Requena (15/03/19) La Bitácora // JCPG
No se puede dejar pasar el día: hay que recorrer caminando la tierra. Ahora que queda poco tiempo para que los tonos ocres dejen paso a los verdes. Ahora que los colores de la flor del almendro enriquecen la paleta de esta hermosa pintura que llamamos campo. Hemos tomado el camino hacia El Renegado, en los límites entre los municipios de venta del Moro, Caudete y Requena. Aunque hablar de límites en esta comarca, dentro de la misma, constituya un absurdo, un sinsentido. Es tal la comunidad de tratos, de sentimientos e imaginarios. Para más, hay que subrayar que estamos en término de la Venta, como ha recalcado Nacho Latorre.
Nuestra misión del día: la ruta de las carrascas centenarias. Una ruta que nos lleva por viñas, ribazos, entre montes, para visitar a esas gigantescas ballenas del secano, instaladas e impertérritas ante el correr del tiempo. Porque llevar 500 años brotando cada día, viendo el sol y a esos seres humanos tan insignificantes que se te suben, te agarran una rama, te la cortan o te utilizan para colocar cualquier cosa, debe ser un ejercicio extenuante. Por eso que tras siglos de espera, hayamos podido verlas es todo un milagro.
Vamos una a una. Ya se sabe lo impresionante que es la de la Señorita. Pero hay otras que le van a la zaga. Están en ribazos, en medio de las viñas, en cualquier parte. Han sobrevivido a la voracidad de la viña. En otros lugares cercanos hace tiempo que alimentaron lumbres y estufas. Porque, ya se sabe bien en esta tierra, que la leña de carrasca es estupenda y muy calorífica.
El ser humano tiene con el paisaje una experiencia estética pareja a la que propicia la contemplación del arte. Ver una de estas magníficas encinas, recrearse en sus contornos, percibir las increíbles proporciones de sus cimientos, admirar la potencia de sus ramas, no puede sino tener su parangón en la contemplación de un cuadro o una escultura. Es evidente que cualquiera podrá pasar a su lado sin percibir sus atributos, sin sentirse aludido por su contundente belleza natural. Sucede lo mismo cuando unio visita el Museo del Prado y cae cerca de Las Meninas de Velázquez. Los desprovistos de sensibilidad están deseando acabar la visita; realmente, si les han dejado se han quedado en la cafetería porque a ellos el arte velazqueño es que ni fu ni fa; vale lo mismo decir que a ello la carrasca les parece lo mismo que ese cardo borriquero que ha germinado en los rochos del barranco.
Hay una diferencia (seguramente hay muchas más, pero ahora yo sólo quiero destacar una) entre el objeto artístico y un árbol como estas maravillosas carrascas. Mientras que el arte dirige su mirada al ser humano, lo retrata, refleja sus emociones, sus creencias, actos y realizaciones, refleja sus aspiraciones; mientras esto sucede en el campo del arte, la naturaleza funciona libremente; en realidad, la naturaleza se rige por la estricta y apasionante meta de buscar la vida: lucha permanentemente por su propia supervivencia. Estas carrascas son supervivientes, son hitos únicos. Hablan de su historia particular, de su genio para permanecer, a pesar de los siglos, de las sociedades, y de las barbaridades que esas sociedades puedan haber cometido contra la naturaleza.
Experiencia estética. Sí. Y muy notable. Porque inmediatamente surge también el reto de la lectura de un paisaje que ha ido cambiando. La dirección del cambio ha sido siempre un asunto humano. Ya en su momento el profesor Juan Piqueras subrayó el carácter cambiante de los paisajes de nuestra comarca, en función de los designios humanos, de su capacidad tecnológica y de los objetivos marcados por cada sociedad. La historia del paisaje es la historia del ser humano. Elemental, sí; pero extraordinariamente aleccionador.
