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LA HISTORIA EN PÍLDORAS /Ignacio Latorre Zacarés
25 de octubre de 2016 (a un paso de “Tosantos”)

El pucelano Javier Casado estaba hasta la mismísima cabeza (por no mentar otras partes anatómicas) de que los niños de su ciudad aporrearan su portal y vociferaran la horterada de truco o trato. Así que colocó un cartel en su casa con el siguiente lema: “En esta casa no hay truco ó trato. Hay buñuelos y huesos de santo. Esto es Valladolid, no Wisconsin, lo siento”. El mensaje se ha convertido en viral.

Ya saben los seguidores de las píldoras, si alguno hubo o quedare, que un servidor aprovecha la fecha de “Tosantos” para repeler el espantajo de “Halloween” y hablarles de algunas costumbres funerarias o de esa gente tan especial que eran los enterradores.

Leo en el periódico de hoy (aún quedan) que la Iglesia Católica ha sembrado la polémica al prohibir esparcir las cenizas de los seres queridos en lugares entrañables o quedárselas en casa. Nada nuevo bajo el sol, pues ya en el siglo VI la Iglesia prohibió enterrarse dentro de los templos; medida con nulo efecto entre los fieles hasta principios del siglo XIX. Aprovecharemos la ocasión para hablar de la novedad que supuso la construcción de cementerios.

Se atribuye a los franceses la innovación higiénica en España de dejar de enterrar dentro de las Iglesias y construir cementerios extramuros de las poblaciones. No obstante, en Utiel, no esperaron a los franceses para construir el cementerio en 1805. En Requena, el 11 de julio de 1812 se había concluido el cementerio; sin embargo, se esperaron a la salida de los franceses ocurrida el 30 de junio de 1813 para consagrarlo con el permiso del obispo de Cuenca un mes después.

Era un 31 de agosto 1813 y el Ayuntamiento Constitucional de Requena y los curas se reunieron para regular el nuevo cementerio “que se ha construido con arreglo a las sabias disposiciones de nuestro gobierno legítimo” (acta dixit). Era el mismo cementerio actual, construido extramuros de Requena junto a la vieja ermita de Santa Cruz.

El reglamento establecido era rupturista, taxativo y drástico: se declararon las iglesias totalmente cerradas a más enterramientos. Todo el mundo, incluido los curas, frailes y monjas, debían ser enterrados en el cementerio, sin pretextar que poseyeran capillas, bóvedas o entierro en una parroquia o convento. Eso sí, todo dentro de un orden, se señaló un lugar separado y distinguido para los sacerdotes, monjes y monjas que lindaba con la pared de la ermita que da al Norte (mirando a Requena). Otro espacio era el reservado a los párvulos que alcanzaba desde el ángulo de la ermita hasta la puerta principal. Se acababa de un plumazo con el enterramiento dentro de las iglesias que se había generalizado en el siglo VI.

Donde no había innovación era en la conducción de los cadáveres. Cada finado, con antelación obviamente, podía disponer a su voluntad a qué parroquia debía ser conducido y oficiado su funeral siguiendo el ritual romano. El que así lo quisiere se le conduciría con derechura desde la casa mortuoria al cementerio haciéndose el oficio en la parroquia elegida, a menos que se dispusiera que fuera en la ermita del propio cementerio con la “pompa y luxo que ordenare” (“todas las pompas son fúnebres” dicen que decía D. Ramón Gómez de la Serna).

Este mismo reglamento de 1813 ya preveía la construcción de sepulcros privativos para un particular y su familia, señalando el terreno los párrocos y síndicos municipales. El particular debía costear toda la obra, pagar la licencia y además diez ducados por la limosna a las tres parroquias. Lo que no preveía el reglamento era la construcción de nichos en vez de enterrarse en el suelo, a pesar de que pronto los parroquianos de Santa María se aficionaron a ello como criticó nuestro historiador decimonónico (en ambos sentidos) Herrero y Moral.

Tras el funeral, con prisa y sin pausa, el finado debía ser conducido al cementerio por sus familiares. No obstante, en el propio reglamento, el ayuntamiento ya aventuraba la construcción de una tartana con un conductor que llevase al difunto al cementerio a costa de los parientes y de balde a los pobres.

¿Y qué pasaba si concurría más de un entierro en el cementerio? También se previó en 1813 y se estableció que se verificaran los enterramientos por orden de fallecimiento. ¿Guardarían el orden de fallecimiento nuestros “sepultureros burlones” – http://requena.revistalocal.es/la-historia-en-pildoras-los-sepultureros-burlones/ – cuando en dos días de julio de 1855 enterraron a 120 requenenses caídos por cólera?

El ayuntamiento siempre desconfiado con los enterradores (y razón llevaban según el rastro documental dejados), les obligaba a realizar las zanjas o sepulcros con anticipación y con las medidas y profundidad necesaria para la salud pública. No era tema baladí, ya que los médicos infeccionistas del momento pensaban que las enfermedades derivaban de la acción de las miasmas que se generaban por la putrefacción del aire. Ya comentamos como en tiempos del cólera se puso a un veedor para que vigilara que los enterramientos se realizaran debidamente y no salieran estos efluvios pútridos de los sepulcros. El reglamento de 1813 también sancionaba cualquier querencia al ganduleo de los enterradores (¡Qué fama señores!)

El enterrador cobraba según la edad y condición del fiambre: ocho reales de adultos, cuatro de párvulos, cinco ducados en entierros de lujo con cabildo de curas incluido y paradas. Si no asistía el cabildo y no había paradas, pero sí ataúd propio cobraría dos ducados a los adultos y uno a los párvulos.

Otra ruptura con el mundo anterior era la disposición según la cual las tres parroquias requenenses renunciaban al antiguo tributo de rompimiento de lápida y a cualquier otro derecho de enterramiento y estaban obligadas a reparar la ermita y a disponer los ornamentos, vestuarios y elementos necesarios para realizar decentemente la misa y oficios funerarios. El Ayuntamiento debería pagar la cera y reparos de la puerta principal del cementerio.

El reglamento creaba la nueva figura del capellán elegido por acuerdo el ayuntamiento con intervención de los religiosos. Entre sus obligaciones se contaba la de no permitir que nadie se enterrara sin haber acreditado que se le habían hecho los oficios en una parroquia; vigilar que el sepulturero realizara la zanja con la profundidad necesaria; debía acompañar el traslado del cadáver desde la casa mortuoria o parroquia asegurando la decencia y rezando responsos y estar presente en la inhumación pagándole cinco reales por difuntos, excepto a los pobres que debía acompañar de limosna aunque provengan del Santo Hospital. Por supuesto, él era el custodio de las llaves del nuevo cementerio. El primer agraciado con el cargo fue Mariano Moral y Herrero.

Pero esto fue en 1813. Durante todo el siglo XIX se erigieron cementerios en toda la comarca y ampliaciones para dar cabida a los caídos en las epidemias de cólera. El final de la historia que empezaba esta “píldora” es que los guachos vallisoletanos prefirieron seguir aporreando la casa de Javier Casado y según sus declaraciones a él no le había quedado ni un buñuelo y, por el contrario, nadie había tocado a la puerta del vecino. Con respecto a las cenizas y la prohibición de esparcirlas, que quiere que les diga… yo ya había elegido el Cabriel adonde me dispongo a ir en mis ansiadas vacaciones que por fin llegaron.

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