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LA BITÁCORA DE BRAUDEL / JCPG

Caminamos con el cabreo colectivo incorporado. La falta de respeto entre las personas y entre los colectivos, no sólo a las ideas sino a las personas mismas, progresa demasiado rápido. En lo político, la urgencia del electoralismo tritura cualquier tipo de educación y condescendencia con los otros. No sé si la razón es únicamente electoralismo o existe cierto vértigo ante las circunstancias tambaleantes en las que últimamente se desenvuelve nuestra vida. Si lo hacen esos personajes que pululan en las Cortes, ¿cómo pretender que los jóvenes, esos adolescentes en plena formación, ejerzan los valores del respeto y la libertad en mejores condiciones? Si en una clase de 36 alumnos de 2º de Secundaria los chavales están gritando y lisonjeándose con términos irreproducibles en este escrito, ¿qué podemos decirles? Naturalmente, soy consciente de que mi misión como profesor es la de reprenderles. El ruido y el desorden no facilitan el conocimiento y la reflexión. Pasa en las Cortes, pasa en las aulas y pasa en la política local. Es un tema poco agradable pero está ahí. A veces el insulto sustituye al intercambio de ideas.

En esta etapa electoral, cada uno arrima el ascua a su sardina. Pero parece que en 2015 las cosas están ya especialmente aclaradas. Ha llegado el canto del cisne de una época: la época de la igualdad de oportunidades como clave de las sociedades democráticas de este primer mundo. Lo afirmaba el otro día el economista Niño Becerra (elconfidencial.com, lunes 23 febrero): el nuevo mundo que se avecina está pintado con tintes sombríos. ¿Acaso los políticos están dispuestos a transmitirnos la verdad de las cosas? No es probable que en las Cortes se discuta la situación de España como es: todos se ponen una venda en los ojos y echan mano siempre de las mismas recetas: o la igualdad de oportunidades o la compensación de las desigualdades mediante la acción estatal. Sueños difíciles de realizar, en todo caso. El que quiera soñar que sueñe. Nuestros políticos prefieren prometer lo irrealizable: por ejemplo los famosos tres millones de empleos. Luego recurren a la palabrería hueca de siempre.

Alguien ha dicho que lo contrario de la felicidad no es la infelicidad, sino la realidad. Es casi imposible que ricos y pobres sean iguales. No quiero pensar en Amancio Ortega; como a Niño Becerra, el calibre de su patrimonio me importa un cuerno. Pienso en la gente con poca formación que va a quedar orillada en los próximos tiempos; pienso en chavales como mis hijos que un día habrán terminado sus carreras, y qué se encontrarán…

Nuestra sociedad, como la de los países de nuestro Occidente, se siente o ha sentido relativamente a gusto con esa idea de que hay que ofrecer igualdad de oportunidades a los ciudadanos; como resultado, las desigualdades existentes, que no han desaparecido ni en los mejores tiempos, son hasta cierto punto soportables, asumibles por una sociedad libre. Es como una igualdad en un torneo deportivo: lo importante es la deportividad, participar y respetar al triunfador y al perdedor. Vana estupidez. Hoy las desigualdades no son entre obreros, jornaleros y empresarios. Esto ha pasado a la historia. Las auténticas desigualdades están hoy en día en los discapacitados, las personas enfermas y gravemente incapacitadas para conseguir un trabajo y mantenerlo. Aquí está la auténtica desigualdad.

La verdad es que con crecimiento económico, los ricos pueden ser generosos sin hacer muchos sacrificios. El modelo de la igualdad de oportunidades es más bien un modelo que se rige por el mérito en situaciones de escasez laboral. Entonces empieza la competición por conseguir puestos, por arrebatar la silla apetecida.

En nuestro país hay un 20% o más de paro y la sociedad se sostiene, lo cual es increíble. No hay estallido social, incluso con los recortes efectuados. El sistema educativo sigue siendo vital a la hora de ofrecer salidas y preparar a la gente de cara al futuro. Pero tenemos un grave problema. Muchos jóvenes ponen en duda la legitimidad de la cultura escolar. Para ellos el instituto se ha convertido en un mero lugar donde pasar el tiempo, rodeado de amigos, un agradable lugar en el que sentirse protegidos ante la hostilidad social y hasta familiar.

Internet y las tecnologías proporcionan un nivel de información sobre el mundo que vale lo que vale y que no es peor que el de la escuela. Si quiero saber lo que pasa, si quiero entender, dispongo de una cultura increíble; y, lo que es más importante, puedo llegar a tener la sensación de que la cultura de la escuela no es muy excitante; y las materias que me ofrecen mis profesores lo son cada vez menos. Es un fenómeno que se encuentra en todas partes. Como la escuela es cada vez más una máquina para seleccionar y, como en el fondo la única legitimidad de la escuela para todos esos jóvenes es que da títulos que permiten conseguir trabajo, cuando los jóvenes descubren que los títulos que desearían obtener no les van a dar trabajo, dejan de tener interés y caen en el absentismo.

El título es hoy imprescindible, estando en un contexto de alta competitividad. Pero al mismo tiempo se descubre que una gran parte de esos títulos no se conseguirán o que no servirán para nada. Lo más lógico es que piense que si tengo título y no tengo trabajo, ¿para qué me sirve ir al instituto? Especialmente porque por las mañanas los jóvenes están muy bien en la cama. Para los profesores esta es una cuestión bien compleja. Nosotros pensamos que más que reflexionar y razonar nuestros alumnos sólo están pensando en aprobar y titular.

¿Cómo podemos conciliar escuela y realidad? ¿No está la escuela en contra de la propia sociedad? ¿No siguen trayectorias distintas? Por un lado la sociedad, nuestra clase política –en general, tan indigna, aunque con honrosas excepciones-, por otro los discursos de la educación y los sueños de la justicia, la equidad y la libertad. Muchos principios agolpados y difíciles de mantener.

En Los Ruices, a 25 de febrero de 2015.

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