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LA BITÁCORA DE BRAUDEL / JCPG

El cabreo general es el resultado de una amplia, extensa y profunda corrupción de nuestro sistema político. Más todavía, una corrupción que anida en la mismísima sociedad española de los albores del siglo XXI. No sólo son los políticos; también la élite bancaria, o un sector de la misma, los que han trincado, y mucho. No ganamos para sobresaltos; quién sabe lo que nos espera mañana. En estas circunstancias, el cabreo está muy justificado y el auge de las agrupaciones políticas nuevas, extraparlamentarias de momento, también.

Esto invita reflexionar sobre algunos procesos históricos que parecían anestesiados, congelados en esta España nuestra que se asoma al XXI. Unas gentes que aparecían hasta ayer mismo despolitizadas, desmovilizadas; en tanto ahora están por completo movilizadas en contra de la corrupción política, la mentira y la manipulación. ¡Hay que ver cómo cambian las cosas en tan poco tiempo!

La gente sabe que las desigualdades se han profundizado en la última década. La igualdad es aquel concepto que materializado significa la satisfacción de las necesidades de vivienda, educación y salud. Nos piden colaboración para las organizaciones de apoyo a los necesitados, sean religiosas o no. Llenamos las cestas del super con leche, pasta, arroz, pan y alguna cosa más con el corazón estremecido por la increíble necesidad que algunos de nuestros vecinos pasan y al mismo tiempo con la emoción de apoyar una buena causa. Pero, igualmente, porque estamos convencidos que nuestra acción apenas bastará para cambiar las cosas.

Buscar a los clásicos. Es inevitable, aunque sirvan, a estas alturas, para poco. Existe un famoso texto del padre de la igualdad contemporánea: Rousseau, el Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres, una obra en la que este pensador planteaba que los seres humanos estaban formados por dos grupos en función dos conceptos diferentes de desigualdad:

“la primera, natural o física, porque ha sido establecida por la naturaleza, y que consiste en la diferencia de las edades, de la salud, de las fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu, o del alma; y otra, que puede llamarse desigualdad moral o política, porque depende de una suerte de convención que ha sido establecida, o por lo menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Ella consiste en los diferentes privilegios que algunos gozan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más respetados, más poderosos que ellos, o incluso hacerse obedecer”.

Parece mentira que estas palabras, y otras contenidas en aquel escrito estén de tanta actualidad. Se publicaron hacia 1755, cuando un sistema sociopolítico llamado Antiguo Régimen mantenía en nuestro país y en Europa una sociedad basada en el sacrosanto principio de la desigualdad de los hombres sobre la base de la sangre. Ahora, en nuestra sociedad democrática empezamos de nuevo a encontrar el nexo que nos une al Rousseau de mediados del siglo XVIII. No hace falta subrayar que si el viejo y sabio Jean Jacques levantara la cabeza se horrorizaría de unos sistemas democráticos alejados y mucho de sus planteamientos.

La sociedad que estaban inaugurando los europeos del tiempo de Rousseau iba a presenciar los grandes procesos de salto histórico que fueron las revoluciones liberales, así como la transformación de los sistemas de vida y producción que significó la industrialización. La industria significó progreso, pero progreso con minúsculas porque la pobreza se extendió en las nuevas regiones industriales con mayor rapidez y afectó a más personas que en el período histórico previo. El progreso, con sus dos caras.

El convulso siglo XX español no dio tregua. Si hubo progreso en el reinado de Alfonso XIII y la Segunda República, una cruenta guerra civil y el subsiguiente régimen dictatorial habrían de parapetarse contra ese avance, como si el progreso de la igualdad hubiera que detenerlo al precio de la sangre. La transición, que se abrió paso entre el peligroso bosque de la crisis económica, pudo saldarse positivamente al aportar estabilidad y prosperidad desde finales del siglo XX.

¿Cuál será a partir de ahora el futuro de la igualdad en un país con una galopante crisis de confianza política, una crisis regional profunda y un auge de los sentimientos de hastío como nunca en los últimos años? Los signos del futuro son inquietantes. No sólo la pauperización de la sociedad es un hecho; hay que añadir a ello el ascenso de una cierta forma de xenofobia, relacionada con los grupos de extrema derecha y con el auge de la inmigración africana.

Llamativo es el anunciado auge de partidos como Podemos. Su apoyo creciente es comprensible. Quien nada tiene, porque se lo han arrebatado, nada tiene que perder. Este principio es tan viejo que no necesita explicación. El capitalismo ha destruido la cohesión social al cuestionar la viabilidad del Estado del Bienestar y promocionar desde todos lados un individualismo extremo. La igualdad ha retrocedido y una nueva filosofía individualista se expande

La indignación comprensible está acompañada por  el surgimiento del populismo o del nacionalismo, que pretende reconstruir la cohesión social sobre la base de una sociedad fundada en la identidad y no en los derechos. Así, la democracia es atacada por los tres venenos destructivos de la desigualdad que son la petrificación de las clases sociales, la imparable mercantilización de las cosas y las ideas y la aparición de barrios convertidos en guetos de inmigrantes, en todo caso de pobres. Resulta curioso que la vieja burguesía catalana, siempre pegada al estado como un piojo acostumbrado a chupar su sangre, se autoeleve como salvadora de una supuesta nueva nación.

¿Cómo es posible mantener una democracia en estas condiciones? ¿Quizás explotando al máximo el nacionalismo y estériles orgullos?

En Los Ruices, a 3 de noviembre de 2014.

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