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Requena(08/03/18). LA BITÁCORA / JCPG
La verdad es que soy muy poco original: me gusta el cine norteamericano. También la Coca-Cola. Nadie es perfecto. Estoy angustiado por la desaparición de Gabriel, un niño almeriense que se ha desvanecido en una aldea del Sureste de España. Imagínense: la mostruosidad urbana ya no es sólo urbana; la desaparición tiene lugar en una aldea de 20 habitantes; ni siquiera ese territorio inocente de lo aldeano queda ya libre de peligro. Una semana ya de búsqueda… angustiosa, terrible.
Allí, en aquella pedanía de Almería, en nuestro propio ser, se está jugando mucho. Es Gabriel, el primero; y también su quebrada familia. Es la seguridad de todo un país. ¿Qué confianza podemos  encontrar cuando ni en una aldea pequeña de nuestra patria podemos estar seguros? Es una pregunta crucial. No creo que nadie pueda permanecer al margen de la angustia que emana en el Sureste hispano.

Una madre coraje. Un policía en su sitio. Un pulso que dura poco, pues el segundo muere. Toma protagonismo el policía racista, machista y violento. Realidad, absoluta realidad, en un pueblo pequeño, esos pueblos pequeños de la América profunda que siempre se desdeñan desde la opinión pública. Porque piensan que las ciudades reúnen las esencias de la justicia y la bondad. ¡Vaya falacias!
Este esquema de lo pequeño ha servido para componer una gran película: “Tres anuncios a las afueras”. Un pequeño pueblo, una madre angustiada por la muerte de su hija y la ineficacia policial a la hora de dar con el autor del crimen. La madre, Mildred, enfundada toda la película en un mono de trabajo, alejada de cualquier arquetipo de mujer sexy; un policía violento, primitivo; una atmósfera rural, de pueblo. Una trayectoria humanista para cada uno de los personajes, descrita en un proceso de búsqueda de la verdad personal, familiar, reconciliatoria, eso es lo que permite finalmente el encuentro de la angustiada Mildred con el policía violento en un camino que conduce a la búsqueda del asesino. Una atmósfera fronteriza, gris: no hay buenos; no hay malos; ¿deben los seres colocados ante la inacción o ineficacia de las autoridades describir por sí mismos el sendero de la justicia personal? ¿Hay que buscar caminos alternativos?

El carácter no viene del pañuelo ni del mono. El policía violento frente a la fuerza de la madre. Una tensión increíble, una pugna antológica. Dos extremos que encontrarán un objetivo común: ¿tomarse la justicia por su mano? Pues sí, porque esto también es humano.
A estas alturas ya sé que del Toro ha hecho resonar en Hollywood las espuelas del viejo virreinato de la Nueva España, como destruyendo las ilusiones del ultraconservador presidente Trump y su sueño excluyente y xenófobo del muro con México. La historia de amor, la historia de dos seres extraños en un mundo no menos extraño, es cautivadora y enérgica contra los estereotipos que permiten construir muros, excluir seres humanos y condenarlos al cubo de la basura que es la pobreza.

Destierro de tópicos. Ni bella. Ni bestia. ¿Está la sociedad preparada para la tolerancia? Pregunta estúpida: ¿acaso no somos los más inteligentes y tolerantes que han poblado el planeta? Ahora nos dicen que los Sapiens se mezclaron hace no sé cuánto con los Neanderthales, ¿mezclarnos con esos bichos brutos y primitivos?
Una limpiadora en un centro de investigación puntero. Por supuesto, un centro con objetivos militares. La insignificancia dentro de un mundo extraño, poblado de seres malvados. El contexto histórico: la Guerra Fría, un tiempo de complejidades y enfrentamientos a distancia de las dos grandes superpotencias, La Unión Soviética y los estados Unidos. Homosexualidad, racismo, intervencionismo norteamericano, pugna por la carrera espacial, una atmósfera social agobiante para una película que exalta los valores de la tolerancia, la vida y el amor.

Una limpiadora muda tiene como principales amigos a un homosexual entrado en años y a una mujer negra. Un triángulo de la exclusión que no para de chocar con el mundo. Las limpiadoras se mueven en el mundo de los científicos y militares que controlan el centro de investigación. Es decir, son lo más bajo del escalafón, aquellas que limpian la mierda de los grandes hombres de la ciencia. El homosexual, un artista despedido de su trabajo, es un ser solitario que ni siquiera encuentra su media naranja en un entorno hostil. La protagonista, una chica muda, se llama Elisa Expósito: ¿hay algo más que decir sobre su carácter de ser humano en la frontera de la exclusión? Del Toro le da a la sociedad del siglo XXI donde más le duele: en la frontera; en los límites de las personas que incluye en su opiáceo mundo moderno; en las fronteras de la sexualidad y del amor; en la frontera física de los hispanos en la Norteamérica blanca, anglosajona y protestante.

