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LA BITÁCORA / JCPG

Masa madre, semillas, pseudointegrales, acentenados,… cuando uno repasa las distintas variedades de pan, acaba por desear sumergirse en un obrador. Es un sueño personal; pero es absurdo. Estoy comprando el pan en un supermercado. Aquí se trabaja de otra manera. En realidad, como un buen amigo me dijo el otro día, es mejor no saber cómo lo hacen, quedémonos con el resultado. Ahorrarse disgustos, he aquí lo relevante.

Mi tío Julián elaboraba el pan en su propia casa. Era pequeña, pero tenía un horno que le permitía elaborarlo. En aquella postguerra de carencias y miserias era mucho. Llegar la fiesta del pueblo, cada 23 de mayo, y poder realizar madalenas, galletas y otros dulces tenía mucho valor; pero, el pan…

El olor a pan recién hecho lo invadía todo. Para mí, los olores contienen la esencia de nuestro pasado. Están en nuestra memoria y, quizás, como tantas otras cosas, permanecen idelizados, irrealizables, pero están.

La casa de mi tío tenía un salón que estaba a un metro del nivel de la entrada. Colocarse sobre los escalones y mirar por la ventana era un entretenimiento saludable cuando había cosas que ver. El secuestro de un vecino fue el asunto más sonado, pero no viene a cuento ahora.

Iba con nosotros siempre, a todas partes. Aquellos días de merienda invernal, en la Capellanía, con la tajá pinchada en el sarmiento y asándose en unas pocas ascuas. Hay que ver qué bien recibía a la tajá este pan. Eran tiempos de desconocimiento, de desinterés: nada de colesteroles ni triglicéridos. Si los teníamos, no los conocíamos.

Hay que ver cómo el pan ha servido para tantas cosas. La falta del mismo ha movido a los pueblos, los ha convertido en masas revolucionarias. En Rusia lo saben bien: destronaron todo un sistema construido para gobernar autocráticamente precisamente porque era incapaz de proporcionar pan a sus súbditos. En 1933, un compañero en el exilio parisino de Hannah Arendt, Günter Anders, ha escrito un manuscrito peligroso: Las catacumbas de

El matrimonio Arendt/Anders.

Moloussia, una crítica ferocísima del régimen nazi, que, por cierto, acababa de echar a andar y ya estaba describiendo su estela de arbitrariedad antidemocrática y de sangre. Bien se ocuparon de esconder el manuscrito en pan. Cuando abandonó Francia, no se atrevió a llevarse sus papeles. Los confió a unos amigos, quienes los envolvieron como se envuelven los embutidos y lo colgaron para secar.

El tiempo hizo su labor. Se cerró la panadería. Empezaron a traer el pan de la panificadora de  Los Isidros, que entonces era Los Sidros, sin más. Hacían buen pan. Pero los olores del horno se perdieron en el pasado.

 

Las colas del racionamiento de la postguerra. Los estantes, llenos de pan. El pan era el milagro cotidiano.

Tengo mis genes hambrientos de pan. Una comida sin pan, sigue siendo comida, pero falta de un ingrediente que le aporta un valor aún mayor. El pan nos redime diariamente. Por eso, el cristianismo es la caridad, que es pan. Buñuel lo expresó con la grandeza de la sencillez en Tierra sin pan: las Hurdes adolecían de alimento y no producían sino miseria y enfermedad.

Fotograma de la peli de Buñuel, con el que tanta gente mayor de esta tierra se sentirá identificada. La lumbre y el puchero. Los seres humanos alrededor del calor de la lumbre.

El castigo divino recogido en el relato bíblico nos amenazó con tener que ganar el pan con el sudor de la frente. No barruntó Dios que a muchos nos iba a gustar el pan. Aunque no nos guste trabajar, porque, sinceramente, el ser humano es gandul por naturaleza. La persona trabajadora es un héroe cotidiano: lucha diariamente contra sus inclinaciones naturales a la perrería.

La versión de Masaccio, en la Capilla Brancacci. Es necesario compararla con la versión sixtina de Miguel Ángel.

El pan que nos falta. No podemos pasar sin él. Nos lo reclama el cuerpo cada día. No podemos comer un cocido, una carne o un pescado sin él. No se puede entender nuestra cultura sin el pan nuestro.

 

 

El almuerzo de Velázquez deja bien claro que el pan debe ocupar el primer plano.

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