LA BITÁCORA DE BRAUDEL / Por JCPG
Valencia en verano me produce un sopor insufrible. Calor y más calor. Incomprensión, también: este año en que apenas podré estar por mi tierra unos pocos días del verano, me resulta inverosímil contemplar el ajetreo de la gente con las rebajas y otros asuntos. Me pregunto cómo soportarán el calor sofocante. Quizás no les queda otra.
Unos amigos, urbanitas hasta la médula, proponen ir al cine. Los lugares a cubierto son los más idóneos para un calor de este tipo. La película elegida es “El largo viaje”, interpretada, entre otros actores, por Nicole Kidman, quien, por cierto, está irreconocible: lo que se ha inyectado en la cara no sólo demuestra su incapacidad para sobrellevar el envejecimiento; patentiza el nivel de destrucción que la ciencia puede ejercer sobre la belleza misma.
El tema de la peli no es precisamente una comedia, como creíamos encontrar. Ilusos de nosotros, creíamos que tal vez estábamos ante una peli ligera y divertida. Todo lo contrario: el drama de los dramas del siglo XX, esto es, la represión con fines aniquiladores de los vencedores de la guerra sobre los prisioneros. Vamos: la versión real, al parecer, del otro río Kwai, aquel que David Lean inmortalizó magistralmente.
Los autores de la atrocidad: los japoneses; los sufridores: los soldados de Su Majestad británica. La peli tiene pretensiones y habrá que contemplarla otra vez, porque esta noche no teníamos el cuerpo para apreciar el drama. Esto sucede en ocasiones: uno no resiste ciertos temas, sobre todo porque la mente espera un respiro, una bocanada de oxígeno de optimismo.
Ciertos temas, sin embargo, invitan a reflexionar. ¿Llevamos el mal dentro y sólo en ocasiones propicias sale de nuestro interior para manifestarse en horrorosas acciones? Se piensa que la educación lo es todo, que la formación produce seres pacíficos, amantes de la convivencia hasta el candor mismo. ¿Recuerdan aquella frase mil veces atribuida a los nazis?
Sí, hombre. “Cuando oigo la palabra cultura desenfundo la pistola.” Las atribuciones son muchas: que si la pronunció el mismísimo Göring, o tal vez el cruel Himler. Incluso es posible que su autor fuera un fascista español famoso; al menos esto es lo que afirmó en 1998 el cineasta Claude Lanzmann, el autor de la peli Shoa, que va sobre el Holocausto. Una película recomendable, sin duda, pero esperen a tener un instante de optimismo desenfrenado, porque lo que aquí se ve es verdaderamente horrendo.
Siguiendo la frase de marras, hay quien dice que el famoso fascista ibérico era el tuerto Millán Astray. Ya saben que en el final de la guerra civil nuestra, el general compañero de Franco en la Legión espetó aquello de “¡Que muera la inteligencia!”, ante uno de los grandes intelectuales españoles: Miguel de Unamuno, a la sazón rector de la Universidad de Salamanca, ciudad en la que tuvo lugar el acontecimiento.
La verdad es que si tenemos que colocar un código de barras hispánico a una frase tan célebre como tremenda, encontramos muchos candidatos, demasiados candidatos a una estupidez tan trágica. Lo que todo el mundo da por hecho es que fue un fascista o nazi el autor. Así que, podemos estar tranquilos los que no andamos en esos lados.
En ocasiones, en los medios docentes en los que me muevo, escucho esta frase con cierta frecuencia para marcar los campos. Es como si por proferir tal cita nos vacunáramos contra la barbarie y nos colocáramos inmediatamente en el lado de los buenos. Es una enorme equivocación pensar que el hecho de leer, poseer una determinada formación académica y amar la cultura nos inmuniza por completo contra la tentación fascista. Y la famosa cita no hace sino confirmarnos en esta vana suposición. Podemos dormir con la conciencia tranquila. Nosotros estamos protegidos por la cultura. Seguro que fue unos de esos fascitas, segurísimo.
Realmente no fue así. Thomas Mann, una de las grandes figuras literarias del siglo XX y de la cultura germánica, una vez exiliado en América, lo dijo con claridad en uno de sus discursos antinazis:
“Un pueblo al que se enseña a “quitar el seguro del revólver” cuando se le recuerdan estos esfuerzos. Una nación que cree tener que quitarse de la cabeza, despriorizar, incluso ridiculizar el concepto de cultura, tan repleto de vínculos con todo un universo de vida moralmente más elevada que admitiría una comparación con la idea de espíritu: una nación así, de eso no cabe ninguna duda, está llamada a fracasar y a hundirse”
Es cierto. No pronunció literalmente esa frase, pero dijo lo mismo.
En fin. Estábamos con la supuesta maldad innata del ser humano. Para empezar, por incómodo que nos resulte, los nazis no rechazaban la cultura. Al contrario, se creían sus legítimos representantes, sus salvadores, sus depuradores. Sin duda se equivocaron por completo, pero el caso es que leían, algunos posiblemente mucho más que nosotros. Y amaban el arte. Y escuchaban música (y sobre la cuestión hay estupendas películas). Y a pesar de todo fueron unos bárbaros.
El escritor Thomas Mann.
La cultura no proporciona el buen juicio. Este procede de otros lares. No sabría designarlos ahora con precisión, pero tal vez se encuentren en algunos sitios como estos: el aprecio de la libertad, el respeto a la diversidad, la huida de los grandes radicalismo, la cultura literaria e histórica, etc. Así que más vale que no nos durmamos en los laureles y estemos siempre alerta. El nazismo no fue obra de monstruos, sino de seres humanos como nosotros, y eso es precisamente lo que lo vuelve tan temible. Miren a los japos, tan crueles y destructivos en el Asia que ocuparon al mando del mariscal Tojo. La peli de la Kidman lo relata basándose en la memoria personal de un soldado británico. Hoy un país avanzado y moderno, con una cultura milenaria, seguramente envidiable.
Claro que, en una sociedad en la que la palabra cultura se aplica a casi todo, hay que empezar a dudar de la validez de la palabra. ¿No creen?
En Los Ruices, a 15 de julio de 2014.