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Requena (07/11/17). LA HISTORIA EN PÍLDORAS /Ignacio Latorre Zacarés
Uno está ensimismado en el apartamento de su amada hermana, con el mar a la vista y el murmullo repetitivo e incansable del oleaje, leyendo algo tan atractivo y entusiástico como una estadística de venta de hortalizas y legumbres en Requena de 1806 y, de pronto, le salta a los ojos una cifra que le sorprende sobremanera. Mientras se suceden valores de venta de pimientos por 10.600 reales, lechugas por 3.600, tomates por 2.150, cebollas 2.000, grumos, cerecillas, nabos, berzas (600), espinacas (250), cardos, calabazas, etc., etc.; una cantidad triplica a la más alta del resto de productos hortelanos. Sí señor, el listado indica que en Requena a principios del siglo XIX se cogían y vendían criadillas por 31.500 reales. ¿Cómo dice usted? ¿Qué tienen que ver las criadillas con la huerta? ¿Tan elevada era la estima de los requenenses –y se supone comarcanos- por los testículos animales?

Al poco caemos del guindo y nos apercibimos que estas criadillas no son otras que las llamadas “criadillas o turmas de tierra” en La Mancha y nuestros lares y que ahora conocemos por patatas (“Agricultor tonto, patatas gordas”). Estas criadillas de tierra, aquí también llamadas “crillas”, las exportamos al valenciano con el nombre de “creïlles” (y así quedaron). Porque, señores, han de saber ustedes, que nuestra comarca fue una de las difusoras en España del cultivo de la patata para consumo humano y de esto va la “píldora”. Las criadillas de aquí fueron para la huerta de Valencia y allí se quedaron, donde ahora son grandes productores.

La tardía incorporación de la patata a la dieta europea en el siglo XVIII y la extensión de su consumo en el XIX fue vital para acabar con las periódicas crisis de subsistencia y carencias nutricionales, aún a pesar de que supuso la permanencia de niveles alimenticios cualitativamente deficitarios (a la patata hay que añadirle algo más de vitamina). Hay historiadores que relacionan la incidencia del consumo de patata y el crecimiento de la población europea. Todo ello, a pesar de que costó mucho acabar con la aprensión humana por el consumo de patatas que era alimento de ganado y se relacionaba con las fiebres y la lepra. Es el problema de las inercias mentales que impidieron a nuestros ancestros digerir alimento tan agradable (lo que se perdieron). A mí la patata me la pueden dar como quieran: asada, a lo pobre, al montón, gorrineras (a pesar de su nombre, una delicia con su ajoaceite), brava (como las de las tapas comarcanas), arrugás y con mojo como las canarias, en cama con pulpo y aceite, en tortilla española, en caldo con bacalao y hongos de Sinarcas, frita (pero no de las congeladas) y si me apuran hasta hervidas (éstas con moderación). Si llego a casa a las altas horas acostumbradas y para cenar tengo mis patatas revueltas con huevo, ajo y jamón serrano (¡hummmmm!) como que se me torna la faz y me parece que el mundo es más amable y bonito. Mi hija acaba de cumplir sus diecisiete años y creo que no ha visto pasar un día de su aún breve vida sin deglutir patatas (en su caso fritas casi en régimen de monopolio). ¿Cómo hubiéramos criado a Salomé sin el rico tubérculo?

Pero lo dicho, costó mucho superar la repulsión al consumo de patatas, aunque los indios de los Andes tenían claro que estaba rica y era esencial en su dieta junto con el maíz. Los españoles trajimos la patata de América en la segunda mitad del siglo XVI, pero no fuimos de los primeros países europeos en consumirla, dada nuestra preferencia por el pan y el lastre mental de pensar que era “comida de indios”. Y ello a pesar de que los primeros cultivos en Europa se hicieron en Canarias (¡la papa!) y Sevilla. Incluso la incorporación de la patata al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua en su acepción actual es muy tardía, pues no la encontramos hasta 1817. Los anteriores tesoros de la lengua la confundían con la “batata” o boniato (que se parece, pero que a mí no me la den). Lo que sí recoge el diccionario de Covarrubias de 1611 es que “dieron el nombre de criadillas los melindrosos y melindrosas a las turmas de tierra” y el diccionario de la RAE de 1729 sí incluía la voz de “criadillas” como turmas de tierra por ser una raíz totalmente redonda.

