LA BITÁCORA DE BRAUDEL. JCPG
Parecía imposible que tuviera lugar. O quizás se parecía más a una quimera. Y estos días está más patente, lo tenemos delante de nuestras narices, lo protagonizamos nosotros mismos. Me refiero a la mecanización de la vendimia. Ya pasaron aquellos años en que nuestros pueblos se llenaban de gente para hacer la vendimia. Incluso de inmigrantes norteafricanos, llegando a crear a veces ciertos problemas de alojamiento. Primero, hay que echar la vista atrás y recordar cómo llegaban aquellas gentes de los pueblos de Cuenca a ganar unos duros: de Narboneta, Aliaguilla, Henarejos, etc. Todo aquello pasó y nuestra agricultura ha dado definitivamente el salto de la tecnología en esta faceta del trabajo agrario. En poco tiempo, no se cogerá un kilo de uva sin máquina. La vendimia manual se convertirá en algo testimonial.
Sin embargo, hoy quisiera hacer una reflexión sobre este fenómeno tecnológico. Está claro que la tecnología de la vendimia lo está cambiando casi todo: desde la manera de la poda (la espaldera implica nuevas exigencias y métodos) hasta la realización de nuevas tareas que hasta ahora estaban ausentes en el trabajo cotidiano del agricultor, sin ir más lejos las subidas y bajadas de arambres.
Y, sin embargo, el proceso no acapara titulares en la prensa, y mucho menos análisis en las tertulias. Es como si por tener lugar en la desacreditada agricultura nada interesara, salvo a los mismos protagonistas. Sí interesa el cava y el proceso de acumulación de capital que propicia en los últimos tiempos, especialmente con el tema Cataluña. Pero el resto de la transformación pasa inadvertida a los medios de comunicación. Y estamos ante un proceso no sólo irreversible, sino de una magnitud incalculable.
Lo sorprendente de la cuestión es que la transformación de nuestras viñas tiene lugar en tan solo una generación. A mediados de los Sesenta, los entonces jóvenes campesinos compraban sus primeros tractores. Las voces agoreras de los que tenían anclada la mente en el pasado advirtieron entonces de una especie de fin de los tiempos: los tractores, decían, acabarían arruinando las viñas. El proceso fue imparable. La mecanización fue progresando. Claro, quedaron algunas supervivencias, por ejemplo aquella moda absurda (o quizás sí que tenía sentido, quien sabe; pero su sentido) de disponer de un carro para enganchar al tractor en la viña y sacar la uva en cuévanos. Ya saben a qué me refiero: era, desde la visión de hoy, una absurda inversión de trabajo; era como vendimiar dos veces, pues finalmente los cuévanos se descargaban en el remolque, que esperaba en la orilla de la viña. Impresionante: como si la vieja mentalidad de la época de las caballerías perviviera en el mundo del tractor.
La misma generación es la que ha apostado por el emparrado y la vendimia mecánica. Todo un mundo tradicional queda atrás. A este asunto hay que concederle mayor importancia. No puede pasar sin pena ni gloria, porque tiene lugar en las entrañas de nuestra tierra. está cambiándolo todo. Nuevas variedades de uva, tímida expansión de algunas autóctonas que son poco valoradas pero cuyo vino es de indudable calidad (la tardana), etc.
Sí, una generación tecnológica que alcanza los 70 años y ha transformado la faz de esta tierra. Se merecen algo más que pasar inadvertidos.
En Los Ruices, a 23 de septiembre de 2014.