenos azotes.

En tiempos de pestilencia, los mesones sólo podían acoger a personas con licencia de entrar en la villa bajo apercibimiento de exponerlos a la “vergüenza pública” que generalmente consistía en la afrenta de palabra y quizás azotes ante el respetable, incluyendo sambenitos o distintivos.

En agosto de 1557, el cordón sanitario se expandió por todo el alfoz requenense, prohibiéndose acoger a nadie en Camporrobles, Caudete, Venta del Moro, Moluengo, Villargordo, Hortunas y otras “caserías”.

Cómo sería el pavor de las autoridades, si nos percatamos que en 1648 en Madrid el cordón sanitario contra la peste que estaba instalada en Valencia llegó hasta Moya y Requena y aplicaron un estricto y complejo control de las cartas procedentes de Valencia a las puertas de Requena, en la frontera de Castilla. La correspondencia cuando llegaba a las afueras de Requena debía ser entregada a un correo que debía estar vestido con traje de tafetán o brocadillo (seda) y no de lana. El que entregaba la carta debía estar vestido con iguales telas. La correspondencia debía venir en una bolsa especial de brocatí. Acto seguido, las cartas se trasladaban a un horno bien caliente de Requena quemando romero, espliego, tomillo, sabina, enebro unas seis u ocho horas y ponerlas de nuevo en otra manga de brocatí. Por si esto fuera poco, además se debían de quemar las cubiertas, cuerdas y papel inútil y echar los restos en vinagre rosado y bañarlos con el bálsamo aromático del benjuí y aún más precauciones que les evito.

No les extrañe lo de la utilización de estos aromáticos, ya que debido a que se creía que la causa inmediata de la pestilencia era la corrupción del aire, éste se debía purificar con perfumes, quemando membrillos, romeros, laurel, sándalo, resina de pino, ámbar, aloe o con sustancias aromáticas como el almizcle, rosas, alcanfor, limones y naranjas. Las habitaciones se debían rociar con vinagre (y les ahorro el chiste fácil).

Eran cinco las “F” de las que se debía huir: femina, fames, fructus, flatus, fatigatio. El médico Martínez de Leyva ya dijo que hambre y peste andaban unidas como hermanas. Todos los testimonios de la época informan de que la mortalidad era mucho más elevada entre los pobres. Otro médico, Laguna, con bastante poca delicadeza, describió a los afectados como “gente pobre y soez, que amontonada como lechones, vive en casillas estrechas; y en su vida, exercicio y conversación, a los puercos haze poca ventaja”. Si el hambre no era la causa inmediata de la crisis, pudo ser el acelerador del ritmo y de la intensidad de la mortalidad. Morbilidad y letalidad eran claramente selectivas por sectores sociales debido a factores como la disponibilidad de alimentos, la posibilidad de movilidad física o las diferencias ante el riesgo de exposición (hábitat, vestido, higiene). La peste de 1557-1558 dejó diezmada a una Utiel de vecinos pobres. En febrero de 1559 estaba muy despoblada y por una carta enviada por el concejo utielano al Rey y que reproduce el historiador Ballesteros describe: “que era tanta la pestilencia que murieron más de cuatrocientas personas, en un pueblo tan pequeño que no había sino hasta seiscientos vecinos pobres, menesterosos labradores”. También sabemos que los utielanos acomodados huyeron a otras demarcaciones y la gente con menos recursos dejó sus casas y se fue al campo.

Ante la falta de pan, toda la tierra era poca para cultivar. En la peste de 1600, el Concejo de Requena advirtió que ante “lo mucho que importa para conservar la salud del pueblo que se guarde la ordenanza que esta Villa tiene para que dentro los límites della no se consientan sembrar cáñamo, ni lino por los daños que resultan y reçiven las aguas de las fuentes”. En época de escasez era habitual prohibir el cultivo de géneros textiles y dedicarlos al maíz y mijo.

Con respecto a la f de “féminas” se recomendaba la abstención de relaciones sexuales (“No todo va a ser follar” cantaba el admirado Javier Krahe). Sin embargo, terror e ímpetu genésico iban unidos y así Porcell, insigne tratadista renacentista sobre la peste, observó que en una Zaragoza apestada, las mujeres solicitaban los servicios de los hombres desde la ventana. Lo mismo que pasó en Venta del Moro cuando nos visitó el cometa Halley en 1910, pues ante la creencia de que llegaba “la fin del mundo” hubo vecinos que decidieron hacer en sus últimos días aquello que más les apetecía.

Y muchas cosas más se podrían relatar de pestes y médicos, pero las reservo para la próxima píldora, pues entono mi particular “carpe diem” y me voy a raudo a colaborar en la hoguera de la Virgen de Loreto de Venta del Moro que es lo mejor que se puede hacer un nueve de diciembre de cualquier año.

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