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Requena (09/11717). LA BITÁCORA/JCPG
Nuestra sociedad tiene muchos frentes abiertos. Demasiados. Quizás los que se merece. Ahí están y es difícil cerrar los boquetes de un mundo que hace aguas. Está punto del naufragio, pero cual balsa de la Medusa algo se salva, a duras penas, faltando el agua, y superando dificultades mil. Los profesores nos enfrentamos día a día no sólo a las dificultades del conocimiento, a los esfuerzos ingentes de muchos de nuestros alumnos por incrementar sus capacidades y sus habilidades. Estamos en la brecha, lo mejor que podemos, con voluntad, a veces con más voluntad que con otra cosa. Poco esperamos de nuestros próceres.

Gericault, La balsa de la Medusa. La dureza del naufragio, la complejidad misma de la vida. Hay chavales y adultos que también naufragan. Que no nos pille a nosotros.
El sistema crea por sí mismo sus canales para desactivar elementos nocivos. En este caso el canal es un curso determinado. El elemento nocivo es un chico que no cuadra con lo que se espera a su edad o que perdió, Dios sabe dónde, la llave maestra de sus emociones y sus posibilidades mentales como ser humano. Pero ahí le vemos en un grupo de desahuciados. Elementos de deshecho que quizás consigamos salvar parcialmente, porque algunos, decimos sí que valen la pena, porque son trabajadores, porque aquellos elementos que un día distorsionaron su existencia hasta hacerles la vida imposible y arruinar su vida académica han desaparecido o han sido orillados. En la vieja escuela de la aldea apenas se percibían problemas. El arcaico sistema igualitario de Los Ruices, basado en la posesión de la tierra por los pequeños campesinos, apenas se percibía la diferencia. Las dificultades económicas estaban inmersas en la atmósfera cotidiana del trabajo de la tierra. Llevábamos cada día un tarugo para la estufa, que campeaba como dueña y señora de la escuela en el centro. Nuestro vaso para el agua nos proporcionaba el agradable frescor del agua del botijo. De los retretes mejor no hablar. En el patio el balón tiro, el churro va y otros juegos nos permitían pasar el rato.  Desconocíamos entonces las drogas y otras perversiones. Cuando llegaba el buen tiempo nos íbamos a construir nuestra casuta o a jugar a los tiros, como Dios manda, en el huerto del tío Tono. No teníamos móviles ni internet. Ni falta que hacía. El domingo a misa, a tomar una coca-cola y al partido en el campo junto a la casa del tío Lolo. La delicia de los tiempos.
Otros tiempos corren hoy. Los hay que toman todo tipo de drogas, que tienen padres ausentes pero de cartera abultada. Padres incapaces de dar amor cercano, pero dispuestos a dar dinero sin más, a comprar móviles extraordinarios, con tal de mantener a las criaturas supuestamente satisfechas. Padres que no se enteran, o no quieren enterarse de las insatisfacciones de sus hijos, que apenas hacen preguntas cuando se les comunica que su hijo, un pobre chico muy capaz pero a estas alturas bloqueado mentalmente, a pisoteado un móvil de 700 euros y lo ha destrozado en el patio del insti al grito de “expulsadme, expulsadme, que tengo ganas de salir de aquí”.
Y ahí tienen al profe de guardia sin dar crédito a lo que ve. Madre mía, con el pedazo de móvil que tenía, y ahora yace destripado entre el charco de la fuente. Como si todo fuera el móvil. Le importa un bledo el móvil. Mañana tendrá otro. Padres dispuestos. Padres de cartera repleta. Padres incapaces de ofrecer otras formas de cariño. ¿Dónde se perdió el hilo? Quisiera encontrarlo.

Laocoonte y sus hijos. La jodida serpiente de los dioses se vengó de ellos por advertir a los troyanos de las maldades del maldito caballo de madera. ¿A que el hieratismo no es esto?
Los profesores nos enfrentamos a enormes retos cotidianos. La gente apenas percibe las problemáticas con las que hay que funcionar. Porque pensar que aquella escultura de Laocoonte pueda sufrir el hieratismo es un problema; se sufren enfermedades, dolores, la pérdida de las personas a las que quieres, pero el hieratismo ¿se puede sufrir? Pero el problema de vr encallar, ver como tu hijo entra en el dique seco de un sistema de enseñanza y de una vida complicada por el mundo que lo rodea, es un trago complicado para los padres. Cuando veo a algunos de estos chicos, me entra compasión por los padres. Cuando contemplo a algunos padres, pienso que quizás no merecen los hijos que tienen. Unos porque son estupendos, los hijos, digo. Otros porque sus padres se desviven por ellos, pero elementos ajenos se han cruzado y sus posibilidades de actuar son mínimas para alejar lo pernicioso de sus vástagos. Y entonces también me acuerdo de los capones en la escuela rural y de las inocencias que unos guachos sin maldad hacíamos cazando ranas o matando con los rifles de perdigones los gorriotes. Algo hemos perdido en los entretantos.
En Los Ruices, a 7 de novimebre de 2017.

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