LA BITÁCORA DE BRAUDEL /JCPG
Los domingos a la tarde parece uno dirigirse al retiro previo a retomar la semana laboral el lunes por la mañana. Se come, se echa una leve siestecilla y se dedica la tarde al paseo o la lectura. Por la noche, si no hay peli que valga, hay que dedicar tiempo a Jordi Évole. Y este domingo el periodista catalán volvió a firmar uno de sus mejores trabajos. Me gusta el Évole desideologizado, preocupado por las constantes sociales, por los problemas de la gente. Me gusta que deje hablar, que deje expresarse a sus invitados. Porque todos sabemos que algunos de su gremio parecen querer convertir sus programas en shows de sí mismos, pasando por encima de las palabras de quienes entrevistan. Vamos, que me gusta el mejor de los Évoles: el tolerante, incisivo pero respetuoso con lo que tienen que decir sus invitados.
El programa evoliano del domingo trataba de la violencia de género, un tema profundísimo en nuestra sociedad y también bastante viejo. No es para bromear, porque hay cadáveres de por medio. Y todos hemos conocido casos, en nuestras vecindades, en el pueblo, en la ciudad. Es demasiado grave este tema ya, y lo más preocupante es que, según se desprende del propio programa, el problema dista de estar en vías de solución. No parece que las nuevas generaciones nazcan y adquieran un nuevo sentido de las relaciones humanas de género. Martina Marroquí, una profesora de lo que verdaderamente interesa: el respeto entre seres humanos, venía a reconocer la fortaleza de los conceptos tradicionales de mujer y hombre. Es asombroso, pero los cambios profundos no han acontecido en la medida que deseáramos.
Y todo podría discurrir con la normalidad propia del domingo. No fue así. Conocer que una tragedia terrible ha segado dos vidas en un pavoroso incendio, que unas hijas y una esposa han sido despojadas de todo lo que no es la vida, es un asunto demasiado terrible como para que el domingo pueda discurrir con normalidad. Los Ruices, una aldea pequeña, vive este acontecimiento, que tuvo lugar en San Antonio, como un tremendo desgarro en sus propias carnes. Indescriptible es el sentimiento de los parroquianos por estas pérdidas. También por la estela de dolor y vacío descomunal que dejan tras de sí. Toda la familia de Amparin, con Dionisio, con Nati, con María Amparo, con sus propios hijos e hijas forman parte de lo más querido del pueblo. Una tragedia de este tipo no solo nos roba el sueño, se lleva nuestros pensamientos hacia el dolor de los que se han quedado; es una tragedia que nadie podrá olvidar.
Siento terminar esta página de forma tan triste. No puedo hacerlo de otra manera.
En Los Ruices, a 10 de febrero de 2016.