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EL OBSERVATORIO DEL TEJO / JULIÁN SÁNCHEZ

Las diputaciones provinciales llevan tiempo en el punto de mira de ciudadanos y políticos, especialmente de los denominados emergentes, pero, en estos momentos, el acuerdo de investidura entre PSOE y Ciudadanos les viene a situar definitivamente en el disparadero de su desaparición. El pacto de los partidos que encabezan Pedro Sánchez y Albert Rivera, si finalmente se lleva a cabo, lleva inserta la supresión de estos organismos para transformarlos en consejos provinciales de alcaldes.

Es evidente que estas corporaciones arrastran sobre sí un desconocimiento general sobre de donde deviene su origen y circunstancias, así como que consecuentemente, no todos los políticos son conocedores de ello. Por consiguiente, sería conveniente intentar aportar algún rayo de luz sobre este particular y controvertido asunto que está actualmente en candelero y no poca controversia.

La Constitución de Cádiz recoge la creación de las diputaciones provinciales en su Título sexto, concretamente en el Capítulo segundo, que lleva por nombre «Del gobierno político de las provincias y de las Diputaciones provinciales». El artículo 325 de esta Constitución dice que «en cada provincia habrá una Diputación llamada provincial, para promover su prosperidad, presidida por el jefe superior» que, según el artículo 324, será nombrado por el Rey.

El régimen absolutista que impone Fernando VII en 1814 acaba con todas las diputaciones provinciales y centraliza todo el poder del estado en la voluntad del Rey. Durante el Trienio Liberal que comienza en 1820 vuelven a aparecer las diputaciones, pero en 1923 los absolutistas “Cien Mil Hijos de San Luis” las vuelven a disolver. Estas instituciones no volverían a gobernar las provincias españolas hasta el reinado liberal de Isabel II, cuando por fin reaparecen quedando instituidas hasta nuestros días, independientemente del régimen establecido en el estado.

Las diputaciones son los organismos que controlan el poder municipal en España y cuentan con un presupuesto de casi 6.400 millones de euros, que alcanzaría los 22.000 millones si se incluyen las diputaciones forales (13.200) y las Islas Baleares y Canarias (2.100). No sólo controlan los presupuestos más potentes a nivel territorial, sino que suman un total de 60.696 empleados, muchos más que las mayores empresas del Ibex 35.

En la actualidad, existen 38 diputaciones de régimen común, a las que se deben sumar las tres diputaciones forales del País Vasco, que cuentan con un régimen especial al tratarse de territorios históricos. De hecho, las diputaciones vascas, a diferencia de las de régimen común, son órganos de elección directa y tienen competencias para gestionar los impuestos.

Las seis comunidades autónomas uniprovinciales, Asturias, Madrid, Cantabria, La Rioja, Murcia y Navarra, no cuentan con diputaciones provinciales, ya que sus competencias fueron absorbidas en su día por los gobiernos autonómicos. En el caso de Navarra, el Gobierno foral se denomina Diputación foral. Por su parte, las islas tampoco cuentan con diputaciones, sino que tienen siete cabildos en Canarias y tres consejos en Baleares.

Aunque en su origen, estos organismos fueron instituidos con intención de ahorrar dinero en su función dirigida a prestar servicios comunes para municipios distintos de menos de 20.000 habitantes, lo cierto viene a ser que, con el tiempo, su gestión opaca y las clamorosas evidencias de albergar en sus estructuras un caciquismo más que evidente, les ha llevado a convertirse en auténticas agencias de colocación de los partidos políticos con más poder en el espectro, lo que ha venido a poner en tela de juicio su misión original, así como su utilidad para el bien común. Otro de los problemas que plantean es su déficit democrático, ya que sus diputados no se escogen por elección directa, sino a través de los comicios municipales.

Ni que decir tiene que todas las condiciones argumentadas para su desapariciçon, han disparado las protestas y reticencias de muchos políticos, principalmente pertenecientes al bipartidismo vigente en los últimos tiempos, a la hora de valorar el apartado correspondiente a la propuesta de pacto de gobierno establecido entre PSOE y CS, alegando a la hora de defender dichos privilegios, o personales estatus de poder, la desasistencia de los municipios pequeños.

