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Requena (03/05/18) .LA BITÁCORA – JCPG
 

La Naturaleza forjando una criatura. Guillaume de Lorris y Jean de Meun, Roman de la Rose, Brujas, 1490-1500. La naturaleza diseña, pero los seres que salen de sus manos son muy diferentes entre sí.
Oficialmente somos de donde hemos nacido y de donde vivimos; sentimentalmente solemos ser, sobre todo, de donde nos hemos criado. Y cuando soñamos somos de la patria de la que siempre, inexorablemente estaremos presos: del lugar del que aprendimos a soñar. Aprender a soñar. La naturaleza nos ha hecho así. Como la obra de Lorris y Meun, somos todos bastante similares. Después, nos vamos transformando. El recuerdo nos define, contribuye a perfilar nuestros contornos. Por supuesto, también el olvido. Esas criaturas se van esculpiendo después con el golpe seco del recuerdo, progresivamente más cortante y contundente conforme el tiempo se va alejando. Me ha sucedido con un personaje lejanamente recordado estos días.
El Loño era un hombre alto y corpulento. Trabajaba en la finca del Risco y vivía en las casas del Molino del Risco. A uno o dos kilómetros del pueblo. El Risco había construido un molino de yeso, una bodega para elaborar vino y varias casas y corrales.
El Loño tenía buenas amistades y se acercaba a refrescar su garganta en el bar del pueblo. Era la época en que había bar y la Laponia estaba lejos, allá por la Europa del Norte. Bien dicho: ni siquiera yo conocía que había un lugar inhóspito tan frío como Laponia. El Risco era uno de esos terratenientes cuyos orígenes es preciso investigar desde un punto de vista histórico. Procedía de una familia con varios hermanos y con propiedades desperdigadas por muchos lugares de la comarca. Cuentan que el propio Risco estuvo a punto de perder la vida en los paseos que la “revolución”, dentro de la guerra civil, emprendió. Según dicen, fueron amistades poderosas dentro del Utiel revolucionario las que intercedieron por él. Tuvo suerte, pues.
Algo similar se contaba de quien trabajaba en su finca. El Loño era de Utiel, según he podido saber. Estaba soltero y tenía fama de buscar camorra cuando bebía. El propio Risco decidió en un momento dado llevarlo a trabajar a su finca de La Hurdilla para apartarlo de su inclinación a la bronca; finalmente recalaría en el Molino cercano a Los Ruices.
Naturalmente, el Loño se pasaba en la ingestión de brevajes. No tenía medida. Cuentan que llenaba el cuerpo inmenso que tenía de coñá y de mucho vino. No le hacía ascos, sin embargo, a otros apetitosos líquidos alcohólicos. Eran todavía los tiempos en que se bebía mucho vino; estaba por caer el tiempo de la cerveza, brevaje sin duda traidor que nos ha conducido a tener una tierra volcada en producir vinos y en consumir cerveza. Terrible contradicción ésta, sobre todo porque impide elaborar consejos.
No era el único que frecuentaba el bar. Estaba en el edificio de la cooperativa. El tabernero oficiaba tras un imponente mostrador. El bar era un lugar de reunión, como hoy en día; echar la partida, un café. Eso sí: era asunto exclusivamente masculino; las mujeres ni lo pisaban, se entiende que sin ir los maridos. Eran los tiempos del final de la dictadura y el inicio de la Transición. El cambio cultural y de mentalidades estaban por llegar. Tampoco era el único que echaba por el camino del alcohol. Otros también llegaban a ese estado en que los hombres, repletos de bebida, empiezan a desconocer quiénes son.
 

