EL OBSERVATORIO DEL TEJO. JULIÁN SÁNCHEZ
El mayor despegue socio económico de la Europa del Siglo XX, se registró, sin duda de ninguna clase, a mediados de dicha centuria, cuando las tradicionales ideologías dominantes en el contexto (capitalismo liberal y socialismo) incorporaron matices concordantes a sus duros planteamientos, consiguiendo con ello atemperar sus tradicionales parámetros filosóficos mediante su transformación, tras la recepción de distintos valores de concepto, los cuales vinieron a hacer compatible una mayor armonización de los derechos de conjunto, independientemente de su condición social.
De esta guisa, el dieciochesco liberalismo duro, que tuvo su fundamento en la oposición al absolutismo imperante, fue superado mediante la puesta en escena de los principios cristianos derivados de la encíclica “Quadragesimo Anno” inspirada por el Papa Pío XI en 1931. Dicha encíclica fijó la posición ideológica de la iglesia ante el liberalismo económico reinante que básicamente venía a reconocer al individuo como persona única, dueño del ejercicio de su plena libertad y situándolo por encima de todo parámetro colectivo.
Mediante su nuevo rearme ideológico, que toma fuerza tras la mencionada encíclica papal, el liberalismo dominante en la derecha, comienza a ser ideológicamente superado mediante la evolución de un sistema que favorecía el liberalismo moderado, propiciando su armonización en conceptos tan contrapuestos como viene a ser la idea de la reducción de impuestos, al tiempo de hacerla compatible con un cierto intervencionismo estatal que respaldase su mejor distribución en orden a la superación progresiva de las diferencias sociales.
Frente a esas nuevas posibilidades, venía a oponerse el modelo socialdemócrata, que tuvo su origen a finales del siglo XIX y principios del XX, y posteriormente estimado, a mediados del siglo anterior, mediante las tesis revisionistas del marxismo inspiradas por el judío alemán Eduard Berstein, cuyo principal exponente venía a ser «una buena ley industrial puede ser mejor que 100 nacionalizaciones», admitiendo que la economía privada puede ser compatible mediante el acatamiento del superior interés del estado.
La aceptación de los valores democráticos por ambas ideologías esencialmente contrapuestas, así como su puesta al servicio de los intereses generales de la ciudadanía en general, vino a propiciar la aparición en escena de un concepto que habría de significar un paradigma de evolución sociopolítica y económica sin precedentes en toda la historia europea y mundial, la creación del denominado “estado del bienestar”, motor principal de la evolución democrática y económica europea en los últimos sesenta años.
Cuando se vino a producir la transición en España tras la promulgación del nuevo régimen mediante la Constitución de 1978, los principios democratacristianos y socialdemócratas comenzaron a imponer sus criterios en los principales partidos políticos dominantes en el arco político nacional. En consecuencia la predominancia de ambas ideologías devenía en su plasmación en dos grandes bloques adversarios: la Unión de Centro Democrático (UCD) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). El sistema de valores que cada formación incorporaba al contexto político propició una evolución ejemplar en el panorama de transición español, así como el progreso y el bienestar en la inmensa mayoría de la ciudadanía española.
Pero con el tiempo, el altruismo político de ambas formaciones fue dejando paso a una efectiva descomposición en sus conceptos básicos de sociedad. El liberalismo español fue perdiendo sus valores democratacristianos, dejando paso a la supremacía en su concepto de sus más rancias acepciones de concepto liberal-conservador, pero sin dejar aparcada en momento alguno la opción intervencionista en orden su implacable aplicación en lo referente al incremento impositivo. Circunstancia la cual, unida a la corrupción creciente a izquierda y derecha de nuestra escena política, mediante el despilfarro de recursos y la aplicación despótica de privilegios de orden nepotista, todo ello adobado mediante la radicalización de un nacionalismo de todo índole empecinado en dinamitar el actual modelo constitucional, ha venido a propiciar la radicalización y el empobrecimiento social, propiciados mediante la aparición de una crisis socioeconómica sin precedentes en nuestro actual modelo de sociedad.
La superación del actual estado de desastre social no puede llevarse a cabo sin volver a la realidad de los valores perdidos. La derecha no puede sustanciarse en el privilegio y la corrupción, ni tampoco en la aberración de la liquidación del consumo mediante una política fiscal tan desmesurada como incoherente. Y la izquierda democrática debe superar su radicalización mediante la superación de las desigualdades con la admisión en su régimen ideológico de unos conceptos que asuman la superación de la vieja “teoría del conflicto” por otra política encaminada a la erradicación de la corrupción, así como el fomento del legítimo desarrollo social mediante políticas más propias de la socialdemocracia clásica, tal como viene a ser el favorecimiento del expansionismo económico y su consiguiente redistribución de plusvalías al desarrollo económico y social en general, políticas éstas las cuales llegaron a ser en su día los genuinos parámetros básicos constitutivos del cuasi desaparecido estado de bienestar europeo.
No es posible una ideología sin valores. Los valores se constituyen sin duda ninguna en el conjunto de acepciones que han venido regulando tradicionalmente la evolución del comportamiento humano. Su acepción ha devenido fundamental a lo largo de la historia de la evolución social, así como en el desarrollo de las culturas indistintamente de los lugares de asentamiento general y de las concepciones del bien o del mal que se ha tenido en este camino evolutivo.
Los valores no deben tener ideología específica, por lo tanto en una sociedad moderna evolucionada deben ser asumidos irrenunciablemente por todo el espectro político y social. No debe haber política sin valores. Los valores cívicos deben respetarse porque, si no se llega a hacer así, se corre el riesgo de desembocar en el más absoluto desorden económico y social, en el deterioro de los principios humanos, el irrespeto a la ley, a la autoridad, así como en el fomento de las desigualdades. Todo lo cual vendrá a impedir irremediablemente el desenvolvimiento y evolución normal de cualquier sociedad debidamente cohesionada, así como el desarrollo de los principios individuales genéricos a cada persona.
El olvido de estos valores ha llevado a nuestro actual sistema al grado de degradación socioeconómica y moral imperante, y su superación pasa por exigir sin paliativos una vuelta estricta y urgente hacia la recuperación de los mismos, sin matices ni paliativos. Nuestra democracia debe de efectuar su catarsis desde ya mismo, no podemos consentir ni un solo día más el mantenimiento de un sistema cuyos exponentes de corrupción y degradación moral han llevado a nuestra sociedad a su actual estado de inanición. No disponemos de más tiempo, sencillamente porque ya son demasiadas personas las que han perdido su esperanza y su dignidad humana y eso no lo podemos ni debemos permitir.
Julián Sánchez