Semáforos en el puente de la N-III para regular la circulación tras la Dana
Leer más
AVA-ASAJA solicita costear las reparaciones de los agricultores que no pueden esperar a los gobiernos
Leer más
El Ayuntamiento de Caudete de las Fuentes hace balance de estas semanas tras la Dana
Leer más

Requena (28/02/18). LA BITÁCORA. JCPG
Unas experiencias muy complejas. Más que complejas, variadas en sí mismas. Por una parte, presentar a Ricardo García Cárcel y su último libro (El demonio del Sur. La leyenda negra de Felipe II); un lujo indescriptible. Un magisterio tan grande que uno queda empequeñecido. Por eso más vale hablar poquito en estas presentaciones para no dejar ver el cúmulo de lagunas que uno tiene.

Una imagen del año pasado, bastante mejor que el presente. En 2018 ha sido todo muy casero, muy nuestro. Ningún representante de la investigación pedagógica internacional. Nosotros para nosotros mismos.
Hay que joderse. El magisterio de Ricardo es tan potente que hace palidecer a otros, a muchos otros. Esa capacidad expresiva, esa portentosa garra que es capaz de tomar la atención del público y no soltarla hasta el final, esto lo tienen pocos. Y doy fe porque acabo de venir de una conferencia, esta sobre holocausto y me he quedado asombrado. No por el portentosos ejercicio de conocimiento o por la capacidad expresiva; en realidad, por la desgana/desidia exhibida y el discurso escolar que he escuchado.
Magisterios, pues. Como tiene a gala Ricardo, empleemos aquí los plurales, que son más idóneos para describir la realidad. Algún día habrá que repasar cómo ha ido evolucionando, perfeccionándose, enriqueciéndose el vocabulario de este catedrático de Casas de Eufemia hasta los niveles tan elevados de la actualidad. Habrá que ver la distancia desde aquellas monografías sobre las germanías valencianas y la herejía hasta el libro de la leyenda negra de 2017. Una trayectoria intelectual rica y espesa la de Ricardo. Es así como en los últimos años salen de sus manos libros tan rico, complejos y repletos de sabiduría.
Desde que me instalé en Valencia, ha crecido en mi interior un ansia cada día mayor por el contacto con la tierra, por trabajar las cepas, por venir por el pueblo. Un bicho extraño crece dentro de mí: la añoranza de los tiempos míticos, aquellos en los que echar la basura era algo cotidiano después de cada poda, aquellos en los que injertar requería horcajarse sobre la parra para cortarla e insertar la púa en ella. Atar con esparto, después. Añoranzas terribles, porque le colocan a uno ante la realidad: el paso inexorable del tiempo, que es el correr sin freno de nuestro reloj personal.
No es fácil presentar a Ricardo. Tanta fuerza intelectual abruma un poco. Pensé que lo mejor era destacar la idea de pluralidad que aparece en su literatura y, especialmente, darle la palabra inmediatamente. Ni un adjetivo igual a otro; una extraordinaria capacidad verbal y también gestual. El resultado: un público atento, nada aburrido.
Me da la impresión que he perdido mucho. Ante el recio hombre que tengo a mi lado, un señor entrado en años, bien vivido y trabajado, mi calidad agrícola palidece de inmediato. Aunque estoy acostumbrado a los esfuerzos y me gano el almuerzo que mi madre ha echado en el talego, tengo que reconocer que no estoy acostumbrado a esfuerzos físicos como estos. Ni gimnasio ni leches. Son hombres capaces también de ejercer su propio magisterio; nada de intelectualidades, por supuesto, pero sí el despliegue de una experiencia de trabajo y de vida que resultan apabullantes.
Estoy leyendo a Unamuno, un prodigio del pensamiento y de la literatura que vale la pena repasar. Traigo aquí un fragmento en el que cuenta una de sus excursiones campestres; era extraordinariamente aficionado a ellas, y quizás por esto era un fenomenal conocedor del alma campesina, del arte escondido en los diversos rincones y del mismísimo paisaje natural. Decía don Miguel:
“Ventaja, y grande, es, de las excursiones que preconizo, la de aprender a acostumbrarse a todo y dejar melindres. Con ello bastaría. Pocas veces he gozado más que cierto día en que llevamos a una montaña a uno de esos señoritos de café, y le vi sudar la gota gorda, dejarse caer a mitad de la falda por falta de aliento, descomponérsele la pelambrera y correrle por la cara gotas de cosméticos y tener luego que beber echado de bruces, y boca al suelo. Y para fin de fiesta se le quemó toda la cara por el sol y cambió de pelaje” (Miguel de Unamuno, Por tierras de España y Portugal, Salamanca, 1972, pág. 106).
Este libro de Unamuno ha caído en mis manos por un azar. Mejor que caer, es que lo he cogido. Sí, pero del expurgo inmisericorde y brutal que está sufriendo la biblioteca de mi instituto. Según los padres y madres de esta operación, sobran demasiadas cosas. Por lo visto las nuevas generaciones están más interesadas en la superficial literatura juvenil de hoy en día y difícilmente soportan las sutilezas de un Unamuno. Viene mucha literatura en valenciano y mucha también de temas de autoayuda. ¡Qué bonito todo! Tendremos una juventud reforzada en psíquicamente. Además,  mejor para mí: me lo llevo a casa y voy deleitándome en sus descripciones y comentarios, que, como el que he incluido, son estupendos. Hoy deberíamos llevar a tantos de nuestros jóvenes, esos zanguangos que pueblan las aulas, al campo, no sólo para amar su tierra, sino para interiorizar (palabra que ahora se lleva mucho, especialmente en el ámbito educativo, lo cual ya indica bien el estado calamitoso de la cosa) el esfuerzo y sentirlo en propias carnes.

Rostros curtidos por años al sol, al frío, al matacabras y al cierzo. Pieles que dejan ver el rastro de los días de penuria. Y una mirada de cierta desconfianza a una modernidad que conocen y manejan, pero de la que no dejan de desconfiar, como desconfía el sabio de su propia sabiduría.
Hombres recios los que pueblan estas viñas. Construidos a fuer de penurias postguerriles, forjados por el puchero de condumio puesto bien temprano en la lumbre, que es como mejor se juntan los sabores, con la morcilla, la verdura, las legumbres y el piazo de tocino flotando como rememorador del gorrino que alimentaba a las familias campesinas. Gentes hechas con los hachazos de la miseria, el hambre y el esfuerzo de labrar con mulos, de segar a mano, de trillar; las mismas gentes que con sus barzas iban cada día a la poda. Hombres-reliquia que han sido capaces de reconvertirse en la mundo de la tecnificación, con tanto empeño como cuando eran jóvenes y el mundo se lo ponían por mentera. Nadie les ganó a la hora de incorporar tractores, vendimiadoras. ¿Qué se les puede reprochar, si han sido incluso capaces de hacer suyos los emparrados? Son, en su campo, maestros y catedráticos también.
Magisterios diversos. Todos invitan, predisponen a abandonar desidias y melindres.
En Los Ruices, a 27 de febrero de 2018.

Comparte: Un magisterio para dejar melindres