La frontera es un simple cristal: el que separa a gentes diferentes. Sin la tolerancia, las fronteras, los muros, la intolerancia, al fin, consiguen imponerse como santo y seña de una sociedad. Una fábula sobre el mundo. ¡Ójala se convierta en realidad algún día!
Por eso me parece que la única objeción que puedo hacerle, y es leve, es la de la atmósfera. Porque, efectivamente, no acabo de entender por qué del Toro se empeña en insertar a sus personajes y su historia en el contexto de la Guerra Fría. No necesitaba irse tan lejos. En nuestra propia sociedad de este 2018 podría haber entrado muy bien un argumento como este.

Del Toro toma la historia donde la dejó Mary Shelley: el “monstruo” o “el bicho” como se le llama por parte del general al mando del experimento, ya está hecho, creado, al parecer por la propia naturaleza. Es realmente, un ser más: un miembro de la sociedad misma, siguiendo con los valores simbólicos que expresa el film. Shelley, sin embargo, había presentado al “monstruo” como una creación humana; la autoría correspondía al doctor Frankenstein. Del Toro proclama sin rubor su opción por la convivencia armoniosa y la tolerancia en una sociedad abierta, ajena a la xenofobia y al odio a los diferentes; Shelley expresaba una cierta desconfianza hacia la sociedad moderna, hegemonizada por unos avances científico-técnicos sorprendentes. El Frankenstein de Shelley es un ser que ha sido inicialmente concebido como la superación de las taras de la naturaleza humana; hasta que el propio doctor Frankenstein comprueba que ha ideado un monstruo difícil de controlar. Una imagen del mundo de la tecnología: una reflexión sobre sus impactos morales.

Una reflexión sobre el progreso, muy del tiempo en que fue concebido: aún no conocían los estragos del nacionalsocialismo y del comunismo, ni los problemas del cambio climático y la contaminación.
Alguien me vendrá con mandangas tales como la inclusividad. Cierto: hay rincones donde la gente que se sale de la norma, el homosexual, el ser extraño que no se relaciona bien con los demás, tiene cabida. Especialmente en el mundo educativo.
Día tras día contemplando lo mismo. Seres incapaces de aprender, que pasan minutos mirando la pared, al parecer, por pura afición; seres que permanecen pegados a los pilares del patio del instituto, porque es el pilar el único elemento que no los repele; chicos y chicas que parecen fuera de lugar. Aquí están, desatendidos, en centros que proclaman a los cuatro vientos su compromiso con la inclusividad, como si las palabras bastasen. Ni una atención especial, no porque el centro no quiera, sino porque la administración no pone medios. Para qué mencionar a los chicos con altas capacidades: quedarán enterrados en los centros públicos; en el mejor de los casos, sus padres, si es que pueden económicamente, buscarán una salida para ellos en centros concertados o privados. La política echa un triste telón sobre estas realidades y proclama sin rubor sus progresos, supuestos, claro, bajo el estandarte de la inclusión, palabra fetiche que encubre realidades feroces. ¡Viva la igualdad! ¡No necesitamos a la élite intelectual! Y los profesores, en aras de la supuesta atención específica que tenemos que hacer, intentamos sacarles adelante. Misión casi imposible: hay realidades casi “frankensteinitas”, con toda la dignidad que el término contiene.
La polémica actual sobre la lengua es decisiva para la libertad del individuo. Así como las autoridades son incapaces, por ineficacia real o por efecto de la cortina de humo que supone la inclusividad, de dar salidas a problemas reales que están presentes cotidianamente en las aulas, se muestran audaces en el proceso de construcción de la llamada “normalización lingüística”. Sí, un proceso de construcción. Ya veremos adónde nos conduce todo esto. Quizás habrían de poner cuidado no les pase como al pobre doctor Frankenstein.
¿Acaso no es más atractiva la propuesta de del Toro para asentar la convivencia? Un Stefan Szweig premonitorio publicó en 1938, a las puertas de la Segunda Guerra Mundial, con un nacional-socialismo triunfante, con los primeros campos de concentración ya en uso desde cinco años atrás y sus inquilinos sufriéndolos, una obra en la que se refleja su espíritu liberal, tolerante y abierto: Erasmo de Rotterdam. Triunfo y tragedia de un humanista. Al final del primer capítulo, proclama:
“… es propio del modo de ser de todas las pasiones el llegar a fatigarse. Es destino de todo fanatismo el agotarse a sí propio. La razón, eterna y serenamente paciente, puede esperar y perseverar.  A veces, cuando las otras alborotan, en su ebriedad, tiene que enmudecer y guardar silencio. Pero su hora llega, vuelve a llegar siempre.”
La humanidad está siempre en las fronteras. No hay buenos absolutos. Como, quizás, tampoco malos absolutos. Imperan los grises por casi todas partes. ¿Quién no tiene contradicciones? Confiemos en la razón; si es que aún es posible.

En Los Ruices, a 5 de marzo de 2018.

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