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Requena (20/10/17).LA BITÁCORA /JCPG
Ha llovido un poco y se me ha alegrado el alma. Salía de mis menesteres docentes y apenas me ha dado tiempo a llegar a la boca del metro; entonces, se ha puesto a llover con ahín, con ganas. Han pasado unos diez minutos, el tiempo que el tren subterráneo emplea en llegar a mi parada. Va repleto. El atractivo turístico de Valencia ha crecido mucho, desde hace años; los turistas copan el metro, que los recoge a pie de aeropuerto. Hoy he podido sentarme. Exploro durante unos minutos el libro que llevo leyendo desde hace unos días, un trabajo de investigación sobre los mudéjares valencianos, pero por poco tiempo: el metro es muy rápido y diez minutos dan para lo que dan. Me quedo con las ganas de seguir.
Al salir del metro, prosigue la lluvia. Ya no es tan fuerte. Decido ir a pie. Realmente hace tanto tiempo que no me mojo un poco que casi lo necesito. Mientras me caen algunas gotas, voy recordando un pasado en el que, en medio de la vida rural aldeana, el contacto con el sol, el viento, el frío, la lluvia era algo normal y cotidiano. Agradezco el refrescón de la lluvia sobre la cabeza, sobre los hombros. La ciudad está llena de polución y porquería y necesita de estos aguaceros. Me imagino en la ventana de la casa de mi pueblo, viendo llover. No había asfato y las calles se llenaban de barro. El agua discurría calle abajo, hacia el OLmo que había entonces frente a la casa de la tía Marcelina. Era la lluvia que regaba el olmo y los almendros de la parte baja. Era la lluvia que entonces nos estropeaba el final de la vendimia del bobal. Hoy ya no queda vendimia desde hace diez días. Ni una racima podrá encontrarse. Quizás tampoco llueva como entonces, aunque a decir verdad el recuerdo es traicionero y a veces tiende a exagerar.
Cuando decidí seguir caminando a pesar del gigantesco trueno que iluminó los cielos, cometí un error. He acabado por mojarme al completo. Cuando lleg a casa me quito una camisa chopada y unos zapatos en los mi pies casi flotaban. Aún puedo asomarme a la ventana y ver que llueve. Para mis adentros pienso en el correr del agua por la viñas, por los barrancos, en los tractores atascados.
La pena es que la lluvia no pasa de ser cuestión de dos horas, o menos. Los bares han retirado sus terrazas. El día está echado. Cuando esto lea un venturreño entrado en papeles viejos, quizás piense en el monumental tormentón que se nos desplomó sobre nuestras cabezas, y de mucha gente más, a fines de un mes de abril de hace ocho o diez años. Eso si era lluvia.
En Los Ruices, aunque sea en la imaginación, a 18 de octubre de 2017.

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