El Ayuntamiento de Utiel se suma a la campaña 25-N de Diputación de Valencia que conmemora 20 años de la Ley contra la Violencia de Género
Leer más
Comienza la fumigación en Requena y aldeas
Leer más
Requena da la cara contra la violencia de género
Leer más

LA HISTORIA EN PÍLDORAS. IGNACIO LATORRE ZACARÉS.
Abres el facebook y aparece enseguida la horrenda palabra: Halloween. Tremenda “frikada” importada que nuestros medios de comunicación y, lo peor, nuestros programas educativos han elevado a evento nacional indiscutible.
La traducción comarcana de Halloween sería el popular “Tosantos”. Antiguamente, se celebraba por igual el 1 y 2 de noviembre como Día de Todos los Santos y Día de Difuntos. Esos mismos días, por nuestras viejas veredas pasaban los rebaños trashumantes procedentes de Cuenca, Teruel y más allá en su peregrinar invernal hacia tierras mediterráneas buscando tierras más amables para sobrellevar los rigores y poco pasto del invierno del interior.

Actualmente, en “Tosantos” aprovechamos para visitar en nuestros cementerios a las gentes que ya finiquitaron su tránsito por esta vida. Ya comentamos en otra “píldora” que el traslado de los cementerios fuera de las poblaciones estuvo previsto por el Estado ilustrado desde fines del XVIII. Tanto en Requena como Utiel pronto reaccionaron y construyeron sus cementerios a principios del s. XIX, aunque no fue lo habitual, pues durante gran parte del siglo se sucedió una lucha legal por desterrar las inhumaciones de la Iglesia o los cementerios pegados a ellas y llevarlas a los cementerios. Fueron varias las órdenes reales repetidas que conminaban a las poblaciones a dejar de enterrar en las propias iglesias o en cementerios dentro de las poblaciones como respuesta a las epidemias de cólera.

Es más, en las actas plenarias requenenses del S. XIX se suceden los acuerdos para la ampliación del cementerio que no daba abasto ante la elevada mortalidad de los frecuentes episodios coléricos. En enero de 1866 se acordó ampliar el camposanto dado que ya era casi imposible enterrar a una persona sin sacar restos aún sin consumir de cadáveres (imagínense la situación) debido a que el cementerio se había construido en 1813 y se había consumido mucho terreno con el cólera de 1864.

Al cargo del cementerio estaba la figura del sepulturero, trabajo no muy gozoso y por el que la gente no solía propiciar muchos codazos para conseguirlo en medio de un ambiente muy propenso al temor y las supersticiones. Ahora convocas una plaza de enterrador y si te descuidas se presentan más de mil aspirantes. Así pues, el sepulturero solía ser una persona algo “especial” y cuya presencia era recelada por el resto de la población (no era el personaje más buscado para “pegar la hebra”).

“Especiales” fueron también los sepultureros requenenses, sobre todo el de 1855. Imagínense la situación: el cólera ya había invadido la población que en el año anterior de 1854 se había llevado a la tumba a 178 requenenses y en 1855 sepultaría a 635 con días de más de 50 fallecidos. Toda la población atemorizada, muriendo familias enteras, huyendo las familias pudientes y ¿qué hacían los sepultureros que no paraban de enterrar?, ¿huyeron también?, ¿se escondieron en sus casas para no ser contagiados?, ¿pidieron aumento de sueldo? Pues va a ser que no. Nuestros sepultureros se lo tomaron con la natural alegría de su trabajo; burlándose de los muertos que no paraban de entrar en el cementerio, ante las quejas de la población elevadas al Ayuntamiento que consideraban su actitud una “verdadera ofensa de la moral y de los sentimientos humanitarios y de respeto que la muerte infunde”. Seguramente la burla era un mecanismo interno de defensa ante el temor de que el siguiente en enterrar fuera el propio sepulturero (como el célebre Juan Simón).

Al sepulturero le acusa el pueblo requenense de poco aprensivo, lo cual considero injusto, pues, evidentemente, si eres aprensivo te tienes que buscar otro oficio. Se impuso un vigilante en el cementerio para velar que no se abusara de los muertos y se les enterrara bien, sin que surgieran “miasmas” de los cadáveres que polucionaran la atmósfera.

A los dos meses destituyeron al sepulturero burlón (se ve que no lo podían reconducir) y contrataron a uno nuevo con la especial condición de que respetara la moralidad que el trabajo y los finados reclamaban y, además, que no consintiera que se despojara al difunto de sus prendas, sintomático de las escenas que se estaban produciendo. También se le obligaba a dar sepultura gratuita a los que morían en el Hospital de Caridad y a los que llevaban papeletas de pobre; a tener en completo aseo y limpieza el cementerio y dar profundidad de 6 pies a la tierra donde debían de yacer los cadáveres a los que se les echaba cal y agua.

El oficio de sepulturero muchas veces exige unas especiales condiciones que marcan a las personas. En Venta del Moro, el enterrador de los años 80 del pasado siglo también era singular. Era aficionado a pasear con un magnetófono de dimensiones colosales (cuanto más grande mejor) con la música a toda marcha. En cuanto salía el “enterraor” de su casa, la población era conocedora del hecho, pues se le oía en medio kilómetro a la redonda. De vez en cuando, además, entonaba desaforados “vivas” a la República aderezados con vasos de vino. Todo un enterrador marchoso.

En 1890, las cosas empezaron a cambiar en las costumbres funerarias requenenses. Un ciudadano solicitaba la concesión exclusiva por 8 o 10 años para establecer coches fúnebres para la conducción de cadáveres al cementerio ofreciendo conducir gratis a los pobres de solemnidad. Era el inicio del gran negocio de las “pompas fúnebres”.

Comparte: Los sepultureros burlones