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Requena (26/10/17).- LA BITÁCORA/JCPG
Hago como cada mes, aproximadamente, mi guardia correspondiente en el instituto en el que trabajo. Es media hora tediosa de conversación con compañeros e incluso de paseo por el patio para vigilar ciertos grupúsculos que aprovechan alguno recovecos y esquinas para lo que ustedes ya suponen. Hacemos la ronda y pasamos por esos lugares problemáticos, cual policía vigilante ante la atenta mirada de los infractores. Los chavales acaban de dejar de fumar o de trapichear con cosas peores. Esto es naturalmente lo que suponemos. Aunque sabemos que el tema es el tema y que está presente también en nuestro centro. Mira, que íbamos a ser nosotros tan especiales, comentamos los profesores.
Volvemos al portón de entrada. Algunos especímenes de guachos, extraños, solitarios, se arremolinan junto a la puerta. Es increíble pero estoy seguro que desean que toque el timbre cuanto antes, para entrar a clase, para terminar con el suplicio de un patio que les supone todo un mundo. No están bien. Están apoyados en los pilares del porche. Solos. Aislados del resto de sus compañeros. No están integrados.
Un chico llega corriendo. Se ha hecho daño en una rodilla. La tiene en carne viva. Sangre, arañazos. Lo habitual en una caída. Me recuerda a los viejos y lejanos tiempos. Entonces no paraban de caerme. Benditos años setenta. Bendita aldea. Siempre con tierra en la que poder jugar. Entonces las rodillas apenas tenían tiempo de curar las últimas caídas. Recuerdo aquella piedra que sobresalía junto a la cochera de Ángel. Odié siempre esa maldita piedra. Varias veces a lo largo de mi historia infantil tropecé en ella. Al lado estaba el poyo. Deberon de construirlo cuando la cochera. En la cochera, Ángel, un manitas, un enredador, como se dice, tenía un taller. Todos los del pueblo trajeron en algún momento alguno de sus cacharros a que Ángel oficiara en la ceremonia de algún arreglo o adaptación. Más tarde sería alcalde pedáneo en la aldea. Y recuerdo también a su padre con aquel macho y aquel carro; eran los tiempos en que Pepe aprendía el duro oficio del agricultor en sus manos.

Los chavales de Djibuti todavía están apegados a la tierra.

Mientras yo tropezaba en aquella piedra. La aventura estaba en la esquina de mi casa. Y si no la buscaba en cualquier barranco, en un camino, o en el olmo, donde algunos críos nos juntábamos para jugar con la tierra.
Hoy las calles ya no son de tierra. El asfalto ha invadido hasta la aldea. La piedra ha sido cubierta por el asfalto. Sobre ella y sobre el poyo llegó a sentarse Eduardo, un hombre mayor que siempre montaba guardia en la esquina. No son más que recuerdos infantiles. En el instituto el chaval de la rodilla quiere que llamemos a sus padres. Desea irse a casa. Llamamos por teléfono. Y los padres se llevan a su hijo.

Jugar a las canicas. Era llegar el otoño en la escuela hogar y allí que nos pasábamos el tiempo de los recreos en estos juegos.
He aquí la parábola de una sociedad de blanduras. De una sociedad hecha de comodidad. En otro tiempo, un poco de agua oxigenada y a tirar. La madre se lleva a su hijo. No dice nada. No hace falta. Sabe que su hijo no puede tener aventuras. Sabe que tampoco las buscará, que le quedan demasiado grandes.
En Los Ruices, 25 de octubre de 2017.

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