¿Qué cómo empezamos a consumir patatas? Fácil. Las hambrunas y el alza de precios de los cereales impulsó a los humanos a probar con aquello que daban al ganado y al parecer se le fueron los ascos y los melindres (“Cuando no hay harina, todo es tremolina”. En Irlanda ya bien sabían de ello y la patata fue vital para sacar el país adelante y aquí sí que se puede decir, sin sorna, que hubo un antes y un después de la patata. En Galicia, a partir de la hambruna de 1768, se empezó a plantar por los campesinos pobres para su consumo, cuando antes se dedicaban al ganado. Ahora comen los cachelos con el pulpo.

Juan Piqueras, que no tiene bastante con ser el geógrafo del vino, sus atlas geográficos sobre la Comunidad Valenciana (impresionante el último), sus estudios sobre cartografía árabe, estructura de propiedad de la tierra, movilidad del puerto de Valencia, maderadas, ventas, caminos, viajantes y no sé cuántas cosas más, también le dedicó su afán a la patata y a la llamada “piñeta de Requena”. El docto campusino nos recuerda en un breve, pero interesante artículo, el papel que tuvieron las reales sociedades económicas del país en la difusión del cultivo y consumo de la patata en la segunda mitad del siglo XVIII. Sabedores de que podía ser muy importante en la dieta alimenticia como aplacadora de hambrunas y dada su facilidad de cultivo, otorgaban premios por regiones a los pioneros en el cultivo de patatas, incluso a las familias que más patatas habían consumido al año (la mía se hubiera llevado el galardón). A esta labor proselitista se le unieron los curas párrocos rurales que fomentaban el cultivo y consumo humano del tubérculo entre la feligresía. Incluso los monjes trapenses introdujeron la patata en el Bajo Aragón hacia 1795 y ya tenían cuatro o cinco formas de cocinarlas (para buenos repertorios de recetas los de los conventos).

La difusión en España de la patata fue muy desigual y a mediados del XVIII sólo se cultivaba en Canarias (¡con mojo, por favor!), Galicia y La Mancha, que como es habitual, destacó como gran productora (la Salamanca del amigo Montejo también se incorporó a su producción). Y ahí la comarca, o al menos Requena, también puso su pica en Flandes y fue de las primeras en su cultivo para consumo humano.

Prosigo mi indagación y encuentro otro interesante dato entre tanto listado de cebollas, coles y grumos. En Requena, a la fecha temprana de 1789, ya cogían criadillas por valor de mil reales, dato que si se enlaza con el de 31.500 de 1806 nos da un crecimiento astronómico de la producción que se multiplicó por treinta y uno (¡!).

En La Mancha cultivaban la criadilla o patata “discreta” para consumo humano y las “tontas” o “morunas” para los cerdos. Aquí teníamos la variedad citada de la “piñeta de Requena”. El mencionado Piqueras nos cuenta que en la huerta de Valencia se introdujo más tarde, aunque la Real Sociedad Económica de Valencia la popularizó en las “sopas para pobres” de principios del XIX. Hacia 1840 ensayaron con nuestra piñeta requenense, con la criadilla manchega y con la patata gallega y hacia 1850 con patatas de siembra de Holanda, Irlanda e Inglaterra. Ya ven y después grandes productores.

Las actas del pleno de Requena durante la Guerra Civil nos hablan de los desvelos de los concejales por conseguir patatas de siembra procedentes de Pedro Muñoz (Ciudad Real), pero que habían intervenido en aquel pueblo. Con el hambre no se juega.

Eso sí, con la patata hay que tener un cuidado y es que es planta solanácea y según el chamán fuenterrobleño con las solanáceas puedes coger un colocón de irte al otro lado de la vida (advertido a Salomé).

La patata la tenemos plenamente incorporada en nuestra rica gastronomía comarcana: en el ajoarriero, mazamorro o atascaburras cocidita y picada con su huevo, bacalao y ajo; en el potaje, bien guisada con sus legumbres y verdura y carne o bacalao según sea Cuaresma o no; en la olla cocidita con sus garbanzos, su tocino (¡ay!), verdura, morcilla (¡ah!); en el guisao…, pero, ustedes, ya saben, me la den cortadita en láminas, con su huevo por encima, sus ajetes y unos trocitos de jamón (se admiten gulas).

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