Requena (27/09/18) LA BITÁCORA. JCPG
Salimos con la intención de buscar hongos, mizclos, níscalos o como quiera que se llamen, porque lo cierto es que en cada palmo de este país reciben un nombre distinto. Según parece, en esta zona de la Serranía es un poco prematuro buscarlos, pues aún no han salido. Además, lleva haciendo bastante calor unos días y el exceso de temperatura desanima a los mizclos.
La temperatura es importante. También la lluvia; se supone que las tormentas del final de este verano favorecen la salida de los hongos. “La gente trae cestas y más cestas, esos dicen, sabes, pero…”, así es como algunos expresan su incredulidad. En estos lares, como en tantos otros, la gente presume de coger hongos, porque quizás patentiza cierta capacidad para la búsqueda y eleva el prestigio personal ante los otros. Asuntos increíblemente insignificantes, pero que refuerzan la autoestima de algunos.
Hongos no habrá, pero, al menos, tendremos la oportunidad de caminar el monte, una experiencia considerablemente edificante. Y muy instructiva. Estamos en la Serranía baja de Cuenca. Tomamos dirección a Boniches; atravesamos Villar del Humo, con sus curvas, con sus huertas semiabandonadas. Un signo de estos tiempos: campos abandonados, llenos de broza y grama, oliveras perdidas,… El mundo al que vamos es, en realidad, el que ya está aquí: es el mundo de la vieja tierra de cultivo dejada de la mano de Dios, invadida por cardos, romeros y matorrales, si no por árboles. No sucede sólo en la Sierra. No hace falta más que darse una vuelta por la ribera del Magro, porque viejos campos, no hace mucho cultivados, están hoy repletos de hierbajos. Produce pena ver estas superficies fértiles convertidas en campos arrasados por el abandono y el olvido. Es uno de los rasgos de nuestra época: abandonar el hábitat del pasado por la seducción de la vida urbana.
Al mando, el Cabriel.
La Serranía está sufriendo el ataque de la despoblación. Quedan gentes, claro, pero gentes cuya edad es avanzada. Por aquí hace muchos años que no viene ningún nuevo ser humano al mundo. He aquí la terrible constatación. La ancianidad es la nota carácter´sitica, y esto tiene fecha de caducidad. Boniches no es un pueblo grande, tenía 151 habitantes en 2015, y mucho me temo que en estos tres años el descenso le debe de haber colocado sólo un poco por encima del centenar de habitantes. Cifras de escalofrío. La población de San Martín de Boniches es aún más pequeña; en 2015 declara 48 habitantes, ahí en la falda de la montaña, a resguardo y mirando al Sur.
Mientras ando buscando el deseado mízclo, veo todo tipo de setas. Están ahí, en las zonas húmedas, a veces camufladas bajo las matas de romero, escondiéndose, ellas tan discretas. Una potente carrasca emerge de un mar de pinos. Es imponente y llama la atención entre el pinar. Hormas viejas, semiderruidas indican el paso del hombre agricultor por la zona. Las hormas resisten aún ahí, a pesar de que el tiempo del cultivo ya pasó hace tiempo y la naturaleza indómita del bosque ha vuelto a poblar estas tierras, ha vuelto a imponer su fuero.
La población joven se ha esfumado de estos pueblos. Regresa, efectivamente, durante el verano y las épocas de vacaciones. Pero siempre hay un volumen de gente que se desprende de sus orígenes y que nunca regresará. Tal vez no en la primera generación, pero sí en las siguientes. El vacío se nota en las calles. En el mes de agosto, los pueblos estaban a rebosar; la alegría se respiraba en las calles; ha llegado el mes de septiembre y el telón ha caído. Estos pueblos se han dedicado en el último siglo a producir y modelar seres humanos que han servido en otros lugares. Lo dice Braudel sobre la gente de montaña: salen disparados de las montañas y se instalan en las llanuras.
En Los Ruices, a 26 de septiembre de 2018.