Inconsistente razonamiento si tenemos en cuenta que, tal y como expusimos más arriba, en la actual división territorial del estado español las comunidades uniprovinciales, desde que entró en vigor la vigente Constitución Española de 1978, tal y como podemos considerar a Madrid (179 municipios), La Rioja (264 municipios), Cantabria (102 municipios), Asturias (78 municipios) y Murcia (45 municipios), la inmensa mayoría de ellas con densidad de población inferior a los 20.000 habitantes. (Excluimos a Navarra acogida a régimen foral).

En consecuencia, el argumento de desatención de las pequeñas poblaciones cae por su propio peso por cuanto dichas poblaciones están siendo perfectamente atendidas en estas comunidades uniprovinciales por la propia Comunidad Autónoma con el consiguiente ahorro en recursos y personal, además de una más que demostrada eficacia.

El otro argumento aducido por los defensores de lo entes viene a ser que el mayor gasto de mantenimiento lo supone el coste del personal funcionario y, en consecuencia, que a dicha plantilla no se le puede despedir. Otra inconsistente cuestión, toda vez que en las AA.PP. está prevista la redistribución de efectivos mediante el correspondiente concurso de traslados. Todos los funcionarios en algún momento de nuestra carrera hemos debido recurrir a dicho procedimiento, por lo que la reasignación de efectivos aliviaría la situación presupuestaria con el aminoramiento de nuevas incorporaciones. En consecuencia, dicho ahorro se completaría además con la eliminación de empresas fantasma o duplicidades administrativas, las cuales además de derrochar ingentes recursos, implican un aumento indiscriminado de la propia burocracia.

Exclusión hecha del ahorro en recursos y duplicidades, la desaparición de los focos de caciquismo y nepotismo que arrastran las diputaciones desde el momento mismo de su creación, han venido haciendo frecuentes las críticas y acusaciones por los contratos a familiares, amigos y correligionarios que en el seno de estos entes se repiten periódicamente y sin que aparente tener fil.

Especialmente significativo al efecto vino a ser el caso de José Luis Baltar, condenado por haber colocado a ciento cuatro personas en la Diputación de Orense durante los dos años que estuvo al frente de la institución. La Justicia inhabilitó a Baltar, que se autodenominaba “cacique bueno”, por este enchufe masivo. Cargos y formas que además se suelen heredar familiarmente, puesto que ahora, su hijo José Manuel, actual presidente de la Diputación, ha sido denunciado por acoso sexual y está siendo investigado por un presunto delito de cohecho.

No es necesario recordar que, en nuestra propia comunidad, los tres ex responsables de sus diputaciones se encuentran imputados o encarcelados. Alfonso Rus, ex presidente de la Diputación de Valencia, fue detenido por estar implicado en una trama de corrupción municipal y regional; Carlos Fabra, ex presidente de la Diputación de Castellón, está en la cárcel por fraude fiscal y el ex presidente de la Diputación de Alicante José Joaquín Ripoll se encuentra procesado por el “caso Brugal”, que investiga la manipulación de la gestión de las basuras.

Y para no hacerlo mucho más largo, recordar que la Diputación de León también saltó a la crónica negra de las noticias por el asesinato de su presidenta, Isabel Carrasco, a manos de Montserrat González, cuyo juicio ha tenido extensa repercusión mediática.

La Diputada Rosa Díez  de UPyD, primera defensora de la eliminación de estos entes opacos, ya hizo público en su día un estudio efectuado por su gabinete técnico mediante el cual demostraba fehacientemente que «Si cerraran las diputaciones, que es donde colocan a los excedentes, a quienes no pueden colocar en otro sitio, en España nos ahorraríamos 6.000 millones de euros al año, 15.000 millones si se fusionaran algunos municipios, y 48.000 millones si no hubiera sobrecostes en las obras públicas».

Lo dicho, que nadie se asuste si al final se llega a acometer la disolución de estos potentes focos de anacronismo caciquil y derroche dilapidador de recursos públicos. Si quedemos detraer recursos para dedicarlos a modernizar y propiciar auténtico desarrollo funcional en nuestras estructuras públicas es un paso necesario que se debe afrontar, pese a reticencias y oposiciones de privilegiados y herederos de situaciones eternas (todavía existen en España alcaldes y concejales que ya lo eran en el régimen anterior).

Este es el penúltimo eslabón (el último lo conoceremos en cuanto se proceda a la institucionalización de la elección directa), que falta para modernizar definitivamente nuestra administración local. Que nadie se engañe por todos los argumentos inconsistentes que pretendan hacernos llegar los perpetuadores del privilegio, sencillamente porque, dichas demostraciones, ya no se sustentan ni medianamente en pie.

Julián Sánchez

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