La Casa de la Rambla también era del Risco. Apenas quedan hoy propiedades de sus herederos. Se hace difícil soportar el silencio de estas ruinas. Pero hay algo que nos atrae, quizás que somos herederos legítimos de todo esto. He aquí el eterno retorno de mí mismo.
El Loño, sin embargo, llegaba a superar lo soportable. El hombre debía de tener numerosos problemas que lo hacían desembocar en el océano del beber. Y así llegaba a desconocer quién era. Eran otros, la gente del pueblo, y por entonces el tabernero, Pepe el Utielano, los que hacían de cuidadores de esa inmensa mole humana incapaz de gobernarse a sí misma. Un día hubieron de cargarlo en el remolque y bajarlo al molino. Cualquiera podía con ese tío. Los ví a través de la ventana de mi casa; es un recuerdo tenue, muy lejano ya; pero tengo la certeza de haberlos visto. Una escena que se repetía muchas veces, pero con la novedad de que ese hombre monumental no se tenía en pie y lo tuvieron que echar al remolque como si fuera una enorme saco de patatas. El remolque estaba junto al muro y junto a la cochera de Ángel. El recuerdo es ya una sombra, pero no me extrañaría que el remolque fuera el de Pepe el Utielano. Este era un hombre entrañable, natural de Utiel, portero de fútbol en sus tiempos más jóvenes, y en la ancianidad asiduo frecuentador de las tertulias que los abuelos mantenían en la Placetilla y en la barda del corral del tío Marcos. Retratos de campesinos, ahora ya envejecidos y dados a la plática. Sin embargo, Pepe estaba -tenía que estarlo, de lo contrario no habría podido cargar con el Loño- acompañado por más gente, pero no recuerdo quiénes.
 

Don Quijote apaleado por los mercaderes toledanos.
DIODATI, François (1647-1690). Es una ilustración que está en la Biblioteca Nacional.
En un primer plano vemos a Don Quijote montado en un burro  conducido por un vecino que le recoge y lo lleva a su casa. Al fondo don Quijote en el suelo está siendo apaleado por unos hombres. Loño nada tenía de quijotesco, sobre todo porque el caballero siempre supo su filiación.
El recuerdo es la materia de la que se construye un ser humano. Es necesario comprender esto para  seguir viviendo con plenitud. Mi recuerdo es muy vago, pero corresponde a aquella nebulosa de la infancia. Me subía, nos subíamos, al viejo olmo que había en la puerta de la Marcelina. Enorme, anciano, nos permitía fantasear con aventuras en aviones y otros artilugios. Durante el verano, su sombra era espectacular y decisiva para soportar el calor, siempre y cuando la sacro-santa siesta pudiera ser burlada por los infantes deseosos de juegos.
Loño terminaba por no ser dueño de sí mismo. Fenómeno peligroso este. Importa saber quién es no. el Quijote, a pesar de todo, siempre sabía quién era. Yo sé quien soy, exclamará Quijano cuando lo apaleen, en el principio de la gran obra cervantina. La frase es desconcertante y profundamente misteriosa, además de muy polisémica. Sé quien soy. Quijote, conocedor de su pasado, de su presente, y, diríamos también que de su futuro: Dulcinea y el desfacer entuertos. Recuérdese que don Miguel de Unamuno tenía una tremenda inquietud con la frase quijotesca. De hecho, sobre esa frase se monta todo el artilugio intelectual de su obra “Vidad de Quijote y Sancho”. Quizás el alcohol nace del miedo hacia uno mismo: es el miedo a la insignificancia, a lo inútil, a vivir una vida sin sentido.
El caso es que tuvieron que llevarlo -a Loño, digo- al Molino, cual saco de patatas, tumbado en el remolque, dormido o atontolinado; para el caso es lo mismo. No sé qué fue de aquel hombre; él tampoco lo sabía durante muchos minutos al día. Parece como si sólo el Quijote conociera su auténtico ser. Así que el John Deere, un 1020 comprado en casa de Lucio, enfiló el desmonte, dejando la carrasca a la derecha, y pasó los Calabachos sobre el viejo puente -años después, sería derrumbado por una avenida tremenda-, mientras surcaba una tierra ya cultivada y agujereada por los yesares. El Molino estaba entonces inactivo, pero conservaba el aire altivo de haber sido un núcleo económico. Había entonces campos de viñas y algunos de cereal, y muchas oliveras, la mayoría promiscuamente mezcladas entre las cepas, como no queriendo desperdiciar nada.
Aquel mundo ya no existe. Hoy queda un pálido recuerdo. Sigue siendo don Quijote el único que es consciente de sí. Pero todavía quedan Quijotes en esta tierra nuestra: seres sin miedo, que trabajan, cultivan la tierra… y también Loños, dados a los brevajes de nuestro tiempo.
En Los Ruices, a 2 de mayo de 2018.

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