Aquellos que no conocen el paisaje natural que los acoge son como analfabetos: seres humanos que se mueven en el mundo con muletas, ortopédicamente, incapaces de interpretar las señales que crecen constantemente a su alrededor. Algo así es lo que sucede con los adolescentes de este tiempo. Nacidos y criados en ambientes urbanos, algodonados con la atmósfera del consumo, del gusto por la ciudad, son seres artificiales que se sienten incómodos en la naturaleza, en el pueblo. No hablo ya de incapacidades para el trabajo físico en el campo; esto es harina de otro costal. Tal vez el auge ecologista es así, tan artificioso, tan insensato en algunas de sus propuestas, porque ha surgido de las mentes de urbanitas incapaces de sumergirse en la vida tradicional. No debe volverse al pasado. Entre otras razones porque es imposible. Apreciar el legado natural, el legado de los pueblos; he aquí el gran reto para las generaciones futuras. El tema de la despoblación, terriblemente actual, no es sino el reverso de una sociedad urbanizada que desea vivir bajo las anestesias de una sociedad del consumo, al tiempo que temerosa de los ambientes pequeños, incapaz de valorar las cosas pequeñas y las atmósferas pura de los pueblos. Masas, ruido, automóviles, una anestesia masiva que crea soledades y insolidaridades clamorosas.
En este ambiente de revalorización ecológica también hay mucho de parasitismo. ¿Acaso otra cosa es ese amante de lo natural que camina con botas de última moda, con un equipo carísimo y está deseando llegar a su potente coche para volver a la ciudad porque pasar el día en el pueblo es demasiado aburrido? Le pasa como al arte, que, en ocasiones, semeja un campo lleno de parásitos dispuestos a vivir de los que otros hicieron hace tiempo.
Las vanguardias viviendo de la grandeza del pasado. El urbanita que pasa la mañana en el campo vive del mito natural, pero vuelve, huyendo, al calor de su hogar urbano, no vaya a ser que el aburrimiento acabe por hundirle el día. Forman parte de un mundo nuevo, el que adora verbalmente el campo, pero lo rechaza en su día a día. Viven adorando al dios de los objetos de consumo.
Hace más de un siglo, en un tiempo que se implicó hasta las cachas en desenterrar el esplendoroso pasado de los clásicos, surgió de la madre tierra un conjunto de estatuas que vinieron a impactar sobre la cultura contemporánea. La ignorancia de muchos por supuesto estaba allí. Muchos andan en los museos, compran arte. Hasta se venden estupideces. Pero nadie dice nada. También andan perfectamente vestidos por el campo, como recién salidos de una pasarela de la moda parisina, si es que las hubiere de hábitos campestres.
El santuario délfico les ofreció a aquellos hombres muchas oportunidades para contemplar las ruinas de la ancestral cultura helénica. Las ruinas de lo que fuera Grecia estaban por todas partes. Lo verdaderamente nuevo era la cámara. En cambio, las viñas están por doquier y es imposible no mirarlas. Son todo un gigantesco espectáculo. Ese territorio que empieza en Los Tuertos y termina en Los Marcos, con epicentro en Los Ruices, posee una belleza singular. Ya habrían querido poblar estas tierras los cabiros lemníacos. Porque la isla de Lemnos, dotada de terreno volcánico, tenía (tal vez aún tenga) abundantes viñedos; su fama procedía tanto de sus viñedos como de las erupciones volcánicas. En nuestra tierra la viña es hoy dueña y señora, y por lo que se ve su reinado sigue en ascenso.
La convivencia entre diferentes nunca fue sencilla. Estuvo llena de conflictos y chispazos terribles. El imperio de la viña ha tolerado algunos ejemplares de carrasca. Son tan majestuosos que disputan el cuadro al paisaje de las cepas. Son las otras, una minoría respetable.
Unos pocos observan la belleza física de la estatua de Antinoo. Una metáfora de los tiempos que corren para el medio rural. Espero que en el futuro no se convierta en objeto museístico. Y que la juventud vuelva la mirada sobre esta cultura tan rica que corre demasiados peligros.
Hay que dar las gracias cuando es preciso. Alicia y Gabriel constituyeron inmejorable compañía en un paseo singular que dio para compartir muchas cosas. Sin ir más lejos las fotos. Pero no sólo esto.
En Los Ruices, a 13 de marzo de 2019.