LA HISTORIA EN PÍLDORAS. Ignacio Latorre Zacarés
Tenemos una comarca bastante bien comunicada por carretera, con múltiples viales que conectan los pueblos y aldeas. Parte de estas carreteras intercomarcales se deben a la labor realizada a principios del siglo XX por D. Fidel García Berlanga, diputado comarcal de cuyo fallecimiento se cumplieron 100 años el pasado 2 de enero. La sociedad agradecida a la defensa de D. Fidel a este tipo de obras públicas y a su apasionada y efectiva defensa de los intereses vinícolas, le despidió en Utiel con una comitiva fúnebre de unas 10.000 personas según las crónicas.
Sin embargo, no siempre las comunicaciones entre nuestros núcleos poblacionales fueron fáciles. De hecho, uno de los argumentos clásicos que esgrimían las antiguas aldeas requenenses cuando se querían segregar de Requena era lo distante que estaba la capital para ir a dirimir los asuntos judiciales y el tiempo que se necesitaba para desplazarse a realizar las innumerables diligencias que exigía la burocracia requenense a las gentes de sus aldeas, lo que conllevaba por unos días el abandono de su casa, familia y hacienda.
Nos encontramos un interesante expediente de 1819 en el que Venta del Moro planteó nuevamente la segregación con respecto a Requena (ya lo había hecho en 1780, 1796 y lo había conseguido efímeramente en 1813-1814). Una de las alegaciones en pro del privilegio de villazgo eran las cuatro leguas a que se encontraba de Requena (22 km.) que se convertían en 5 y 6 leguas en las partes más alejadas del término venturreño. Pero, además, donde más hacían hincapié los venturreños es en que el camino hasta Requena era solitario, expuesto y penoso con alguna dantesca descripción que motivan nuestra curiosidad (no sé si la del improbable lector). Veamos.
Los testimonios venturreños de 1819 informaban de que dos eran las vías para llegar a Requena: el camino de herradura y la carretera. Cuando describen el camino de herradura dicen que cruzaba siete ramblas y barrancos (Cornudilla, Calabacho, Bercial…) sin que hubiera puente alguno, por lo que debía vadearse en tiempos de agua. La carretera no carecía de dificultades, pues también la atravesaban cuatro ramblas sin puentes.
Para empeorar la situación, al llegar a Requena había que ver cómo bajaba el Magro y las aguas de Rozaleme, pues a veces cruzarlo era jugarse la vida. Así lo decía el propio corregidor de Utiel, árbitro del proceso: “río de la Vega y el regajo de Rozaleme que está más allá de dicho río, cuyas avenidas han causado muchos daños, estragos y desgracias en diferentes tiempos”.
Los testimonios venturreños son suficientemente descriptivos, y quizás algo exagerados, de las incidencias en este penoso camino.
Juan Duque Pérez manifestó que una mala noche, cuando volvía de Requena a Venta del Moro, casi perece al estar en despoblado y no poder cruzar las ramblas mencionadas. Cómo sería la noche de inclemente que el episodio le costó padecer durante un año y medio de tercianas y cuartanas, según su declaración. Francisco Monteagudo también se las vio mal una noche en que volvía por la carretera, no pudo cruzar las ramblas con el carro y dos mulas que llevaba y se tuvo que quedar a pernoctar en Casas de Eufemia (que no es mal sitio para dormir). El mismo Francisco otra vez no pudo vadear el río Magro y tuvo que esperar a que bajara el nivel del agua para no arriesgarse a perder la vida. El dramatismo lo incrementa Martínez Minglanilla que dice que varias veces había visto ahogados. Francisco Antonio Navarro declaró que hacia 1786, yendo para Requena le pilló un nublado con el macho y se lo llevó la corriente del Magro unos cien pasos, creyendo ahogarse. Anteriormente, ya había muerto un tío suyo por una avenida de agua (todo quedaba en familia).
Pero, no crean ustedes que estos problemas ya no suceden, pues, con puentes incluidos, el que esto escribe vio como el año pasado, en noche en que caía el diluvio universal, su coche fue arrastrado por una cañada de agua casi hasta la cuneta contraria en el mismo camino, ahora carretera, donde los venturreños perecían en el siglo XVIII y XIX. El problema no fue el camino, sino la temeridad del conductor (o sea, yo mismo).
Por si esto lo narrado hasta aquí fuera poco, además, existía el problema añadido de los malhechores que aprovechando la soledad de gran parte del camino robaban y atemorizaban a los infelices camineros. El problema era mayor cuando se hablaba del vasto territorio de la Derrubiada y las que llamaban “quebradas” del Cabriel. Aquí las distancias eran ya de unas 5 y 6 leguas por un desierto humano donde se ocultaban ladrones y criminales según el propio corregidor que así decía: “por la seguridad de aquellos habitantes y personas que transitan por su demarcación y término y la proximidad de aquella aldea y sus caseríos a los sitios donde se ocultan semejantes fascinerosos para cometer tan atroces crímenes”.
Caminos e inseguridad, un clásico de la historia caminera, aunque debemos estar contentos porque el año pasado arreglaron el tradicional camino de Venta del Moro a Requena por Los Ruices, aquel en el cual en tiempos de lluvias nuestros antepasados exponían sus vidas.